Vicente Verdú
Una hermosa particularidad del viento es que aumentando su grado de violencia su cuerpo no crece nada a la visión. Actúa como un cristal absoluto y mágico que regula autónomamente la energía irradiada y de ahí se induce que su poder podría pasar de cero al infinito, de la moderación o la brisa a la máxima destrucción o el huracán.
Casi cualquier fenómeno natural brota desde la nada pero el viento dobla este origen con su desarrollo intáctil. No hay nada que ver o palpar ni antes ni después. El viento pasa como una secuencia precedida y seguida por escenas de una cinta cuyo argumento es siempre el mismo y su única variable la intensidad. Se hace sentir más o menos como el volumen graduado de un dial y su emisión carece de sonido propio. Su sonido no existe y se oye sólo mediante la resistencia que le opone el laberinto del mundo. Del roce con el entorno obtiene su identidad: ulula o azota, silba, resbala o arrasa. Los elementos contra los que el viento topa se nominan a partir de su canto o su queja. El bulto de los árboles, la liturgia de los bosques, el carácter de una calle o de una ciudad, se revelan a través de la variable energía que bate sus cuerpos.
El viento acaricia o fustiga y, en cada acción, obtiene yescas de la personalidad de las construcciones o los animales. Para fugarse se agradece la amable colaboración del viento que empuja pero también para hacerse presente será un impagable regalo el énfasis del vendaval.