Rafael Argullol
Llovió toda la tarde
el día de la muerte de mi padre.
Mientras él agonizaba
las gotas se deslizaban, también agónicas,
por el cristal de la ventana.
Así pasamos varias horas, mi padre y yo,
a la espera de aquella noche única
que avanzaba, lenta, por la luz crepuscular.
Cuando vi que se detuvo la última gota
supe que mi padre había muerto.
Besé su frente y, luego, me acerqué a la ventana.
La lluvia había cesado fuera.
Y en el cristal la gota detenida
contenía en su interior un pequeño sol.
Experimenté una extraordinaria ligereza.
Allí estaba la salida del laberinto.
Y su sentido.