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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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TV or not TV

Una de mis hijas suele decir que prefiere nadar en aguas turbias, porque no le gusta darse cuenta de que el mar está lleno de peces que le pasan demasiado cerca. Yo, en cambio, prefiero las aguas claras y transparentes, porque la contemplación de las criaturas marinas no sólo me impide olvidar que formo parte de un entorno, sino porque además me produce un placer estético. Cada vez que repetimos este pequeño intercambio de opiniones, no puedo evitar pensar que mi hija y yo hablamos de algo que va mucho más allá de nuestras preferencias natatorias.

Me asombraron algunos de los comentarios que recibí a partir del blog del viernes pasado, donde se hablaba, entre otras cosas, del contacto con la realidad (o de la falta de él) como parte de la educación de los niños. Descubrir que todavía hay gente que considera posible negar a la televisión me tumbó de espaldas. Yo estaba convencido de que esta discusión había caducado hace no menos de tres décadas, y que a partir de entonces habíamos asumido que la televisión (y todas sus extensiones creadoras de realidad virtual, como por ejemplo la internet en que este texto circula) ya formaban parte indivisa de nuestro paisaje mental; la discusión pendiente, en todo caso, era por una parte cómo utilizar esos instrumentos para crear consciencia y comunión y arte en lugar de más barbarie, y por la otra cómo enseñar a “leer” y a relacionarse con los significados que produce. La televisión basura y los usos degradantes de la internet deberían ser un recordatorio cotidiano de que esta discusión está lejos de haber sido zanjada, y que deberíamos aplicarnos a ella en lugar de pretender el regreso a una Arcadia que no sólo es imposible, sino además reaccionaria, porque supone que el precio de nuestra felicidad puede ser pagado a costa de la negación de todos los demás.

Lo que me inquietó fue intuir que detrás del rechazo a la televisión asoma la tentación de cerrar puertas a la verdad; una preferencia por nadar en aguas turbias, aun cuando esto suponga optar por no ver al tiburón que se me aproxima. Yo prefiero ver, qué quieren que les diga. En los años que llevo de vida, no he encontrado nada que me convenza de que la ignorancia es mejor que la consciencia. El otro día leí en alguna parte que envejecer es aprender a contemplar en 360 grados, aprender a ver la totalidad del panorama, y yo creo que medios como la TV e internet colaboran con esta tendencia: nos ayudan a estar más conectados con lo que ocurre, pero en especial nos ayudan a abrirnos a la existencia de los otros. Yo creo que vivo mejor en la certeza de que existe otra gente a la que le pasan cosas de las que me preocupo por tener noción: mi espíritu se siente más conectado y me vuelve más solidario aun cuando no pueda hacer algo concreto por todos ellos, porque me consta que en cada pequeña cosa que hago por mi vecino estoy tendiendo la mano también a mi hermano de Irak, o de Bolivia, o de Ghana. Y que quede claro que no he dicho que vivo con menos sufrimiento, sino que vivo mejor.

A mi la televisión, y la información en general, no me anestesia: me sensibiliza. Estar al tanto de las barbaridades que ocurren sólo es desmovilizador para alguien que de todas formas no pensaba mover un dedo para hacer otra cosa que autosatisfacerse. Si algo bueno hace la televisión es demostrarnos cuán imposible es construir una felicidad individual duradera en el mundo de hoy. Ahora nos consta que la Tierra es una nave que todos compartimos, para la que por el momento no hay repuesto; y que si decidimos dar la espalda a esta responsabilidad no podremos quejarnos cuando la nave se hunda o se convierta en un sitio inhabitable –por catástrofe ecológica o por crueldad política. Esto es algo que ya entendía Edgar Allan Poe mucho antes de la invención de la televisión: es posible jugar durante algún tiempo dentro del castillo (o del barrio privado, o del country) mientras la mugre, la violencia y la miseria campean afuera, pero tarde o temprano la muerte roja encontrará la manera de colarse en nuestro mundo feliz. Y entonces será el fin, y habrá un llanto y un rechinar de dientes que bien podría haber sido evitado de no haber sido tan ilusos, ¡y tan egoístas!, los habitantes del castillo.

No puedo juzgar a la Elizabeth Costello de Coetzee más que por el fragmento que alguien colgó en el blog, pero considero que esos párrafos avalan mi razonamiento. Por supuesto que enterarme de las insondables crueldades que el ser humano ha cometido y comete me hace sentir sucio y lleva a mis labios el mismo grito de ¡obscenidad! Pero creo que no existe forma de arribar a la mejor versión de mí mismo que no pase por la asunción de mis propias miserias; yo necesito entender que ese nazi y ese genocida argentino participan de mi misma humanidad, que su existencia me interpela y me pone a prueba constantemente, porque no se diferencian de mí en nada –en nada que vaya más allá de sus elecciones. Y lo único que se aproxima a una garantía de que yo vaya a tomar decisiones diferentes a las de estos señores en situaciones similares, es la posibilidad de llegar al momento de la decisión habiendo visto en 360 grados, habiendo nadado en aguas claras, habiendo entendido que ese chinito que reclamaba en la Plaza Roja y esa mujer castrada en Mauritania y ese bebé muerto por el cañoneo israelí soy yo mismo, yo, los míos y mis hijas, tan sólo con diferentes disfraces -una consciencia que en buena medida debo a los diarios, a la internet y a la televisión.

