Vicente Verdú
En su presunto celo por reducir los accidentes, la Dirección General de Tráfico ha pasado de ser un organismo benefactor a una suerte de temible comisaría donde las graves conminaciones y avisos de crueles torturas se han convertido en el principal contenido de su lenguaje.
La publicidad de esta Dirección General hace entender que la máxima preocupación del gobierno no consiste tanto en reducir las víctimas de la carretera como mejorar las estadísticas oficiales puesto que en el aparatoso paroxismo de sus advertencias se trasluce menos el interés humano que la eficiencia policial y electorera.
Pero, por si faltaba poco, ahora sale en la televisión un par de individuos de incalificable catadura, que abroncan al espectador desde el fondo de una profunda mazmorra y en presumible actitud de capitanear una banda de forajidos que terminarán con nosotros de no atarnos enseguida el cinturón o rebajar de inmediato la velocidad del coche.
Nunca una idea con propósitos humanitarios presentó una imagen tan adversa. El mal humor, el agrio carácter, la angustiosa presencia de la DGT en textos e imágenes ha creado una directa asociación entre muerte y viaje, entre el automóvil y el horror. ¿Es esto lo que se pretendía? ¿Propagar sensaciones tenebrosas, sentimientos de culpabilidad, miedo al volante y al viaje? Probablemente no. Pero cuando falta imaginación e inteligencia triunfa la rudeza, el griterío y el garrotazo.