Marcelo Figueras
No ha escapado a mi atención, en los últimos tiempos, la forma en que los adultos tienden a minimizar la importancia de su cumpleaños. Los cumpleaños están bien para los niños, parecen sugerir, puesto que los niños valoran el nuevo jalón en su crecimiento mientras que los adultos escapan de cualquier referencia, por festiva que parezca, que les recuerde la proximidad de la muerte. A veces creo que le tememos más a la decrepitud que a la muerte, y que esa es la razón por la cual demonizamos todos sus signos: las arrugas, la salud menguante, la flaccidez, la desmemoria, cualquier señal que sugiera que ya estamos passé. Cada vez que oigo a alguien decir que olvidó su propio cumpleaños, o sugerir “que no hará nada” en la fecha, o impostar un gesto sarcástico mientras el coro entona el Feliz cumpleaños, pienso que están perdiendo su batalla contra el tiempo de la peor manera posible –porque están convencidos de que pueden emprenderla.
Yo amo cumplir años. E insisto en ello hoy, porque hoy los cumplo.
No es que no tema a la decrepitud y a la muerte, les tengo tanta aversión como cualquiera. En realidad se debe a… La verdad es que no sé a qué se debe. Me gustaría decir que comparto la alegría de millones de chinos, que inician su nuevo año al mismo tiempo que yo (4704, a partir de hoy), pero no estoy demasiado convencido de que sea la verdadera causa. Tampoco puedo decir que tenga recuerdos dorados de mis cumpleaños previos, ni siquiera de los correspondientes a la infancia: no recuerdo casi ninguno, debería pensar en todo caso que la alegría de los primeros festejos se me quedó grabada en el disco rígido aunque hoy no consiga acceder a él. Lo único que sé es que siento que es mi día, y que en consecuencia me asiste el derecho a vivirlo tal como me place sin rendirle cuentas a nadie. (Una convicción que, justo es decirlo, me ha acarreado no pocos inconvenientes laborales.)
Hoy que puedo decidir sobre mi propio día haré cosas muy sencillas. Despertarme tarde, por lo menos en la medida en que los saludos matinales me lo permitan. Resistir a pie firme la tentación de ponerme a escribir. (Esta es la parte más dura.) Releer las partes de la biografía de Dickens que escribió Peter Ackroyd en las que describe el período de creación de David Copperfield. Quizás ver alguna película. (Resistiendo, en este caso, la tentación de aprender algo de esa visión: ¡placer, no trabajo!) Practicar tiro con arco durante un par de horas. Y por la noche recibir a la gente que quiero y que me quiere: esta es la mejor parte.
Debería estar previsto por ley que uno pueda disponer del día de su cumpleaños como más le plazca. Si uno no puede reinar sobre su vida ni siquiera en su día, ¿qué le queda para el resto del año?