Skip to main content
Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Blogs de autor

Viviendo en la burbuja

Les pido que me desmientan si me equivoco. Ocurre que aunque no soy lo que se dice un fan de las matemáticas, no puedo evitar la tentación de sumar dos más dos.

La semana pasada cayó sobre Buenos Aires una granizada histórica. Miles de parabrisas rotos. Carrocerías perforadas. Techos agujereados. Las historias todavía circulan. El padre del esposo de una amiga de mi mujer (pues sí, así son las cadenas) cuenta que el techo del estacionamiento en el que estaba su auto simplemente se desplomó. Mi padre me cuenta de alguien (los datos precisos de la cadena se me pierden, aquí) que le contó de otro estacionamiento en que ese mismo peso produjo la caída de un muro sobre los autos. Y todo esto, en el contexto de un invierno que ya no existe. Porque en lo que llevo de vida, créanme, los inviernos de Buenos Aires se han convertido tan sólo en un recuerdo.

Leo en la prensa sobre los muertos a causa del calor en Europa. Mi editora holandesa me cuenta de su desesperación, dado que en su país no es muy habitual la presencia de aparatos de aire acondicionado: ¿para qué, si no los necesitan… o habría decir “si no los necesitaban”?

Los otros datos son más vagos, dado que no los tengo a mano y por ende no puedo citarlos con precisión. Una ballena en el Támesis, otra en el puerto de Mar del Plata. La disminución del nivel de hielo en ambas capas polares. El bendito agujero en la capa de ozono. ¿Es tan sólo impresión mía (desmiéntanme en ese caso, por favor), o alguien debería avisarle a George W. Bush y los millonarios a quienes representa con tanto celo que el calentamiento global, en cuya existencia dicen no creer, goza de buena salud?

Una cosa es reunir figurones en Roma para emitir declaraciones que nadie piensa refrendar con hechos, permitiendo, de esa manera, que una guerra absurda prosiga acabando con vidas y arrasando un país entero. Decir “estos están locos, que sigan matándose, total están lejos” puede sonar sensato en algunos oídos. Pero si este planeta sigue el curso por el que parece encaminado, la sucesión de desastres convertirá a la palabra lejos en un arcaísmo, puesto que los males caerán encima de todos sin excepción. Nada quedará lejos, más allá de la idea de un planeta habitable. (¿Hace falta que subraye que la guerra de la que hablo, así como otras igualmente en curso, se libran por el dominio sobre una riqueza natural que contribuyó mucho al desequilibrio ecológico que padecemos?)

En algún sentido, somos iguales a gallinas que contemplan la competencia entre varios zorros. Mientras apostamos por uno o por otro, lo que está en juego es nuestro propio destino. Más allá de que abomino de las guerras en general y de esta guerra en particular, más allá de la preocupación que me produce este mundo que ya no es lo que era cuando nací, lo que me desvela es la sensación de que estamos comportándonos con la misma pasividad de las gallinas. Ya sé que hay gente que se manifiesta en contra de la guerra y que opera políticamente para ponerle fin. Ya sé que existen miles de organizaciones ecologistas, las vistosas y las no tanto. El problema somos los demás, la inmensa mayoría. Vivimos en sistemas representativos que no nos representan del todo. Nunca tuvimos más medios de comunicación, y menos medios de encuentro.

En fin. Quizás todo sea tan fácil como sabotear el sistema de aire acondicionado de la burbuja en que Bush vive.

Leer más
profile avatar
1 de agosto de 2006
Blogs de autor

Haneke demuestra que el cine está vivo

Acabo de ver Caché, la última película de Michael Haneke, mientras caía sobre la ciudad un granizo tan blanco como violento; no puedo imaginar escenario más adecuado.

Mi debut con la obra de Haneke tuvo lugar con Funny Games, una de sus primeras películas, realizada en Austria. Me pareció uno de los filmes más inquietantes que vi en muchísimo tiempo. No sólo por su argumento, que ya lo es de por sí: una familia (padre, madre, hijo) llega a su casa de fin de semana, al borde de un lago idílico. Pronto reciben la visita de dos jóvenes educados y bien vestidos, a quienes identifican como huéspedes de sus vecinos, que se presentan en la casa solicitando el préstamo de algunos huevos. Casi de inmediato toman a la familia como rehén y la someten a una serie de juegos sádicos. Esta historia, que en manos de un cineasta hollywoodense se habría limitado a un ejercicio de género, es empleada por Haneke para dinamitar las convenciones a que nos hemos habituado después de tanto ver cine basura. No hay happy ending, no hay psicologismo (nunca se explica nada respecto de las motivaciones de los agresores), ni siquiera hay catarsis; el único momento catártico se revela enseguida como falso, porque además a Haneke le gusta jugar con las superficies del relato: uno de los victimarios se dirige de tanto en tanto a cámara (nos dice, por ejemplo, que todavía no hará tal cosa, porque aún no se llegó a la duración promedio de un largometraje), pero la ruptura del realismo no disminuye en nada la violencia de la narración –que es espeluznante, incluso cuando transcurre casi siempre fuera de cuadro.