Lo que me tranquiliza respecto de mi hija es la consciencia de que sabe, y se preocupa por saber, en qué mundo vive. Su preferencia por las aguas turbias se limita al mar y a algunas zonas de su historia que ya revisará con el tiempo. Yo no sería un buen padre si no le diese margen para crecer a su propio ritmo. A pesar de saber con fundamento cuán necio puede ser, no pierdo la esperanza en el animal humano.

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19 de junio de 2006
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¿Adiós a las armas?

Esta historia es real.

El hombre compró el juguete para su hijo por tan sólo cinco pesos con cincuenta, el equivalente a poco más de un euro. Pensó que se había llevado una ganga, que haría feliz a su niño con tan poco. Había examinado la mercadería superficialmente, debido al apuro por llegar a casa antes de que cayese la noche: vio la pistolita de plástico, el par de esposas atadas al cartón por tiritas y cubiertas por un plástico transparente. Police Set, decía el cartón que oficiaba de base. Made in China. (Siempre Made in China).

Fue después, cuando el pequeño ya había destrozado plástico, cartón y tiritas, que advirtió algunas de las idiosincracias del set. Para empezar, la pistolita tenía como accesorio un silenciador. Se preguntó: ¿desde cuándo la policía dispara con silenciador, como si tuviese algo que ocultar? Pero nada lo preparó para el más colorido de los accesorios: una pequeña picana, cargada con una pila para producir descargas eléctricas –descargas leves, pero no por ello menos reales.

Una vez repuesto de su impresión, el hombre tuvo el tino de acudir a la Justicia y la Defensoría del Pueblo actuó de inmediato, solicitando a los comerciantes el retiro del Police Set de todos los estantes y vidrieras. La Defensora, Alicia Pierini, destacó ante la prensa la contradicción que emanaría del enseñarles a los niños sobre la cuestión de los derechos humanos –que figura en la currícula escolar, como uno de los correctivos a la experiencia de la dictadura en los 70- y después sugerirles, desde el juego, que es normal que un policía dispare envuelto en la protección del silencio y que torture a sus detenidos.

Yo no soy de los que creen que hay que prohibir el uso de las armas de juguete. Si lo hiciese sería infiel al disfrute que me ofrecieron cuando niño. Siempre me fascinaron, todavía hoy colecciono espadas y réplicas de pistolas y practico tiro con arco y flechas. (Lo cual me inhabilitaría moralmente para fingirme contrario a las armas de juguete; gracias al cielo que tan sólo tuve hijas mujeres, al menos hasta hoy). Sin embargo nunca utilicé un arma real en contra de nadie, y conste que la vida en este país me ha dado más de una excelente excusa para hacerlo.

El universo Barbie que subsumió la experiencia de juego con mis hijas me eximió de poner a punto una política sobre las armas de juguete, pero si debiese formular una de apuro diría: la violencia es parte de la vida, y en particular de la experiencia humana. Yo no querría formar criaturas violentas, pero tampoco criaturas que no supiesen cómo desenvolverse en este mundo. Si empezase prohibiéndoles las armas de juguete debería continuar prohibiéndole los programas de TV que ven todos sus compañeros, y terminaría vedándoles la visión de los noticieros. Y así formaría personalidades desgajadas de la realidad, y por ende débiles a la hora de plantarse ante la vida. Mi objetivo sería más bien mostrarles las cosas que ocurren a diario en el mundo, para que sepan dónde están parados, e imbuirlos a la vez de un respeto a todas las formas de vida que no convierta a la violencia en tabú, en algo oculto y por ello tentador, sino a la no violencia en una elección consciente –la elección superior, propia de los más fuertes.

Celebro la decisión de este padre, que enseñó a su hijo que la tortura constituye un delito y que por ello cualquiera que la practique es un delincuente –aún tratándose de un policía. Ese niño no sufrirá shock alguno cuando preste atención a los noticieros, por el contrario, estará preparado para asimilar la verdad. Y celebro la eficiencia de la Defensoría del Pueblo, que esta vez hizo honor al rimbombante título de su oficina.

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16 de junio de 2006
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La ley primera

Hace pocos días, en plena efervescencia mundialista, alguien tuvo la peregrina idea de encargar una encuesta para determinar cuáles son las selecciones a las que nosotros, argentinos, desearíamos ver morder el polvo. La que salió más votada fue la de Inglaterra. Suena lógico. La rivalidad futbolística con los ingleses es un clásico, amenizado siempre por la anécdota del gol que Maradona atribuyó a “la mano de Dios”. En tercer lugar salió la selección de Estados Unidos. También lógico. Aquí la rivalidad no es futbolística, sino política. Son muchos años de tolerarles cosas a esta gente, algunas personales como el apoyo a la dictadura (aquí el gol nos lo hizo la mano de Kissinger) y otras más generales, como Irak, la complicidad con la política bélica israelí, Guantánamo, las horrendas películas que Hollywood nos inflige, American Idol, las retrógradas teorías que desmienten a Darwin, el éxito de la novela El código Da Vinci, Ronald McDonald… (Dejo una línea de puntos después de los suspensivos, para que cada uno pueda agregar su propia queja). .........................................................................................................

