Marcelo Figueras
Ah, nada me gustaría más que hablar de Héroes. Pero la vida sigue saliendo al paso, haciéndome danzar la mazurca de su predilección.
En el año 2000, cuando fui a Israel y a Palestina para escribir un artículo sobre la segunda Intifada (que de seguir así, se convertirá en la Intifada-de-Nunca-Acabar), tuve la sensación de que el asunto se iba a poner negro para las nuevas generaciones de palestinos. Todos los niños que conocí tenían al menos un compañero de escuela muerto a causa de la violencia. Todos los maestros con los que hablé me mostraban dibujos infantiles en los que las casas eran bombardeadas, los soldados israelíes enormes y los padres pequeñitos. (¿Qué secreta conmoción ocurre en el alma de una criatura cuando comprende que su padre, por mucho que lo ame, no puede protegerlo?) No hacía falta ser muy sagaz para comprender que de seguir así, esto es hacinados dentro de fronteras infranqueables, sin trabajo y sin perspectivas de futuro, los niños y jóvenes palestinos no iban a tener más opción que la violencia. Hasta fines del siglo pasado, con sus más y sus menos, era habitual que los palestinos tuviesen relación o cuanto menos contacto con algún israelí, por más fugaz o episódico que fuese; hoy en día, en cambio, los únicos israelíes que los chicos conocen son los soldados o los habitantes de los asentamientos, que también están armados. Estos jovencitos viven en una suerte de campo de concentración que coincide con las fronteras transitorias de su país, sin posibilidades de desarrollarse, fundar una familia en paz y ser felices, ¿cómo pretender que no vean a esos soldados como enemigos, cómo no entender que abracen la agresión como única catarsis a mano, cómo evitar que entiendan la violencia como el último recurso de su dignidad?
Ayer por la mañana me encontré con un artículo en el New York Times, titulado: “Años de lucha y esperanza perdida hieren a los jóvenes palestinos”. La foto que abre el reportaje es estremecedora aunque ya parezca familiar: en primer plano un adolescente, haciendo girar la clásica honda que David empleó para derribar al gigante, y detrás suyo las llamas de los neumáticos incendiados y una densa humareda negra que oculta lo que debería ser el horizonte. Según el artículo de Steven Erlanger, son los propios padres los que han comenzado a llamar a sus hijos La Generación Perdida. Espero que sea un error sincero del cronista, porque no creo que darlos por perdidos ayude mucho a que estos jóvenes y niños recuperen la autoestima. Pero de todas formas es fácil comprender la angustia de los mayores. A nadie le gustaría vivir a diario entre el miedo a que sus hijos sean blanco de un misil y el miedo a que decidan inmolarse como bombas humanas.
Según Erlanger, casi el 60 por ciento de los palestinos tienen menos de 30 años. En Gaza el porcentaje crece aún más, en este caso se trata del 76 por ciento. Y entre ellos, la inmensa mayoría cree que durante los próximos cinco a diez años la situación con Israel empeorará. Y eso que la encuesta todavía no incluye a los más pequeños. En el campo de refugiados de Nuseirat, en Gaza, el matrimonio de Najwa y Taher-el-Assar no sienten otra cosa que pánico ante las perspectivas de sus hijos Mustafa, de seis, y Ahmed, de cinco. Según cuenta Najwa al cronista, sus hijos “ya no son más niños”. Después de ver las noticias del bombardeo de una playa que acabó con la vida de una familia, Mustafá le dijo a su madre que quería ser gordo, “así me puedo poner un cinturón suicida y los israelíes no se dan cuenta”. Para unas festividades recientes, ambos niños pidieron de regalo versiones de juguete de Kalashnikovs y Uzis. “Normalmente la gente está feliz cuando llega un bebé, pero cuando parí a mi bebita Salma pensé: ‘Oh, Dios, un tercer niño en esta vida…,’” dijo Najwa al New York Times. “Todo el tiempo me pregunto, ‘¿qué pasaría si…?’ ¿Que pasaría si un misil cayese sobre mi casa? ¿Qué pasaría si los israelíes tienen otro ‘accidente’, como el de la playa de Gaza? ¿Qué pasaría si al llegar Mustafa a los 19 se ve atraido por un grupo de militantes y me entero por TV de que se voló a sí mismo en Israel? ¡…Uno se pone tan nervioso que quiere gritar!”
Khader Fayyad, 46, conductor de una de las ambulancias de la Cruz Roja Palestina (Red Crescent), dice que la de estos jóvenes es “la generación destruida”. “Nadie se interesa por ellos salvo para reclutarlos,” sostiene. Y aunque tiene un hijo de 16, Ayman, que insiste en que los judíos deben “volver a los sitios de los que vinieron, Europa, Rusia, América”, Fayyad no pierde del todo las esperanzas: cree que se trata de una generación todavía inmadura. “Uno puede influenciarlos mediante soluciones realistas”, dice. “Si produjésemos un acuerdo entre los dos estados, créanme, saldrían a bailar en las calles. Pero si nada cambia, estarán perdidos –para todos nosotros”.
Para salvarlos, hay que dejar de agredirlos. Para evitar que se radicalicen, hay que abrirles caminos de realización. Nada bueno puede salir de una vida hundida en la humillación. Y como suele ocurrir en las disputas que se presentan como insolubles, el único que está en condiciones de resolver el mal de fondo es el más fuerte; aquel que pudiendo aniquilar físicamente al adversario, decide por gracia propia dejar que se ponga de pie y recupere su dignidad.
Necesitamos héroes. De verdad. Con urgencia.