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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Encuentros oníricos con hombres notables

Hace algunos días dije que los sueños de los artistas son iguales a los del común de la gente. Debe ser por eso que mi inconsciente salió a refutarme. Anoche, por ejemplo, soñé con Marlon Brando. Estaba vivo, por cierto, lo cual evitó que mi sueño se convirtiese en pesadilla. Pero no lo vi en su apogeo juvenil circa Un tranvía llamado deseo, ni tampoco en la gloria madura de Último tango en París. Estaba más bien gordo y decadente. (Creo, si el recuerdo no me engaña, que se lo veía despeinado y con una camiseta sin mangas, así que imagínense.) Y de manera inexplicable, visitaba la habitación de servicio de mi vieja casa paterna. Con el tiempo esa vieja habitación fue reformada y se convirtió en mi cuarto de adolescente, pero en el sueño se veía todavía como era cuando funcionaba como depósito de trastos, herramientas y cubos de pintura. ¿Qué hacía el pobre Brando en un sitio tan indigno? No sé la razón que lo había llevado allí, pero sí sé que soportaba estoicamente mis pedidos de que me concediese una entrevista. (De lo cual se desprende que en mi sueño yo seguía trabajando como periodista, al igual que en el sueño de días pasados, cuando olvidé que había concertado una entrevista con el escritor Philip Roth.) Juro que lo intenté todo para arrancarle el reportaje. Razoné, seduje, amenacé, pero Brando escapó del compromiso con elegancia. ¿Se estaría vengando del desplante del que hice objeto al pobre Roth, a quien le corté la comunicación en mi sueño anterior? ¿O tan sólo se trató de la forma que mi inconsciente encontró para recordarme que debía cobrar el artículo que escribí para una revista que se llama, sin ir más lejos, Brando? Supongo que otra gente soñará con Beckham o con Kate Moss, con sus jefes, padres y maestros. Pero a mí me ha dado por los artistas, últimamente. Sospecho que más allá de la piel del sueño (imagino que en la cabeza de un fanático del ajedrez, la presencia en el cuarto del adolescente sería la de Bobby Fischer), la recurrencia de mi rol como periodista sugiere que me ocurre lo mismo que a tantos artistas: temo verme condenado a retomar mi viejo trabajo, temo no ser tomado en serio. Que es lo mismo que le pasó al pobre Brando, dicho sea de paso, durante los veinte años finales de su vida. ¿Y si el fantasma de Brando me visitó para pedirme venganza y yo no lo dejé ni hablar? ¿Qué habría sentido el espectro del padre de Hamlet, si en vez de oírlo su hijo le hubiese pedido que redactase testamento para evitar el ascenso de Claudio al trono? No habría habido tragedia; no habría habido Hamlet. Descansa en paz, querido Marlon. Todos los que aquí abajo remontamos a diario el río rumbo a deep Cambodia te tenemos presente. Hasta cuando dormimos.

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3 de febrero de 2006
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El duro oficio del lector