Pero el segundo puesto de la encuesta, es decir la segunda selección que nos complacería ver derrotada, es la de Brasil. Acá alguno dirá: también es lógico, existe una larga rivalidad futbolística entre Brasil y Argentina, una disputa eterna para dirimir cuál de las dos naciones es la mejor en la historia de los mundiales. Soy consciente de ello, del mismo modo en que me consta que a veces competimos con nuestros propios hermanos carnales. Pero también soy consciente de que por más que protestemos contra nuestros hermanos, llegada la hora de la verdad estaremos de su lado, apoyándolos contra lo que José Hernández denominaba en el Martín Fierro “los de afuera”. Si en la batalla en pos de un puesto de trabajo ya he perdido mi propia oportunidad, y la cuestión se reduce a elegir entre mi hermano y un extraño, ¿no rezaré para que sea mi hermano quien obtenga el puesto?

La naturaleza humana es retorcida, ya lo sé. Muchos estarán pensando que no siempre uno le desea lo mejor a su hermano. Morrissey sabía de qué hablaba al titular una de sus canciones Odiamos cuando nuestros amigos se vuelven exitosos. Pero a la vez que somos capaces de reconocer la existencia de estos sentimientos oscuros, no podemos menos que reconocer que deberían avergonzarnos. Sabemos que se trata de pulsiones negativas, y que seríamos una mejor versión de nosotros mismos en el preciso instante en que lográsemos superarlas. Durante mucho tiempo atribuí esta zoncera argentina al hecho de que nos creíamos distintos del resto de América Latina. Esto ya acabó, la crisis económica nos enseñó que estábamos equivocados, siempre fuimos parte de Latinoamérica y hoy somos más Latinoamérica que nunca: deberíamos haber aprendido la lección. ¡Ya no nos queda excusa alguna para ser necios!

Yo apoyo calurosamente a la selección argentina de fútbol. Ahora bien, si quedamos eliminados en el camino, mi corazón estará con cualquier selección latinoamericana, y en particular con Brasil, en tanto siga simbolizando el jogo bonito, esto es el costado estético del deporte y la alegría del juego. Si nuestro continente se queda a mitad de camino, gritaré por España –por afinidad, pero ante todo por afecto- y si no por cualquiera de los seleccionados africanos: esa pobre gente se merece una alegría todavía más que nosotros.

Y a aquel que insista en poner una estúpida rivalidad futbolística por encima de la fraternidad y del sentido común, le recordaré la leyenda que suele adornar los retratos del Che Guevara que de tanto en tanto aparecen pintados en la calle: no me lloren, crezcan.

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15 de junio de 2006
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Sobre los neo-bárbaros

Hay veces en las que me pellizco para despertar de la anestesia que inocula la costumbre. Leo de los muertos en la playa palestina, entre los cuales hay niños veraneantes, maldigo entre dientes como siempre y doy vuelta a la página para ver qué otra cosa ocurrió en el mundo. Mi anestesia no dura demasiado porque la noticia retorna al otro día, con voceros de las fuerzas armadas israelíes pretendiendo que se trató de “un error”. Y reaparece ayer una vez más, con los mismos voceros desdiciéndose (¿no se les paga a los voceros para que presenten argumentos convincentes?) y atribuyendo el incidente a una mina de Hamás. Estos israelíes escucharon tantas veces el cuento de que los terroristas se devoran a sus niños que han empezado a creérselo. Decir que Hamás colocaría una mina para contener una posible incursión israelí, sin retirarla después o avisar a su gente, es un disparate. Tan absurdo como imaginar que los españoles podrían minar una playa del Mediterráneo tratando de evitar la llegada de pateras, y olvidarse de alertar a la población que rodea el lugar. Por supuesto, antes de que se pueda llegar a conclusión alguna sobre este asesinato la realidad se supera a sí misma: el ejército israelí vuela un autobús. Mata a dos activistas, pero también a inocentes –entre ellos dos niños. (Más niños. Y después la gente se pregunta por qué hay tantos niños en mis ficciones. Son los fantasmas que me visitan a diario). Los voceros ya dicen que fue un error. Quizás mañana arguyan que uno de los niños llevaba una bomba dentro de la vianda con que iba al colegio. Pobres soldados israelíes, tan estresados que al principio creen haber bombardeado desde su barco y disparado un misilazo y después comprenden que no, que nunca hicieron tal cosa.

La masacre de inocentes es tan vieja como la civilización –y por supuesto, más aún. Pero por lo general la asimilamos a la clase de tiempos que denominamos bárbaros. Es cosa digna de un Atila, de personajes despiadados que se expresan en un idioma gutural. En cuanto podemos, tratamos de soslayar hasta qué punto la actual civilización fue erigida sobre la sangre de inocentes: durante la conquista de América y de África, durante la guerra contra los nativos en los Estados Unidos, en la Argentina, en México, en Perú, en Bolivia… Hubo una época en la que se pensó que podían aplicarse criterios normativos a las guerras, someterlas a ciertas normas de fair play. Pobre Marqués de Queensberry. El siglo XX arrasó con sus ilusiones al bombardear Guernica, Londres y Berlín, al convertir a Auschwitz en un sitio tristemente célebre, al devastar Hiroshima y Nagasaki. Los políticos apelan a argumentos que, al calor del presente Mundial de Fútbol, no sería inadecuado denominar resultadistas: el fin justifica los medios. Las cuentas cierran. Los muertos de Hiroshima y Nagasaki son un buen negocio porque significan menos muertos –eso dicen- de los que hubiese producido la Segunda Guerra de prolongarse. Y son menos muertos todavía porque viven lejos, hablan otro idioma y no conocemos ni siquiera uno de sus nombres. Son menos que muertos: son garabatos en el diario, palabras huecas en el informativo de la radio.