Caché reitera la mayor parte de esas marcas de autor. Aquí hay otra familia acomodada (padre, madre, hijo) que comienza a recibir en su casa videos de alguien que, de esa manera, les demuestra que los está vigilando. Ese alguien no pide nada, no reclama nada: se limita a entregar los videos envueltos por un papel con un dibujo infantil, a veces un niño con sangre en la boca, a veces una gallina degollada. Esta presencia informe colabora a desnudar cuán leves y equívocos son los lazos que unen a este grupo de familia; y a la vez saca a flote una vieja culpa, que dado que Haneke filmó en Francia tiene que ver con un episodio negro de la guerra contra Argelia, pero que –como él mismo ha aclarado en infinidad de entrevistas- podría transcurrir en cualquier otro país que tenga una industria cinematográfica pujante, porque si hay algo que sobra en los países poderosos son los motivos para sentir culpa. El hecho que dispara esa culpa pertenece al pasado, pero sus consecuencias son presentes, porque la cuestión aquí es qué se hace con ese sentimiento –y Georges (Daniel Auteuil, siempre admirable) no hace nada más que seguir huyendo de la culpa, mediante mentiras y si es necesario mediante canalladas. Haneke se cuida, además, de evitar que el espectador se tranquilice atribuyendo ese peso a circunstancias históricas: cuando Georges discute acaloradamente con un ciclista negro, Haneke sugiere cuán vigentes son algunas culpabilidades en esta Francia de hoy, tan aficionada a expulsar extranjeros “indeseables”.

Aquí también juega Haneke con los tiempos (aunque no existe nada tan radical como la interminable, por terrible, escena de Funny Games en que el padre lucha por deshacerse de las ataduras) y asimismo con las superficies del relato, confundiéndonos gracias a la existencia de las cintas grabadas en el argumento del filme: al negarse a representar el video con grano, nos roba la posibilidad de identificar cuándo estamos viendo algo “real”, y cuando algo grabado por aquel que vigila a la familia.

Haneke no hace películas de esas que lo mueven a uno a salir bailando del cine. Pero tampoco es de esos autores que confunden inteligencia con aburrimiento: sus películas lo agarran a uno por el cuello y no lo sueltan. Lo que yo le agradezco es que me recuerde cuán participativo puede ser el rol del espectador. En sus películas no hay seguridades, nunca nada va hacia donde parece ir y la mayoría de las preguntas quedan sin respuesta. (Sin respuesta predigerida y regurgitada, quiero decir.) La mayoría de los cineastas considera que el espectador es un apéndice de la butaca, como el posavasos que hoy es tan habitual en los multiplexes; Haneke, en cambio, me invita a participar de su juego. Ya no recuerdo si alguna vez me ocurrió algo parecido a lo que me produjo el plano final de Caché, un plano fijo y general que me obligó a preguntarme una y otra vez qué era lo que estaba viendo. Menos mal que la vi en DVD: tuve que volver hacia atrás para cerciorarme.

Tengo entendido que Haneke está rehaciendo Funny Games para el mercado en inglés, con Naomi Watt como protagonista. Tendría que haberla hecho con Tom Hanks y Meg Ryan, para devastar de una vez y para siempre la mirada del espectador cautivo de Hollywood.

Leer más
profile avatar
28 de julio de 2006
Blogs de autor

Paseando por el bosque de los signos

Creo haber hablado alguna vez de la naturaleza física de nuestra relación con los libros, que comienza con el tacto: nuestros dedos que exploran su naturaleza con timidez, cuando todavía son nuevos, hasta que la relación se va convirtiendo en familiar durante la lectura; les dejamos marcas, así como ellos –los mejores, aunque de manera más imperceptible que la de una mancha de café sobre la hoja- nos dejan marcas a nosotros. ¿Pero qué ocurre con los libros que compramos y no leemos? Muchos languidecen en su estante, jamás obtendrán su oportunidad. Pero otros esperan. Saben que su hora llegará. En algún momento nos reencontraremos con ellos, y recordaremos la razón por la que los compramos, o encontraremos una nueva, y de esa manera esos libros, aunque objetivamente viejos, se volverán nuevos para nosotros. ¡Me ha pasado tantas veces…!