¿Imagina el común de la gente que los escritores vivimos leyendo? Supongo que la fantasía romántica que los siglos construyeron en torno del autor puede sugerir a algún ensoñado que los escritores nos pasamos los días encorvados encima de volúmenes canónicos, tratando de aprehender lo inapresable. La realidad indica que los escritores nos pasamos los días tratando de sobrevivir, como cualquier hijo de vecino: lidiando con amores y desamores, pañales y reuniones escolares, fechas de entrega y vencimientos de impuestos y por supuesto, luchando siempre por el dominio del control remoto. En medio de ese ajetreo, leemos no lo que queremos ni lo que debemos, sino apenas lo que podemos. A veces pienso que el único motivo por el cual todavía leemos es el hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con el control remoto, nadie nos disputa la posesión de los libros. Quizás por eso me divierte tanto la consigna de The Polysyllabic Spree, el libro que recopila artículos que Nick Hornby escribió para la revista Believer. Hornby, autor de novelas entrañables como High Fidelity y About a Boy, se comprometió a describir una vez al mes sus aventuras como lector: cuántos libros se compraba, cuántos le enviaban –y cuántos de ellos leía, y en qué medida, durante ese lapso. El resultado es tan divertido y humano como sus mejores ficciones. Hornby desmitifica el lugar de los libros en la vida del escritor. Como buena parte de la gente, lee mucho en verano y poco una vez empezada la temporada futbolística, confiesa desconocer infinidad de clásicos (por ejemplo Franny and Zooey, de F. Scott Fitzgerald), mezcla géneros como quien frecuenta a un barman y se mueve de manera indiscriminada entre autores respetados y autores populares, que no suelen ser la misma cosa. Al igual que tantos de nosotros, Hornby se hace sus huequitos para la lectura en medio del trajín diario; por ejemplo mientras espera que su hijo salga del baño. (Este escritor, en cambio, es de los que leen mientras los demás esperan que salga de una vez.) ¿Y qué sería de nuestras vidas si no existiesen los medios de transporte? ¿O acaso no hemos visitado el Marte de Bradbury, la Londres de Amis y el Maine de Stephen King mientras el subterráneo conducía nuestros cuerpos hasta la Plaza de Mayo? Leemos lo que podemos y como podemos. A menudo tenemos excusa para leer a causa de nuestro trabajo cosas que jamás habríamos escogido porque sí. Durante la escritura de mi última novela, por ejemplo, alterné un libro de frases en latín con otro sobre los números primos y uno sobre leyendas irlandesas. Todavía recuerdo la mirada de sospecha que un vendedor me dirigió cuando le pedí que envolviese para mí un título esotérico: La música como medicina del alma. Las cosas que hacemos por el arte. Lo único que importa para mí es la preservación del placer de la lectura, el hecho de que la profesión no ha atemperado el goce que deviene de la compra y la posesión de un libro esperado. Este disfrute es físico además de espiritual, los libros nuevos huelen bien, las cubiertas flamantes brillan y son suaves al tacto; dije físico, pero quizás debería decir erótico. Debe ser por eso que cada vez que viajamos, mi mujer y mis hijas compran ropa y maquillaje y yo atiborro mi maleta con libros, libros y más libros.

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2 de febrero de 2006
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Una visita inesperada

A menudo los libros atesoran mucho más que su contenido. El lunes por la tarde pasé a ver a mi hermano que, por motivos tan fortuitos como mi visita, está viviendo en la casa que perteneció a mis padres. Mientras lo esperaba, me dediqué a investigar la extraña yuxtaposición de lo nuevo (el mobiliario de mi hermano, sus efectos personales) con lo viejo: la mesa de estilo del comedor, el aparador que aún protege la clásica vajilla… Terminé enseguida en la habitación del fondo, la primera habitación que tuve en mi vida. Quizás fue la deformación profesional la que me arrastró de narices hasta la biblioteca. Allí quedaba tan sólo una fracción de los libros que alguna vez hubo en la casa (debo haberme llevado la mayoría cuando me fui), pero el par de estantes que seguía lleno tenía más que suficiente para entretenerme. De mi propiedad había poco y nada, apenas los simpáticos libritos que me torturaban cuando aprendía inglés: Professor Boffin’s Umbrella, April Fools’ Day. El resto pertenecía a mi madre. Revisar esos libros fue como abrir la puerta de su mente. Mi madre fue una mujer inteligente y contradictoria, y esos volúmenes lo expresaban con todas las letras. Estaban las novelas pasatistas de Arthur Hailey y de Guy des Cars, y estaba La Divina Comedia. Estaba el Jesús de Nazareth de Anthony Burguess, y también una antología en inglés de narradores norteamericanos (F.Scott Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, McCullers). Estaba Kon Tiki, el relato de Thor Heyerdal sobre su célebre travesía en balsa, y también la biografía de San Martín escrita por Bartolomé Mitre. Había un libro de Hugo Wast, un escritor conocido por sus tendencias fascistas, y también estaba Sudeste, de Haroldo Conti. Todavía recuerdo la impresión que sentí, de adolescente, al entender que mi madre conservaba el libro de un escritor desaparecido: un gesto temerario en una época temible. Tengo la sensación de que la culpa de mi madre fue abismal al caer la dictadura y difundirse el horrible destino de tantos desaparecidos. Nunca llegamos a hablarlo, pero creo que no se perdonó el no haber entendido a tiempo, y por ende que no se perdonó el no haber hecho algo. Al final hizo algo, aunque nunca tuvo forma de saberlo. Su ejemplar del Nunca más fue mi fuente de consulta cuando escribí El espía del tiempo, Kamchatka y mi nueva novela. Por supuesto, mi madre tenía muchos más libros, algunos de los cuales llevo conmigo desde hace tiempo. Su ejemplar de David Copperfield, por ejemplo, autografiado con una letra que no le reconozco, por infantil: Alicia Susana Barreiros, 1950. Y el Nunca más, claro. (Este libro dice apenas Susana, ’84, con los trazos fuertes y decididos que yo conocía tan bien.) En ellos, y en la mezcla de best-sellers y de clásicos, en inglés y en español, que todavía subsiste en la vieja biblioteca, reconozco la matriz de mi universo literario. Recién ahora, al revisar lo ocurrido, se me ocurrió que mi madre había encontrado una forma de hacerse presente en el día de mi cumpleaños. Por la noche me reuní con toda la familia, pero esa tarde, aunque más no fuese por algunos segundos, mi madre se las arregló para adelantárseles en el saludo. Su ardid me sorprendería, si no estuviese habituado a pensar en mi madre como en una mujer de infinitos recursos.