Temo que nos estemos volviendo demasiado permeables a esta dialéctica del mal necesario. El lunes por la noche vi episodios de Lost y de 24, dos de las series que sigo semanalmente. En ambos había un personaje protagónico, uno de los “buenos”, que torturaba a otro para obtener una información que, de resultar cierta, ayudaría a la supervivencia de un grupo. Parecían la misma serie, no sólo porque escenificaban escenas de tortura, sino porque esgrimían los mismos argumentos. Es verdad que cualquiera de nosotros estaría dispuesto a hacer cosas terribles para proteger a los suyos. Pero en todo caso sólo lo haríamos en situaciones extremas, verdaderamente límites –si es que aceptamos hacerlo. Los poderes fácticos tratan de convencernos de que todos los días existe una situación límite que justifica el uso sistemático de semejantes medios. Si ese fuese el caso, si la preservación de nuestro modo de vida supusiese sí o sí la práctica de atrocidades, deberíamos replantearnos cómo queremos vivir. Mi experiencia como argentino me ha vacunado para que desconfíe de estos “protectores” que matan y torturan para que yo, presuntamente, pueda seguir viviendo en paz. Descreo de la violencia en general, pero abomino de la violencia ejercida desde los Estados, sobre todo ahora que ya no es tan sólo defensiva, sino, como les gusta decir, “preventiva”, y por ende se permite atacar antes de ser atacado. Esto es, cometer un crimen cierto para evitar un crimen hipotético. Y después dicen que Minority Report era una película de ciencia ficción.

Prefiero vivir simplemente –quiero decir, vivir en lo que muchos tildarían de pobreza material- antes que justificar barbaridades hechas en mi nombre. Estos son tiempos bárbaros, e incluso más bárbaros que aquellos que ya portaban el adjetivo –porque hoy somos bárbaros no por ignorancia, sino a consciencia. Y perdonen el brulote. Hoy volví a conocer la indignación.

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14 de junio de 2006
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Viajando con Claire Denis

Hasta no hace mucho no había una sola mujer entre los directores de cine que me gustan de verdad. Durante algún tiempo seguí a Kathryn Bigelow, especialmente a causa de Point Break, pero Bigelow filma a la manera de un hombre, películas de género violentas y adrenalínicas; en este sentido, es más de lo mismo. Además el ídolo se me quebró con K-19, esa de submarinos en la que Harrison Ford pretende hablar con acento ruso. Ahora hay dos cineastas que me fascinan: Claire Denis e Isabel Coixet. (Intuyo que le está faltando Lucrecia Martel a esta lista, pero debo admitir, ¡mea culpa!, que no he visto ni La ciénaga ni La niña santa.)

Durante este fin de semana disfruté de un programa doble de películas de Claire Denis, que constó de su debut, Chocolat (1988) y de la hipnótica Beau Travail (2000). Chocolat es producto de la infancia que Denis pasó en África, pero está lejos de ser la postal edulcorada de la niñez a que Hollywood nos tiene acostumbrados. Ni siquiera creo que sea un film sobre el colonialismo, como se dice por ahí. Sería inapropiado decir que las películas de Denis tratan sobre un tema determinado: más bien están construidas sobre la certeza de que ninguna película puede agotar un tema ni ser definitiva al respecto, por lo que Denis se contenta con establecerlo y dejarnos en su compañía para que los espectadores hagamos el trabajo que nos toca –y al que de esta manera ya no podremos rehuir- una vez que salimos de la sala. En todo caso Chocolat es una película sobre el despertar del erotismo, visto por una mujer que recuerda su infancia en Camerún. Uno de los rasgos que valoro en Denis es la simpleza con que aborda cuestiones engorrosas. En Chocolat el fin de la infancia no es un relato romantizado y lírico sino apenas algo inevitable, como el fin del colonialismo. Me gusta el detalle de la pequeña France quemándose la mano con el caño del generador y borrando las líneas de su palma: dejar de ser niño significa, ante todo, comprender que nuestro futuro ya no es predecible.

Beau Travail es una adaptación del Billy Budd de Herman Melville, trasladada al presente, al norte de África y a los hombres de la Legión Extranjera. La década transcurrida desde Chocolat se hace evidente en la libertad con que la narración procede, a esa altura Denis ya es una cineasta segura de sí misma y de sus recursos estilísticos. Nuevamente se trata de la crónica de una obsesión, en este caso la de un oficial por un nuevo legionario: como en Billy Budd, la perfección del recién llegado inspira en el oficial la necesidad de destruirlo. Y otra vez Denis construye tensión de manera magistral, para al fin privarnos de una catarsis predigerida, tranquilizadora. El momento del estallido, en que el joven legionario golpea a su superior, está filmado de forma no naturalista: Gregoire Colin no finge golpear, tan sólo mueve su puño lentamente hasta la mandíbula de Denis Lavant, sin falsa violencia; no simula el acto, apenas lo indica.

Me gusta que las películas de Denis me obliguen a moverme, que me expulsen de ese paraíso autoindulgente que es la butaca de un cine; a veces lo hace trasladándome a sitios exóticos, como en Chocolat y Beau Travail, y en otras mostrándome lugares incómodos del alma, como en la canibalística Trouble Every Day. Me gusta que entienda tan claramente que el cine es una experiencia sensorial, del cual la narrativa convencional es apenas la punta del iceberg; la escena final de Beau Travail es inolvidable aun cuando sólo muestra a un tipo que baila delante de un espejo: ese muñeco desarticulado –inmejorable Denis Lavant- expresa todo lo que hay que expresar. Y me gusta que no haga todo el trabajo por uno. Claire Denis nos niega la catarsis, el contraplano, la satisfacción artificial, del mismo modo en que la vida se lo niega a sus personajes: France no llegará a ver la casa de la infancia en Camerún, Galoup es expulsado de la Legión para enfrentarse a un futuro tan incierto para él como para el espectador.

