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El templo de los monos

Por 14 de marzo de 2007 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

En Tailandia hay una ciudad en la que adoran a los monos. Se llama Lopburi, y cuenta con un santuario y un templo llamado Prang Sam Yot. Entre ambos edificios, separados por una avenida, viven unos quinientos macacos que chillan y bailan mientras la gente les lleva ofrendas y les pide milagros.

El origen de este culto es la epopeya tailandesa del Ramakien, una versión de Ramayana indio protagonizado por Vishnu. Según la historia, un demonio raptó a la hermana del rey Rama. Para recuperarla, Rama contó con la ayuda del rey de los monos blancos y otros dos simios importantes. El ejército homínido construyó una carretera de piedras a través del mar. Cuando había que cruzar un río, un mono gigante tendía su cola como un puente por encima. Al final, los monos vencieron a los demonios. Rama recuperó a su esposa y reinó feliz. Y continúa reinando. El actual rey es llamado Rama IX, y se le considera una reencarnación del original. El santuario de Lopburi recuerda ese episodio y está concebido como un homenaje al ejército de Rama.

Sin embargo, al ver a los homenajeados, resulta difícil imaginarlos luchando contra los demonios. Para empezar, roban. En la entrada del santuario hay un cartel que advierte a los turistas de que los macacos pueden arrebatarles el bolso. En efecto, mientras estoy ahí, un mono secuestra el biberón de un bebé y corre a treparse en un árbol, donde sus amigos lo reciben entre chillidos de excitación propios, supongo, de su condición divina.

Los monos han aprendido a cruzar la calle, del santuario al templo. Esperan a la luz roja y cruzan en grupos de diez o veinte, pero a veces, por entretenerse, saltan a los parabrisas de los coches y producen accidentes. Las compañías de seguros no saben qué hacer en esos casos.

Al entrar en el templo, descubro que los cuidadores lo han enrejado para que los dioses monos no llenen de caquita las imágenes de Buda. De hecho, todas las casas de los alrededores están enrejadas. Los macacos suelen treparse por los postes de luz, circular por los cables y meterse a las cocinas de la gente para llevarse comida. Muchos vecinos se han encontrado por las mañanas a algún simio rompiendo la vajilla, pero no han podido hacer más que reverenciarlos y tratar de que abandonen sus casas sin violencia, que no es cuestión de enojar a Rama maltratando a sus engreídos.

Compro unos cacahuates para repartir a los dioses, y el ejército de Rama se aglomera ante mí. Se arrojan sobre los cacahuates, se pelean por ellos, y cuando se terminan, me reclaman más chillando.

Lop Buri es un ejemplo de la arbitrariedad de las religiones. En virtud de algún mito fundacional, los humanos de una u otra cultura adoramos las cosas más extrañas. En Tailandia hay templos dedicados al falo de Shiva. Todas esas mujeres arrodilladas frente a un pene le producirían un infarto a una feminista. La tradición cristiana adora a una figura escuálida, ensangrentada y medio desnuda colgada de un instrumento de tortura. En zonas paupérrimas de La India, las vacas sagradas circulan sin que nadie se atreva a comérselas. Y así, durante milenios, las cosas más extrañas han dado sentido a la vida de las personas, cosas tan absurdas como los monos de Lopburi, esos dioses que hacen caca por todas partes y roban biberones.

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