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1 de febrero de 2006
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La leche derramada y la sangre también

La visión de Munich, la nueva película de Steven Spielberg, despierta ecos nuevos a la luz de lo que ocurre en Palestina desde el triunfo de Hamás en las elecciones. Algunas de sus escenas promueven ahora un humor involuntario. En la secuencia final, por ejemplo, un operador del Mossad arguye que el hecho de que un hombre reclute gente para Al Fatah es motivo suficiente para mandarlo matar; esto que describo tiene lugar en 1973. En febrero de 2006, ese mismo operador daría cualquier cosa por devolverle la v ida al hombre de Al Fatah a quien dictó sentencia de muerte, porque hoy sería considerado un moderado, y por ende un aliado posible. Lo cual equivaldría, para emplear una imagen propia de la película, a llorar sobre la leche derramada. La película me conmovió. La vi dos veces en el fin de semana. Asistí con la mejor de las expectativas, me parecía loable que Spielberg se corriese de ese lugar tan blando y tan seguro que ocupa en el establishment para arriesgarse a recibir pedradas de ambos bandos: yo no dudo de sus buenas intenciones, y además la presencia de Tony Kushner como co-guionista (Kushner es el autor de esa magnífica obra teatral llamada Angels in America) me garantizaba que Munich no respondería al catequismo anti-terrorista de la administración Bush. Quizás lo mejor que puedo decir de Munich es que encontré en ella el escenario que vi durante mi propia visita al terreno. En la certeza inquebrantable de la madre de Avner, que es capaz de mirar con ojos claros y de sonreír mientras dice que la existencia de Israel lo justifica todo (y cuando dice todo, quiere decir todo), recordé el testimonio de mucha gente con la que hablé; algunos de ellos eran argentinos que vivían en Jerusalén. En el fervor de Alí, que aunque sabe que tiene todas las de perder entiende que sus hijos tendrán hijos que también batallarán, recordé la convicción de muchos palestinos. Por supuesto, Spielberg y Kushner y el otro co-guionista, Eric Roth, no disimulan que miran desde el prisma de los agentes israelíes, pero esto no molesta en el contexto de Munich porque lo que está en cuestión no es la motivación de los terroristas, sino la de aquellos que responden a los actos terroristas con los mismos medios ilegales. Lo que Avner (Eric Bana) se pregunta es si el apelativo de terrorista le cabe tan sólo al que golpea primero; y si la dialéctica que propone la Ley del Talión produce otra cosa que no sea más sangre, y un ruido destinado a ahogar el sonido de las voces que llaman al raciocinio y la concordia. Avner empieza a sospechar, como tantos estadounidenses en estos días, que los motivos que explican las acciones de sus líderes están muy lejos de ser los expresados; volvería a sospecharlo hoy, ante la victoria electoral de Hamás. El Estado israelí y la política de Washington han abusado del argumento de la falta de transparencia democrática para negar entidad al reclamo palestino, y ahora que los resultados de la elección democrática no les gustan (aunque sean en buena medida la consecuencia directa de sus actos), no saben cómo disimular su hipocresía. En cualquier momento parafrasearán al Orwell de Rebelión en la granja, arguyendo que todas las democracias son iguales, pero algunas son más iguales que otras. Como argentino, no puedo más que sentir escalofríos ante los Estados que niegan la existencia a algunos de sus ciudadanos, tanto al desconocer sus derechos más elementales como al hacerlos objeto de agresión física; la experiencia de los 70 sigue siendo vívida en mi corazón. Tampoco puedo evitar mi rechazo visceral a toda forma de violencia. Recuerdo cuando, en pleno estallido de la última Intifada, tuve el atrevimiento de preguntarle a un hombre de la Red Crescent (la versión palestina de la Cruz Roja), por qué los políticos e intelectuales palestinos no lideraban una ofensiva no violenta, más gandhiana, que hiciese incuestionable la justicia de sus reclamos. Con paciencia de santo, el hombre dejó de mostrarme las esquirlas de armamento prohibido que extraían a diario de los cuerpos y me respondió: “Porque están todos presos o muertos”. Valoro a Munich como una voz que apela a lo mejor del ser humano, entre tanto grito que clama por venganza. Mi hija más pequeña lloró al terminar la película y yo lloro ahora, recordando a aquella gente maravillosa; me pregunto si todavía estarán bien, si no habrán pasado a engrosar la lista de tanta vida y tanta belleza desperdiciada. Sueño con vivir lo suficiente para llevar a mi familia a una Jerusalén recuperada para la humanidad toda, como Capital Mundial de la Paz; y visitar mezquita, iglesia y sinagoga para saludar a un dios al que, ¡por fin!, le ha salido algo bien. Mi sueño es alocado, lo tengo claro, pero no por ello es menos necesario.

