Rafael Argullol
Hubo un momento
en que cambiamos de música.
Dejamos de escuchar
el lúgubre ruido del murciélago,
que emitían las almas
tras abandonar los cuerpos sin vida de los hombres,
y empezamos a oír
la dulce melodía que desprendían las alas de la mariposa
cuando nuestras sombras inmortales,
quebrado el cerco de la carne,
viajaban, ligeras, hacia lo eterno.
Pero no fue un cambio definitivo.
En nuestro pensamiento
la danza áurea de las mariposas
era interrumpida con frecuencia
por el arrebato nocturno de los murciélagos,
de modo que las dos músicas
se mezclaron, íntimas, en nuestros oídos.
Así es, ahora, nuestra condición:
escuchamos tanto al murciélago como a la mariposa;
a veces nos oímos mortales; a veces, inmortales.