Cada vez que veo una película de Claire Denis, la palma de mi mano pierde todas sus líneas y el cine se convierte en un viaje que nunca es turístico. ¿Qué más se le puede pedir a un autor, en un mundo que suele conferir a las películas la predictibilidad de un videogame?

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13 de junio de 2006
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Punto de vista

Estaba, por razones ajenas a mi voluntad, buscando fotos viejas de mí mismo. Pronto comprendí que la búsqueda no iba a ser fácil. Las escasas fotografías en que aparezco están dispersas por media ciudad. Algunas se encuentran prensadas dentro de un álbum desvencijado que mi padre dejó, creo, al cuidado de mi hermana: son las primeras fotos de mi vida. Estas fotos en blanco y negro están impresas en papel. Hablan de un mundo en el que todavía había tranvías, discos de vinilo y televisores sin control remoto. Hablan de un mundo en que los teléfonos se discaban y eran tan portátiles como el largo de su cable. Un mundo, coincidirán conmigo, que ya no existe.

Otra tanda de fotos tiene la forma de diapositivas, esos fotogramas apresados en el interior de marquitos de cartón o de plástico que sólo podían apreciarse mediante el uso de un proyector. Creo que esas fotos también quedaron en lo de mi hermana. No hace tanto las volvimos a ver en sesión familiar. (¡El viejo proyector todavía funciona!) Estas diapositivas mostraban un mundo que ya había adquirido color: eso sí, con tonalidades Kodak, chillonas y precarias. Las fotos hablan de un universo de flequillos y pulóveres con guardas, en el que mi familia todavía estaba entera y yo fruncía el ceño de manera constante. A mi madre le encantaba ponerme a posar frente al sol. Se tomaba todo el tiempo del mundo antes de disparar y siempre terminaba haciéndolo cuando yo, enceguecido, cerraba un ojo o los dos a la vez.

Mi adolescencia coincide con la popularización de las fotos a color impresas en papel. Desde entonces, y hasta la invención de las fotos digitales, mis retratos se convierten en una realidad tan caótica y esquiva como la de mi vida durante el mismo período. No conservo casi ninguna de esas fotos. Algunas deben haber quedado en manos de mi ex mujer, que seguramente las convirtió en humo. Las muestras con que cuento son la prueba perfecta de la búsqueda de identidad (si hubiese que adjetivar esta búsqueda, la palabra desesperada no constituiría una exageración) en la que estaba embarcado. Fotos con pelo largo y con pelo corto, fotos con anteojos y sin ellos, fotos con barba y bigote y fotos de un yo lampiño, fotos en las que tengo un look de joven educado, y de clon de Jim Morrison, y de detective sacado de División Miami. (Uno de los motivos por los que me alegra que mi primera novela sea hoy inhallable es que con ella se ha ido la foto en la que parecía una premonición de Harry Potter. Todavía conservo aquellos anteojos, que a mis hijas les encanta probarme para poder reírse de mí a sus anchas. Sólo que mi cara ha perdido los cachetes de aquella juventud. Hoy me parezco más a Elvis Costello, lo cual me alegra: me gusta más Costello que Harry Potter).

Repasar estas imágenes significó mucho más que un ejercicio en la nostalgia. Me hizo pensar en todos aquellos mundos que ya no existen, y en todas aquellas personas que se fueron con ellos. (Por ejemplo mi madre; ya no hay nadie que me obligue a dar la cara al sol, es algo que en todo caso debo hacer por propia decisión). También me hizo pensar que mi fotogenia acabó en el instante en que obtuve consciencia de mí mismo: de pequeño salía bien en las fotos, pero apenas entendí que yo era yo, y que un día dejaría de serlo, mi actitud empezó a trasuntar rebelión ante la idea del fin; la anti-fotogenia como modo de protesta. Me hizo pensar en cuántos fui, antes de encontrarme a mí mismo; y en cuán precaria es mi seguridad actual, ahora que mi imagen no es más duradera que el banco de datos que la almacena, ni más definida que una suma precisa de pixeles.

Ya casi no aparezco en las fotos, salvo por error o en los retratos grupales propios de las fiestas. Esto también significa algo que me gusta pensar: que tengo hijos y amores que son más importantes que yo, y por los que vale la pena desplazarse al otro lado de la cámara. Imagino que esto es algo que nos ocurre a muchos, pero no puedo dejar de decirme que esta elección tiene mucho que ver con otra que la antecede, la de mi forma de vida. Escribir ficciones, tanto literarias como cinematográficas, se parece mucho a sacar fotografías. Y cuando se trata de pegar el ojo al visor, yo prefiero ver a otros antes que a mí mismo. El del autorretrato me parece un género pobre. Soy de los que cree que uno es lo que mira. Y el mundo está lleno de cosas más interesantes que mi triste figura.

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12 de junio de 2006
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La última tentación de Scorsese

Voy a cometer un sacrilegio.