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31 de enero de 2006
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Birthday

No ha escapado a mi atención, en los últimos tiempos, la forma en que los adultos tienden a minimizar la importancia de su cumpleaños. Los cumpleaños están bien para los niños, parecen sugerir, puesto que los niños valoran el nuevo jalón en su crecimiento mientras que los adultos escapan de cualquier referencia, por festiva que parezca, que les recuerde la proximidad de la muerte. A veces creo que le tememos más a la decrepitud que a la muerte, y que esa es la razón por la cual demonizamos todos sus signos: las arrugas, la salud menguante, la flaccidez, la desmemoria, cualquier señal que sugiera que ya estamos passé. Cada vez que oigo a alguien decir que olvidó su propio cumpleaños, o sugerir “que no hará nada” en la fecha, o impostar un gesto sarcástico mientras el coro entona el Feliz cumpleaños, pienso que están perdiendo su batalla contra el tiempo de la peor manera posible –porque están convencidos de que pueden emprenderla. Yo amo cumplir años. E insisto en ello hoy, porque hoy los cumplo. No es que no tema a la decrepitud y a la muerte, les tengo tanta aversión como cualquiera. En realidad se debe a… La verdad es que no sé a qué se debe. Me gustaría decir que comparto la alegría de millones de chinos, que inician su nuevo año al mismo tiempo que yo (4704, a partir de hoy), pero no estoy demasiado convencido de que sea la verdadera causa. Tampoco puedo decir que tenga recuerdos dorados de mis cumpleaños previos, ni siquiera de los correspondientes a la infancia: no recuerdo casi ninguno, debería pensar en todo caso que la alegría de los primeros festejos se me quedó grabada en el disco rígido aunque hoy no consiga acceder a él. Lo único que sé es que siento que es mi día, y que en consecuencia me asiste el derecho a vivirlo tal como me place sin rendirle cuentas a nadie. (Una convicción que, justo es decirlo, me ha acarreado no pocos inconvenientes laborales.) Hoy que puedo decidir sobre mi propio día haré cosas muy sencillas. Despertarme tarde, por lo menos en la medida en que los saludos matinales me lo permitan. Resistir a pie firme la tentación de ponerme a escribir. (Esta es la parte más dura.) Releer las partes de la biografía de Dickens que escribió Peter Ackroyd en las que describe el período de creación de David Copperfield. Quizás ver alguna película. (Resistiendo, en este caso, la tentación de aprender algo de esa visión: ¡placer, no trabajo!) Practicar tiro con arco durante un par de horas. Y por la noche recibir a la gente que quiero y que me quiere: esta es la mejor parte. Debería estar previsto por ley que uno pueda disponer del día de su cumpleaños como más le plazca. Si uno no puede reinar sobre su vida ni siquiera en su día, ¿qué le queda para el resto del año?

