Me invitan a la última cena del Titanic.
Ya sé que esta cena se celebró
hace muchos años, pero es ahora
cuando ha llegado a mis manos la invitación.
No sé si acudir. Dudo.
Puedo rechazar la invitación,
sabedor de lo que ocurrió con el Titanic.
Sin embargo, también puedo aceptarla.
Puedo retroceder a 1912.
Puedo viajar hasta el puerto de Southampton.
Puedo embarcarme en el espléndido buque.
Puedo pasar unos apacibles días de recreo.
A la hora señalada, elegante y puntual,
puedo entrar en el salón en el que los viajeros
van a cenar por última vez.
Puedo disfrutar de la apetitosa comida.
Luego, en la bulliciosa sobremesa,
puedo escuchar las serenatas de la orquesta.
Cuando aparezca el iceberg, y todo se interrumpa,
puedo vivir la incredulidad, el pánico.
Puedo, después, ser partícipe del hundimiento,
con la desesperación, con el frío, con la angustia de la noche interminable.
Puedo, pese a todo, sobrevivir.
No tengo ganas de quedarme en casa.
Iré a la cena.