Estaba husmeando en el site de Harry Knowles, Ain’t It Cool News, como hago al menos un par de veces por semana en busca de información sobre la clase de películas que más disfruto. (Fantasía, acción, ciencia ficción: ¡lo anti-Cannes!) Y encontré un par de comentarios sobre la nueva película de Martin Scorsese, The Departed. Es verdad que no se los puede tomar muy en serio, dado que han sido sugeridos por la visión de una película que aún no está terminada: se trata de esas exhibiciones a modo de test o work in progress a que los norteamericanos son tan afectos. Pero de todas formas los comentarios no eran alentadores, lo cual trajo a mi mente una pregunta que me ronda desde hace tiempo: ¿será que Scorsese está acabado, como sugieren sus últimas películas?

Antes de que se desgarren las vestiduras, déjenme decir que Scorsese fue uno de mis directores predilectos durante décadas. A lo largo de mi carrera he entrevistado a mucha gente talentosa, pero Scorsese es el único con quien me saqué una foto. (Está muy buena, sobre todo porque parezco altísimo a su lado.) Películas como Taxi Driver y El toro salvaje forman parte de mi lista de favoritas de todos los tiempos. Cuando quedó claro que no estrenarían en la Argentina La última tentación de Cristo, me tomé un barco y fui a verla a Montevideo. Terminé de leer la novela original de Nikos Kazantzakis durante el viaje. La excursión valió la pena. En la puerta del cine todavía estaban las manchas rojas que había dejado la pintura arrojada por un ortodoxo enfurecido.

Pero desde Goodfellas, que quizás sea su última gran película, tengo la persistente sensación de que Scorsese perdió el rumbo. Es verdad que en todas sus obras subsecuentes hay grandes momentos, desde Cape Fear hasta Gangs of New York. (Mi subconsciente me traiciona, acabo de dejar a The Aviator fuera de la lista. Es una película tan inconsistente, que la vi tan sólo para olvidarla inmediatamente.) Pero se trata de secuencias aisladas, o de placeres marginales dentro de las películas: la reutilización de la música de Bernard Hermann en Cape Fear, la actuación de Daniel Day-Lewis en Gangs –devorándose a Di Caprio y escupiendo sus huesitos. Como relatos completos, ninguna de las películas posteriores a Goodfellas me convenció de verdad.

Es verdad que sigue siendo un maestro de la narrativa. No hace falta que yo diga que Scorsese es un apasionado del cine hasta la locura, puesto que su pasión es vox populi, aunque puedo agregar mi perlita personal: cuando lo entrevisté en Venecia, en ocasión de la exhibición de La edad de la inocencia, me preguntó de qué país venía. Respondí que era argentino y le brillaron los ojos al decir: “Uh, justo antes de venir estuve viendo La casa del ángel”. ¡Scorsese es tan enfermo del cine, que hasta es experto en las películas de Leopoldo Torre Nilsson!

Lo que quiero decir es que su maestría en el arte de narrar se ha visto deslucida, creo, desde que dejó de tener claro qué quería contar. Alguna vez comenté en voz alta que sus mejores películas eran las que tenían guión de Paul Schrader, y Marcelo Piñeyro me tiró por la cabeza Goodfellas, La edad de la inocencia, Casino… Ninguno de los dos está del todo equivocado. (En el fondo se trataba de una discusión gremial: yo defendía al guionista y Piñeyro al director.) Esas películas de las que hablaba Marcelo están buenas de verdad, pero a la vez evidencian el paulatino ausentarse de Scorsese del centro de sus propios relatos. Henry Hill, el personaje central de Goodfellas, representa la última vez que el corazón de Scorsese ha estado junto a su protagonista. A partir de La edad de la inocencia se convirtió cada vez más en un observador distante y desapasionado, lo cual es grave, dado que Scorsese nunca fue un narrador particularmente emocional. Desde entonces me quedo afuera de todas sus películas, aún las que narran pasiones exorbitantes como las que informan Gangs of New York.

Me temo que The Departed, que es remake de una película de género policial llamada Infernal Affairs, no marcará precisamente el regreso del mejor Scorsese. (A lo sumo significará el regreso del mejor Tarantino.) Ojalá no terminen haciendo lo de siempre, y dándole el Oscar que tanto tiempo le han negado injustamente para celebrar una de sus películas menores.

Está claro que Scorsese ya entró en la historia, y que no necesita hacer más nada de lo que ya hizo para asegurarse la gloria. Pero ocurre que lo extraño, en este mundo que se ha vuelto tan amarrete en materia de cineastas geniales.

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9 de junio de 2006
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Tiempo de visionarios

Más allá de las esporádicas películas de autores con una voz personal, el cine argentino suele encolumnarse detrás de dos tendencias: los films comerciales (animación infantil, comedias crasas) y los films que se presumen artísticos, que por cierto se acomodan siempre al dictado de la División Internacional del Trabajo Cinematográfico, esto es, la clase de películas que los programadores de los festivales del mundo consideran que deberíamos hacer siendo latinoamericanos. (Por eso hay tantas películas sobre pobreza extrema, o sobre adolescentes anómicos y aburridos, lo cual es casi lo mismo a decir que por eso hay tantas películas extremadamente pobres, anómicas y aburridas).