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30 de enero de 2006
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En defensa de los artistas inquietos

Extraño los días de Miguel Angel, cuando se consideraba natural que una misma persona experimentase (¡y triunfase!) en distintas ramas del arte. La maldición de los especialistas se hizo sentir sobre el territorio de la creación. Esto es paradójico, ya que el acceso a los medios artísticos es hoy más democrático (por economía y por practicidad) de lo que era tiempo atrás. Hace décadas eran indispensables miles de dólares para realizar una película modestísima. Hoy puede hacerla cualquiera con acceso a una cámara digital y a un ordenador. ¿Cuántas novelas habría escrito Balzac, dado que creó ochenta en veinte años escribiendo con pluma, si hubiese tenido una Macintosh a su disposición? Cada disciplina supone un cierto saber técnico, pero la técnica nunca ha sido determinante para un artista, dado que es relativamente fácil de adquirir: Orson Welles aprendió lo que necesitaba saber sobre narrativa cinematográfica cuando ya había firmado con la RKO el contrato que redundaría en Citizen Kane. Y todavía recuerdo las floridas metáforas que el músico Luis Alberto Spinetta empleaba en los comienzos, cuando explicaba al técnico de grabación qué clase de sonidos perseguía. En todo caso, la sabiduría del artista está en rodearse de colaboradores tanto o más brillantes que él, como hizo Welles con el guionista Herman Mankiewicz y el fotógrafo Gregg Toland. Lo que juega en mi contra en esta arenga es el relativo éxito de tantos artistas que intentaron el crossover en los últimos años. Algunos actores escribieron novelas: Rupert Everett, Gene Hackman, Ethan Hawke, aunque ignoro cuán buenas; sé que han tenido notoriedad por el simple hecho de publicar, sin obtener nada parecido a los elogios que suelen premiar sus actuaciones. Los músicos metidos a actores son más simpáticos que memorables: Sting, Bowie, Jagger. Algunos novelistas han dirigido: digamos que en el terreno del cine, el pobre de Stephen King (pobre en sentido poético, nomás) no dirige best-sellers, por ponerlo así. En general la prensa observa estos esfuerzos con desconfianza, como si se tratase de un capricho del artista en vez de un intento sincero de probar un nuevo cauce de expresión. Por fortuna existe gente a la que no le ha ido tan mal. El artista plástico y cineasta Julian Schnabel, director de Basquiat y Before Night Falls. El actor John Cusack ha escrito un par de guiones de muy buen nivel: Grosse Point Blank y High Fidelity. (Este último basado en la novela de Nick Hornby.) George Clooney junta hoy nominaciones por su segundo film como director, Good Night, and Good Luck. Todavía no lo he visto, pero su debut como director, Confessions of a Dangerous Mind, estaba más que bien. En la Argentina están Martín Rejtman, que dirige cine y escribe ficción, y Alan Pauls, que es novelista, periodista y guionista, y Fito Páez, que es músico y cineasta. Su búsqueda pasa a años luz de la mía, pero los respeto mucho. Y me alegra que existan y que hagan lo que hacen, porque ayudan a que me sienta menos solo.