Esta vez me ocurrió con Emperor of the Air, el primer libro de relatos de Ethan Canin. (Hay una edición en español: Salamandra, si no me equivoco.) La edición es de 1989. Sus páginas ya están amarillas. Adentro conservo un señalador de la librería Doubleday de la Quinta Avenida, en New York, que sin dudas es el sitio donde lo compré. No tengo recuerdo cierto de haber leído el libro; tan sólo una vaga sensación de haberlo hecho, por lo menos algunos de los cuentos. Lo único incontestable es que no me dejó marca alguna, por lo menos consciente: todavía no era su momento.

Ese momento le llegó ahora, cuando buscaba material para organizar un seminario sobre guiones cinematográficos adaptados de fuentes literarias. Se me ocurrió que un cuento podía presentar una posibilidad más clara que una novela. Probé suerte con el primer relato, que da título al libro. Sobre el final encontré unas frases que me hicieron pensar en la visión de la vida que depliega Kamchatka, una de mis novelas: “A las tres semanas el embrión humano tiene branquias en su cuello, como un pez; a las seis semanas, las membranas de los anfibios todavía conectan sus rudimentarios dedos. Milagros. Esto es verdad en la naturaleza en general. La evolución de quinientos millones de años es imitada en cada gestación: aves que en el huevo se ven como peces; peces que emergen como sus ancestros carentes de espina dorsal, parecidos a hojas… Cualquiera que haya visto dividirse una célula podría haber inventado la religión”. Un poco más adelante, en Pitch Memory, encontré un personaje que pegaba su oreja a una radio y podía identificar cada nota de las melodías que propalaba, como la niña de La batalla del calentamiento, mi nueva novela. Sentí un escalofrío. ¿Era Canin un hermano del alma, tal como parecía, o alguien me estaba proporcionando secretamente elementos para mi propia ficción? Se me ocurrió un argumento digno de Stephen King: un escritor que descubre un libro viejo en su biblioteca que contiene el germen de todas las historias que ha escrito, y empieza a preguntarse si el libro se las ha “dictado” de alguna forma misteriosa, o algo mucho peor, si simplemente las ha plagiado. ¡Eso sí que podría ser llamado la angustia de las influencias!

La cuestión es que me quedé prendado de Canin, y me puse a googlear. Descubrí que en un momento dudó de su capacidad para ganarse la vida escribiendo y se puso a estudiar medicina, saber que ejerció hasta no hace mucho; y que tiene varios libros más, que me anoté mentalmente para conseguir a la primera de cambio, en especial su última novela, Carry Me Across the Water. Fue cuando espiaba el archivo del The New York Times que descubrí la crítica de este libro, firmada por la pluma más respetada del periodismo literario, Michiko Kakutani. Esta mujer trata a Canin con cierta condescendencia, y no deja de reconocerle valores a la novela (que de cualquier forma me compraré, Michiko o no Michiko), pero le hace una objeción capital que me dejó pensando: “Esta novela sufre de una cierta falta de pasión,” dice. “Es una performance muy profesional y pulida, pero nunca más que eso: una performance compuesta con cuidado, pero de alguna forma carente de sentimiento profundo”.

Ustedes disculpen, pero para mí, un crítico que le reclama al escritor pasión y sentimiento es una novedad. En mi país, una novela que exhibe pasión es una novela que se arriesga a ser destrozada, salvo que pertenezca a un escritor consagrado: se le perdona a David Viñas lo que se castigaría en un advenedizo. Aquí la ambición está proscripta, salvo que se trate de ambición puramente literaria, en un sentido endogámico: la clase de pasión que gana aplausos de los amigos académicos pero espanta lectores. ¿Y “sentimiento profundo”? ¿Qué es eso? Aquí, por definición, una novela elogiada no puede sino ser una novela químicamente desprovista de sentimiento: cualquier efusión de esa naturaleza la convierte en indigna de ser recomendada en los medios.

