Basilio Baltasar
La autobiografía puede ser una celebración del sí mismo o un repaso de las cuentas pendientes que tenemos con el mundo. Pero la memoria exige algo de ternura con el niño en cuyo lugar empezamos a ser. Mejor entonces hablar de “él”, esa figura cuyo “yo” no podemos pronunciar sin la duda de estarnos apropiando de lo que no nos pertenece.
La biografía intelectual de André Glucksmann (Una rabieta infantil, Taurus, 2007) coincide con la historia de las iracundas epifanías del Mal. La matanza de la primera guerra, la devastación de la segunda, los campos nazis de exterminio, la ciencia soviética de la aniquilación, la Bomba en Hiroshima, sus aprendices regionales con machetes, fusiles y dinamita en Bosnia, Ruanda, Chechenia…
Estos capítulos que no agotan el horror del siglo XX, lo elevan a la categoría de espanto todos aquellos adocenados y cómplices entusiastas que participan en la orgía de la destrucción… negando su existencia.
Entonces el niño judío Glucksmann en la Francia ocupada atisba por la rendija de su escondite y contempla la valentía de los escasos pero conmovedores héroes de la Resistencia. No son figuras de la épica nacionalista lo que recuerda haber admirado sino a hombres y mujeres de carne y hueso enfrentándose al bestial infortunio que los verdugos y ciudadanos "inocentes" hicieron posible.
Resistir el poderío de las doctrinas elaboradas para camuflar el significado de la barbarie se convierte desde entonces en un hábito. El filósofo, como miembro de la Resistencia, en el reducto que lo humano espantado de sí mismo ha sabido rescatar, lo comprende: cuanto más poderosa es la seducción que ejercen las ideologías del brutal y criminal dominio, más terrible será la decepcionada fatiga del disidente solitario. Más no importa. Para no capitular será necesario que el descalabro sea bien comprendido y asumido.
“Una dictadura demoníaca administra implacablemente la totalidad de la desgracia”. A eso es a lo que todavía nos enfrentamos.