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27 de enero de 2006
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Solo y acompañado

El amigo Sergio sugirió en un comentario que hablase del arte grupal y del arte individual. No sé exactamente a qué se refería. Puedo decir, eso sí, que como receptor uno reacciona ante la pieza artística sin que importe si es obra de un solo hombre, o de muchos. Uno piensa en la novela, o en la ópera, o en la pintura, o en la película, como en una unidad de sentido: nos da igual si la fabricaron una o mil manos. Pero claro, como autor, aquello que creo a solas y aquello que creo con otros no me da igual. Tal como dije días atrás, cuando escribo una novela soy a la vez productor, guionista, director, actor, musicalizador y responsable de los efectos especiales. Esto es maravilloso porque me pone ante una situación creativa en la que no existe más límite que el de mi talento: puedo concederme a mí mismo un presupuesto ilimitado y escribir durante años, cosa que un director de cine real no puede hacer. Soy libre. Soy feliz. Nadie se mete conmigo. (Salvo la familia, por cierto, cuando reclama que baje de mi nube.) Cuando hago cine, todo el mundo se mete conmigo. El productor, para empezar. El director, si es que escribo para otro. Y los actores, y los técnicos, y los músicos, y los diseñadores… Esto significa no uno sino miles de rompederos de cabeza. Pero yo siento que todos y cada uno de ellos valen la pena. ¿Por qué, si crear a solas delante de mi Macintosh es tanto más relajado? Tan sólo por esto: porque crear con otros me enriquece. Si uno tiene el tino de rodearse de colaboradores más talentosos que uno, lo que resulta de presentarles nuestra visión y recibir su feedback es infinitamente más rico que lo que uno había imaginado por las suyas. Me encanta crear un mundo a partir de la nada; pero disfruto tanto o más cuando la gente con la que me asocio ve cosas de ese mundo en las que yo mismo no había reparado, o me propone instancias superadoras. La idea original se espesa, adquiere texturas y sonoridades impensadas. Ya no se trata de una fantasía solipsista, sino de un universo compartido. Y ese juego es, al menos para mí, un placer irrenunciable. Jugar solo está muy bien, y jugar con otros ni qué hablar. Me han preguntado una y mil veces qué prefiero, si la literatura o el cine. Suelo responder que esa pregunta equivale a preguntar si uno ama más a mamá o a papá. Uno los ama a los dos, y desearía no tener que prescindir de ninguno. Ese es mi caso, pues. Amo la libertad absoluta de la literatura. Y también amo crear con otros. Prescindir de alguna de estas disciplinas me convertiría en un sujeto más pobre.

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26 de enero de 2006
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Elogio del ingenio

Hace pocos días tuvo lugar en los suburbios de Buenos Aires uno de esos atracos que tan sólo ocurren en las películas. Un grupo de delincuentes ingresó en un banco privado de Acassuso por la puerta principal. Una vez dentro se colocaron máscaras y anunciaron el asalto. En un gesto de aparente buena voluntad, permitieron a los rehenes comunicarse con sus familias. En cuestión de un rato la calle se convirtió en un hervidero, entre los familiares que se desgarraban las vestiduras, la prensa y la policía. Mientras se negociaba una salida para preservar la vida de los rehenes, los delincuentes vaciaron las cajas de seguridad y se dieron a la fuga por un túnel que ya tenían preparado de antemano. Cuando los policías se dieron cuenta, ya era demasiado tarde. Habían mantenido un cerco durante varias horas alrededor de un sitio que los ladrones ya habían abandonado. Al tiempo descubrieron un bote de goma, en que los delincuentes habrían emprendido la ruta por el río. A eso se le llama tenerlo todo pensado. En estas sociedades que tanto dicen valorar la iniciativa privada, no puedo menos que admirar la artesanía del golpe. Esta gente trabajó largo y duro, y planeó mucho y bien. Nadie resultó lastimado. Y en su gran mayoría, los damnificados fueron individuos que atesoraban en cajas de seguridad sumas en efectivo que no habían declarado ante las autoridades impositivas. De hecho, a consecuencia del golpe son muchos (y por ende visibles, con sus conspicuos bolsos de gimnasia) los ciudadanos que ahora desfilan a diario por los bancos para extraer dinero de sus cajas de seguridad. Algunos de estos individuos están entregando su dinero a operadores ilegales para que concreten una operación que suele denominarse “cable negro”, por la cual transfieren sus bienes a una cuenta neoyorquina por vía electrónica, pagando entre el uno y el uno y medio por ciento de lo así transferido, según informó ayer el diario Página 12. Como los bancos han hecho saber que no compensarán a las víctimas de robo más de 50.000 dólares por caja de seguridad vulnerada, es lícito imaginar que aquellos que extraen sus bienes atesoran valores muy por encima de esa suma. Y la cantidad incesante de operaciones de “cable negro” que se ve estos días permite colegir, de igual modo, que se trata de gente que esconde del fisco dinero que no puede haber hecho de formas del todo sanctas. Por eso mismo, aun cuando entiendo que el atraco al banco fue un delito y que seguramente perjudicó a algunos trabajadores honestos, no siento nada parecido a la pena por aquellos damnificados que de víctimas tienen poco, y de honestos menos. Quien roba a un ladrón…

