El libro que más amo
es mi viejo atlas escolar.
Allí no había hermosos poemas,
ni profundas reflexiones filosóficas,
ni intrigantes relatos,
pero había algo más importante,
que me acompañaba, fiel,
en las largas tardes invernales,
cuando el corazón inexperto
quedaba aprisionado entre el desamparo y el tedio:
¡cómo agradecía esos territorios
coloreados con el pálido verde de lo desconocido,
que se recortaban, prometedores,
en el gran desierto de Australia,
en la selva amazónica, en el Congo!
Eran, se decía en el atlas, tierras vírgenes
todavía no holladas por la civilización.
Sin embargo, yo los veía como las patrias del sueño,
los verdes destinos que esperaban mi llegada
preservados por duendes invisibles.
Y en cierto modo tenía razón
este gastado libro que siempre me ha acompañado.
Ya no hay tierras vírgenes en el mundo,
pero las patrias del sueño siguen intactas.
