Vicente Verdú
Un estado demasiado actual y común de lo social es el cansancio. Prácticamente todo el mundo se encuentra cansado o se declara exhausto. Sin importar la edad e incluso la clase social los trabajos distintos y las obligaciones incomparables, el cansancio impregna a la masa social como un pesado carácter del tiempo y sin que, además, la causa pueda atribuirse a una faena desaforada o a un exceso de autoauscultación. Bajo una u otra explicación, la fatiga se alza como la estampa general y como la forma universal de la queja.
Ni una bandera, ni una utopía. El ideal contemporáneo se concreta en descansar y la constelación de sus modelos adyacentes, desde el no hacer nada al yoga, desde la calma absoluta a la dejación, el relax o la indolencia. Marcharse lejos a descansar se ha hecho sinónimo del adiós a todo esto porque “esto” se ha vuelto sinónimo de la condena al agotamiento.
¿Nos agota el trabajo, la familia, el transporte y sólo hallamos reposo tras la fuga? Más o menos se vive tácitamente en esta fe. El sistema nos quita vida mediante la succión de fuerzas y sólo el no hacer, no estar aquí, no vivir en la implicación común, consigue devolvernos fuerzas.
Muy lejos de que el trabajo contribuya poderosamente a constituirnos la identidad, como antes se creía, el trabajo funciona hoy con un efecto de demolición. Nos muelen en el empleo, nos sacan el jugo, nos agotan. El ego huye para identificarse hacia un espacio ajeno al presente mundo laboral, hacia otros mundos exóticos accesibles mediante el low cost, la segunda residencia en Torrevieja o los sueños del bricolaje. Irse de aquí, de esta factoría de estrés, se ha convertido en el deseo de millones. Representa el gran deseo de la sociedad sobre ella misma: deshacerse de su contenido como forma de acabar con su fastidio.