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25 de enero de 2006
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La regla más importante

A veces la realidad conspira delante de nuestras narices. Hechos en apariencia aislados se confabulan para decirnos algo, o por lo menos intentarlo. El sábado me puse a ver los extras del DVD de El paciente inglés, en parte por curiosidad (amo esa película, y por ende me tienta saberlo todo sobre su gestación) y en parte como tarea educativa, en la inminencia del rodaje de mi primer cortometraje. De todo ese material, lo que más me interesó fue aquello en lo que había depositado las menores expectativas: la entrevista con Walter Murch, el editor de la película. Veterano de películas que yo también amaba, como La conversación y Apocalypse Now, Murch contaba las dificultades de montar un relato con tantos puntos de vista e idas y vueltas en el tiempo y en el espacio; casi inevitablemente, lo que el director y guionista Anthony Minghella había planteado en su plan original debió ser reformulado una y otra vez en la sala de edición. La intención del guión estaba clara en el papel, pero la realidad de lo filmado (la luz, la cámara, los actores, el tiempo de cada plano) les sugería a cada paso nuevos caminos narrativos. Lo anterior me hizo pensar en la soledad del narrador literario al enfrentarse a similares decisiones. Cuando uno escribe una novela o un cuento es a la vez productor, guionista, director, actor, fotógrafo, musicalizador y experto en efectos especiales. Los narradores del mundo anglosajón cuentan con la herramienta extra del editor literario, que en buena medida obra como el editor cinematográfico: ellos leen la totalidad del material y sugieren caminos alternativos, cortes aquí y allá, primeros planos o planos generales, para que el conjunto de la novela funcione mejor. Pero en el mundo literario hispanoparlante estos editores existen rara vez. Por lo general los textos originales sufren apenas correcciones de estilo. Esto deja al escritor en soledad, tratando de responderse la misma pregunta que en el cine se formulan a coro muchas voces calificadas: ¿cuál es la mejor manera de contar esta historia? Al caer la noche, haciendo zapping, descubrí que un canal de cable pasaba un documental sobre la edición cinematográfica llamado The Cutting Edge. Valía la pena, aunque más no fuese por sus muchos apuntes históricos. Al comienzo del cine, por ejemplo, la mayor parte de los editores cinematográficos eran mujeres. ¿O no se parecía el trabajo al corte y confección que en ese entonces se asociaba tanto al talento femenino? (Por suerte sigue habiendo editoras talentosísimas, como la Thelma Schoonmaker que es parte esencial del equipo de trabajo de Martin Scorsese.) Allí me enteré también de la existencia de un señor llamado Owen Marks. ¿Quién fue Owen Marks? Nada más y nada menos que el tipo que editó Casablanca, Al este del Edén y El tesoro de la Sierra Madre. El hecho de que nunca lo hubiese siquiera oído nombrar es un signo de lo poco que se valoraba a los editores en la era dorada de Hollywood. Por fortuna hoy en día se los aprecia de otra manera. El editor es el pobre Cristo que se enfrenta a miles y miles de metros de celuloide, piezas sueltas de un rompecabezas, con las que deberá responder a la pregunta sobre la mejor forma de narrar esa historia. La angustia de cualquier creador ante las combinatorias casi infinitas de esas piezas puede ser terrorífica, como cualquier novelista puede también atestiguar: ¡hay tantas miles de formas de contar la misma historia! Uno de los que daba su testimonio en el documental era, ¡otra vez!, el ubicuo Walter Murch. Por la tarde, cuando me preparaba para escribir estas líneas, recordé un libro sobre la edición cinematográfica que me habían obsequiado mis amigos de la maravillosa librería madrileña Ocho y Medio. No recordaba al autor, pero al encontrar el libro no me sorprendí: era Walter Murch. Al repasar su texto, titulado En el momento del parpadeo, encontré indicaciones de la enormidad del trabajo que suele caer encima de los editores: Coppola, por ejemplo, filmó 230 horas de celuloide para Apocalypse Now, lo cual significa que por cada minuto que acabó en la película hubo noventa y cinco que fueron a dar a la basura. Una vez atrapado por la lectura llegué al tramo en que Murch explica lo que denomina La regla de seis, esto es, y en orden descendente, la lista de los seis criterios más importantes que un editor considera a la hora de elegir tal plano y tal corte por encima de las demás posibilidades. Por supuesto, la mayoría de los criterios son técnicos: la dirección de las miradas, la ubicación espacial de los personajes… Pero el criterio principal, el número uno, el que incluso justifica que un editor se pase por el forro las consideraciones técnicas, es para Murch clarísimo: la emoción. “Lo último que se aprende en la escuela de cine, si es que se aprende,” dice Murch, es lo que más importa. No es extraño que debamos andar tanto para descubrir una verdad que conocíamos desde el comienzo, pero en la que no nos animábamos a confiar.