Yo creo que entre las comedias groseras y la Consagración de la Nada existe un universo de posibilidades creativas. Por ejemplo, el de reclamar la atención del público masivo recurriendo a los géneros que la gente privilegia: policial, comedia romántica, suspenso, fantástico, terror… Lo cual supone, en la modesta pedida de nuestros presupuestos, el intento de disputarle una porcioncita del mercado a su dueño casi monopólico, esto es las distribuidoras de origen norteamericano. (Como ven, la decisión sería política además de artística.) Hace algunas décadas, coincidentemente en el momento en que Argentina logró construir algo parecido a una industria cinematográfica, el país ofrecía con regularidad comedias de teléfono blanco y policiales de buen nivel. No hace tanto aún que Adolfo Aristarain nos asombraba con sus propios policiales, que lejos de ser un mero ejercicio de género decían mucho sobre la Argentina del momento: verdaderos peliculones, como Tiempo de revancha y Últimos días de la víctima.

En este sentido Tiempo de valientes, la película de Damián Szifrón, hace honor a su nombre: es un gesto de coraje el salir a disputar la cancha y el público cautivos de las majors americanas. Con un presupuesto infinitamente menor al de Arma mortal (que creo que en España fue Arma letal), Szifrón compensa el desbalance con gracia e ingenio. Tiempo de valientes es una comedia policial, lo que suele llamarse buddy movie: una historia centrada en la improbable asociación de dos personajes muy diferentes, en este caso un policía deprimido por la traición de su mujer (Luis Luque) y un psicoanalista (Diego Peretti) condenado a trabajo de probation por un accidente de tránsito. Es una película bien hecha, que narra con la fluidez que a tantos cineastas hispanoamericanos parece resultarles esquiva. Obtuvo buena repercusión entre el público en su estreno en la Argentina, y me consta que ahora que la estrenaron en España, a la gente le gusta; me ha llegado más de un comentario agradecido.

Personalmente lamento que una vez establecidas las pequeñas idiosincrasias que le dan a la película su sabor peculiar –la corrupción como norma dentro de la institución policial, el psicoanalista enfrentado a su propia crisis-, Tiempo de valientes se quede pegada a la fórmula sin retorcerla nunca ni abrirle nuevas ventanas. Con el cambio de algunas líneas de diálogo podría ser filmada en inglés tal como está, con Robert De Niro como el policía y Billy Cristal como el psicoanalista –sólo que esa película ya ha sido hecha, y se llama Analízame. (Aquel que pretenda que entre el mafioso que interpretaba De Niro y el policía de Luque debería haber un abismo de diferencia, es porque no conoce a la policía argentina).

Tiempo de valientes es un paso en la dirección correcta, pero necesitamos ir mucho más lejos. Necesitamos reinventar los géneros desde nuestras propias obsesiones y realidades, utilizar la convención pero para nuestro propio beneficio; torcerle el brazo como Jacob al Ángel y decirle que no lo soltaremos hasta que no nos bendiga, porque hay millones de hispanoamericanos que sufren una sed de cine propio, personal, idiosincrático, que Hollywood nunca podrá paliar por más millones que invierta en sus artificiales hamburguesas cinematográficas.

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8 de junio de 2006
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Pobre diablo

Al fin (aunque, ¡ay!, con ligereza y demasiado brevemente) se le dedicó al Diablo algo de atención. El pobre anda de capa (¿de cola?) caída en estos tiempos. Llegada la fecha tan temida –escribo esto en el sexto día del sexto mes del sexto año de este nuevo siglo- todo con lo que contamos para recordarlo fue una película de Hollywood –y una remake, para peor: ¡ni siquiera le otorgaron la gracia de una idea original!

  Satán supo ser mucho más de lo que es hoy. En el Antiguo Testamento fue el Angel Caído, lo que es igual a decir el Angel del Disenso: tan sagaz y tan artero (un antecesor del Ulises que el resentido Dante condenaría a los Círculos del Infierno), que podía embarcar a Dios en una apuesta por el alma de Job y aun cuando pareciese que había perdido, ganar; puesto que para ganar Dios se mostraba cruel, injusto y a fin de cuentas indigno de su eminencia. En el Nuevo Testamento fue una piara de cerdos, pero también el Tentador. En Paradise Lost fue uno de los más grandes personajes de la literatura universal: darkness visible, la oscuridad visible a la que Milton dotó de la elocuencia de un Yago, o de un Macbeth. (El diablo se lo debe todo a Milton, dijo Shelley con perspicacia.) Y que en su esplendor, contrasta con la opaca figura del Cristo del mismo poema; Paradise Lost es el poema que Satán se merecía.

Con el tiempo llegó la banalización. Víctima de la cultura pop, que pretende representarlo todo y así convertirlo en un elemento más de su colección de figuritas, Satán se convirtió en una parodia de sí mismo. En la era de la triunfante tecnología del CD, ni siquiera nos queda el consuelo de escuchar sus mensajes en los discos de vinilo pasados en reversa. Sólo rescato al señor oscuro de Legend, la película de Ridley Scott, por su poderío físico y sexual; a la criatura de El bebé de Rosemary, que inquietaba precisamente por su desvalidez; y al demonio de El exorcista, por su gratuidad: Pazuzu no buscaba el mismo poder que buscan los ambiciosos de este mundo, sino aquel que se desprende de la corrupción de la inocencia. En este sentido, la tesis de El abogado del diablo –que Satán no puede hoy ser otra cosa que el líder de una empresa multinacional, capaz de avasallarlo todo porque tiene la capacidad de corromper a todos- tenía su gracia, pero la idea suena mejor que su concreción.

