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El imbécil europeo

Por 30 de enero de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Anoche regresé a una Barcelona lluviosa y helada tras unas semanas haciendo un reportaje en el Perú. He vuelto a abrazar a mi novia, he dormido catorce horas y ahora trato de poner en orden mis pensamientos sobre mi propio país, en el que no vivo desde el año 2000.
Lo primero que me hizo sentir raro en Lima fue asistir al montaje de mi propia obra teatral, “Tus amigos nunca te harían daño”, un texto muy generacional sobre un grupo de amigos que escribí cuando tenía 23 años. Desde que dejé Lima, la obra se ha representado con sorprendente frecuencia en el Perú y América Latina. Y aún ahora, la encuentro divertida: tiene mucho ritmo y sus diálogos son muy ingeniosos. Pero no me reconozco como su autor. Me parece de una inocencia conmovedora. Por momentos, mientras veía el montaje, pensaba “¿esas eran mis preocupaciones? ¿Así éramos nosotros? ¿Tan cerrados y endogámicos?” Supongo que sí, y que entre las pocas virtudes del texto, figura, lamentablemente, la honestidad.
Otra cosa extraña fue lo fácil que me resultaba hacer un reportaje. En Lima, tengo acceso a muchas fuentes importantes entre analistas, políticos y funcionarios, básicamente porque casi todos son mis tíos. Eso significa también que todos viven en el mismo barrio. Una mañana, por casualidad, encontré a cuatro de mis potenciales entrevistados desayunando al mismo tiempo en la panadería San Antonio. En cualquier otra ciudad, conseguir esas entrevistas me habría tomado tres o cuatro días.
Muchos desastres de mi país se deben a un grupo muy reducido de gente del que yo formo parte. En los restaurantes de Miraflores y San Isidro, es imposible entrar sin saludar a viejos conocidos, y entre ellos siempre están los creadores de opinión, los periodistas importantes, los intelectuales, los funcionarios, los empresarios. Para los cambios sociales es necesario el debate, y yo me pregunto qué debate vamos a tener si todos esos grupos formamos casi una familia.
Significativamente, mis amigos han cambiado de estatus social. Cuando me fui, todos éramos casi unos estudiantes. Ahora, muchos de ellos –incluso los que estudiaron literatura bajo amenaza de morir de hambre- viven en departamentos con vista al mar y alquilan casas de playa durante el verano. Casi todos van a votar por los candidatos conservadores.
Un día, medio en broma y medio en serio, le digo a uno:
-Por ti, claro, que este país siga igual. En un país más justo, tendrías que pagar más por el alquiler y por el servicio doméstico, y te costaría más superar a la competencia para conseguir un puesto en un ministerio o un banco.
Medio en broma, medio en serio, él responde:
-En este país, gobierne quien gobierne, a mí me va a ir bien. Simplemente porque no hay suficiente gente que sepa cómo funcionan los bancos o los ministerios. Ni siquiera hay suficientes alfabetizados. Para que las cosas funcionen, nosotros somos imprescindibles.
Hace seis años, mis amigos y yo solíamos burlarnos del imbécil europeo, el típico desubicado de aire intelectual que vive en una sociedad bien organizada y es incapaz de entender el funcionamiento de otras más conflictivas y complejas. La variante subdesarrollada del imbécil europeo es el progre latinoamericano, que añade a esas características el aire sabiondo de sus críticas o, si tiene educación católica, el complejo de culpa.
Creo que me estoy convirtiendo en todo eso.

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