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24 de enero de 2006
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Un sueño

Desalentaría la noción de que los sueños de los artistas difieren de aquellos que visitan al común de los mortales cada noche. Entiendo que resulte lógico conjeturar que un profesional de la imaginación debería soñar sueños más creativos, o más desaforados que los del promedio. Pero en esto el viejo Sigmund es muy claro: el sueño es un acto psíquico impulsado por un deseo, y los deseos de los escritores son idénticos a los del resto de los humanos. Aunque siempre subsista la posibilidad de una vuelta de tuerca. Anoche soñé un sueño cuya estructura me es recurrente. En esencia es el viejo y popular sueño del niño o adolescente que llega a la escuela para descubrir que lo espera un examen del que no sabía nada, o que olvidó oportunamente: una efectiva invitación a la angustia, sólo que en este caso, adaptada a mi mundo de adulto. Como viene ocurriéndome en los últimos meses, sueño que estoy trabajando en el mismo diario donde trabajé durante los años agónicos del ya difunto siglo XX. De inmediato siento malestar, porque descubro que sigo allí aun cuando no quiero estarlo: mi deseo de dedicarme por completo a la escritura de ficciones es fortísimo aun en pleno pasaje onírico. El relato suele adquirir entonces el tono de una pesadilla amable, me encuentro atrapado por una red de la que ya creía haberme liberado pero que se cuela en mis sueños para reclamarme como su víctima. A veces aparecen viejos colegas, ante los que trato de disimular que he olvidado que trabajaba allí, y por ende descuidado mis tareas. Pero el sueño de anoche tuvo un twist que me causó mucha gracia. Apenas llego a la redacción, alguien me ofrece el tubo de un teléfono. Atiendo. La voz del otro lado me dice, lacónica: “Roth”. En ese instante recuerdo que me habían asignado una entrevista con el escritor Philip Roth (el de El lamento de Portnoy y La mancha humana), de la que me había olvidado por completo. Sintiéndome indigno, al recibir el llamado de un gran escritor sin haber siquiera pensado algunas preguntas para hacerle, no atino más que a cortar. ¡Le corto la comunicación a Philip Roth! Y así acaba el sueño, ahorrándome la indignidad de lo que hubiese sido un justo despido. ¿Significa el sueño que siento culpa ante Philip Roth porque nunca terminé de leer American Pastoral? ¿Significa el sueño que deseo comunicarme con mi amiga Cecilia Roth? El sueño es tan modesto que ni siquiera da pie a excesivas especulaciones. Si los artistas nos diferenciamos en algo, es en todo caso por nuestra propensión a soñar despiertos. Son esos sueños los que marcan la diferencia.

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23 de enero de 2006
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El Boomeran(g)
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