Rafael Argullol
Dios habita el templo vacío,
en ruinas, cubierto por la maleza,
alojado en el corazón del bosque
como un sombrío monumento al olvido.
Lejos, muy lejos,
quedan los refinados fastos de antaño,
los sacerdotes entonando profecías,
los fieles atenazados por la devoción.
La niebla del tiempo todo lo ha disuelto,
a excepción de una alegría sagrada
que se adhiere a las desnudas paredes
como un cántico sin palabras.
Dios ha vuelto a su casa,
seguro ya de la ausencia de los hombres,
y reina la paz, la paz del misterioso origen.