Quizás habría que decir, tratando de adivinar las condiciones del equilibrio ultraterreno, que Satán menguó porque menguó Dios. Pero la experiencia aquí en la Tierra nos enseña que cuando un poder colapsa, su rival crece: véase la preeminencia actual de los Estados Unidos, ocupando los espacios cedidos por la caída de la Unión Soviética. ¿No debería reinar Satán sin contrapeso, ahora que Dios parece haber capitulado, ahora que hasta Ratzinger se pregunta dónde estaba Dios durante Auschwitz? (Debería responderse: Dios estaba en el mismo lugar donde estaba la Iglesia jerárquica, esto es: mirando hacia otro lado, y en consecuencia desempeñando el papel de cómplice). Las promociones de la nueva versión de La profecía parecen subrayar esta victoria, al mostrar imágenes de nuestro mundo arrasado a diario por guerras mezquinas y catástrofes presuntamente naturales.

Pero son esas imágenes, a fin de cuenta, las que nos revelan el verdadero estado de las cosas: las escenas cotidianas de atentados, de soldados, de hambre, de pestes, de tsunamis, de la opulencia de algunos contrastada con la pobreza extrema de las mayorías. En este mundo nuestro, Satán ha menguado víctima de la excesiva competencia. Ya no brilla como antes porque hay demasiados hombres haciendo su trabajo; sin su elocuencia, sin su inspiración, pero con la ciega obstinación del oficial que tortura cumpliendo órdenes, del político que se cree inspirado por Dios, del empleado que evita preguntarse cómo se utilizará el detonador que ayuda a fabricar.

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7 de junio de 2006
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Héroes anónimos

Me conmovió un artículo del dominical de Clarín, en que Graciela Mochkofsky recuerda a los argentinos que formaron parte de las Brigadas Internacionales que se enfrentaron al ejército franquista durante la Guerra Civil Española. Paradójicamente, Mochkofsky encontró el rastro de estos héroes anónimos en Rusia. Mientras esperaban salir de España, expulsados por un gobierno republicano que los sacrificó para congraciarse con un Franco en plena racha de victorias, los brigadistas llenaron unos formularios que les hicieron llegar las burocracias partidarias. Tras la caída de la República, esos papeles marcharon rumbo a Moscú, transportados por los combatientes soviéticos que había sobrevivido al desastre. Y así los documentos que registraban la existencia del grupo más numeroso de brigadistas latinoamericanos quedaron arrumbados en los depósitos del Instituto de Marxismo-Leninismo. Allí permanecieron hasta que la caída de la Unión Soviética transformó al Instituto en el Archivo Estatal Ruso de Historia Sociopolítica. Fue la presidenta de la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales, Ana Pérez, la que informó a Mochkofsky de la existencia de aquellos documentos. Y después de una larga negociación, de la intermediación del embajador español en Buenos Aires y de lo que Mochkofsky denomina “un difícil acuerdo monetario con la guardiana del archivo moscovita”, una copia de los viejos formularios llegó al fin a sus manos.

Dice Mochkofsky que los había comunistas, socialistas, anarquistas y simples simpatizantes de la República. Dice que el menor tenía 17 y el mayor 55; la mayoría rondaba los veinte años. Dice que había mecánicos electricistas como Francisco Comendador López, gente de clase media como el estudiante de abogacía Juan Gastón Gilly y hasta aristócratas como Carlos Kern Alemán, primo hermano de los economistas Juan y Roberto Alemann. Kern Alemán (que firmó así su ficha) era la oveja negra de la familia desde que, como estudiante de arquitectura en Berlín, se convirtió en líder de los estudiantes rojos que enfrentaron a Hitler. Para la mayor parte de los argentinos de hoy, las ovejas negras de la familia deberían ser los Alemann, que supieron colaborar de buen grado con la dictadura y con cuanto gobierno de origen democrático que profundizase las recetas económicas que sumieron a este país en la miseria.

Pelearon en Brunete, Belchite, Aragón, Mallorca, Madrid. Padecieron veinte grados bajo cero en Teruel, sufriendo una derrota agravada además por las ejecuciones disciplinarias ordenadas por jefes militares comunistas. Y el 21 de septiembre, en plena batalla del Ebro, recibieron la noticia de que el presidente republicano Juan Negrín había pactado su retirada con la Sociedad de las Naciones. El ánimo con que esperaban su exilio en Cataluña era unánime. Cuando los formularios les preguntaban cuál había sido la intención que los animó a unirse a la guerra, la mayoría decía: “Luchar contra el fascismo”. El pronto inicio de la Segunda Guerra Mundial demostró hasta qué punto habían hecho lo correcto, sin recibir el apoyo formal de las naciones que más temprano que tarde (aunque demasiado tarde para las víctimas del genocidio nazi) terminaron enfrentándose al fascismo. Jesús Castilla llegó a protestar por escrito en el viejo formulario, quejándose porque estaban “abandonando la lucha antes de tiempo”.

Lo que más me conmovió fue la razón íntima por la que Mochkofsky se embarcó en esa investigación. Quería saber más sobre su tío abuelo Benigno Mochkowsky, a quien su padre echó de casa a los quince por comunista. Benigno era el secreto de la familia Mochkofsky, que había decidido negarlo y que sólo lo mencionaba en voz baja con el seudónimo de Boris. El resultado de la investigación se convirtió en un libro: Tío Boris, un héroe olvidado de la Guerra Civil Española, que me prometí comprarme. Porque me gustan las historias de familia, porque los actos de entrega generosa escasean y porque creo, como Graciela Mochkofsky, que necesitamos rescatar a nuestros héroes. Aun cuando esto suponga negociar arduamente con una oscura empleada de Moscú.

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6 de junio de 2006
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