Yo creo que el pobre Canin tiene sentimiento, mucho más que cincuenta escritores argentinos juntos; pero también comprendo que Kakutani sienta que sus personajes son tan decorosos que pecan por ello, y que por eso les reclame una pasión que los incite a quebrar moldes –lo cual incluiría, creo, moldes literarios.

También creo que esta vida es un bosque de signos (como las bibliotecas, como Canin, como las frases que cierra la crítica de Kakutani), que están al alcance de nuestra mano pero que sólo decodificamos cuando llega su momento.

Leer más
profile avatar
27 de julio de 2006
Blogs de autor

¿Qué clase de latinos triunfan en USA?

Dice el diario El País que dice la prensa mexicana que dice la revista Fortune (en estos días las cosas son así, la experiencia directa es algo que se trata de evitar: ¡tan desagradable y tan dañina, parece, como los cigarrillos!) que ha confeccionado una lista de los latinoamericanos más ricos de Hollywood y que esa lista está encabezada por Jennifer López, con 225 millones de dólares que equivaldrían a 177 millones de euros. Lo primero que me pregunté fue qué era lo que buscaban en los Estados Unidos, y particularmente en Hollywood, de los latinoamericanos. Está claro que no se trata de talento actoral, cosa que Jennifer López posee tan sólo en dosis homeopáticas. También está claro que no se trata de talento para la música, puesto que Jennifer tiene una voz pequeña y su pop-rock es más que convencional. Se me ocurrió entonces que López encarnaba un tipo de belleza étnica que a los norteamericanos les encanta adosar a su paleta; y después reparé en su característica más saliente, lo cual hizo que la conclusión se volviese inevitable. En Hollywood nos quieren para que pongamos el culo.

  Recorrer el resto de la lista no ayudó a que disipase mi impresión inicial. Después viene Salma Hayek, que sí es una belleza más allá de toda consideración étnica. (Aunque no puedo olvidar, y mucho menos en estos días, el componente libanés de su sangre.) Y un poco más adelante está Shakira, cuyo éxito en los Estados Unidos se debe más a su capacidad de agitar el pandeiro que a sus canciones. A la gran mayoría de los norteamericanos de hoy la música le entra por los ojos. No imagino que Jessica Simpson tenga gran predicamento entre los ciegos.

Menos mal que Salma nos ayuda a conservar la dignidad. Es una chica lista, a quien le gusta jugarse por proyectos que se escapan de lo que el mercado de USA espera de nosotros: la película sobre Frida Kahlo que dirigió Julie Taymor, por ejemplo. Cualquier niño que, como Salma, haya decidido dedicarse a la actuación después de ver Willy Wonka y la fábrica de chocolates (la versión vieja con Gene Wilder, no la de Johnny Depp) merece de por sí todos mis respetos.  Y además parece una mujer sensata: salió de inmediato a desmentir lo de la presunta lista de Fortune, diciendo que no tiene semejante fortuna y que si la tuviese se retiraría para dedicarse a ayudar a los pobres.

Por supuesto, esta tendencia de Hollywood no es nueva. Desde los comienzos los latinos sólo les hemos servido para aportar color, desde Valentino a Antonio Banderas, desde Carmen Miranda a Michelle Rodríguez. Somos el sidekick, el bandido, el pistolero. Somos la bomba sexual de cintura estrecha y posaderas anchas, con Rita Hayworth (nacida Margarita Cansino) como estrella guía. Ella fue la pobre que comentó: “Los hombres se van a acostar con Gilda y se despiertan conmigo”. Por algo su vida la condujo rápidamente a un ocaso de drogas y de alcohol; cómo no entenderla, a esta pobre Margarita devenida Margot. En este sentido me divierte que Salma esté produciendo la versión norteamericana de Betty la fea: si consigue imponer allí la historia de una mujer que va a contrapelo de los cánones de belleza habituales, su triunfo será doble.

En estos días en que el Mercosur aspira a crear un banco que financie a los países que lo componen, prescindiendo del FMI y de los prestamos de las naciones más poderosas; en estos días en que Argentina y Brasil se deciden a sostener su intercambio en una moneda que ya no sean los dólares, me asiste más que nunca la esperanza de que persistamos en nuestro camino individual, por supuesto sin perder la mirada panorámica en un mundo cada vez más interdependiente. Llegó la hora de crear nuestro propio Hollywood, de potenciar nuestra circulación cultural: ¿no tienen ustedes, como yo, la sensación de que se avecina nuestro momento?

Y en la medida de lo posible, repatriemos a Salma.

Leer más
profile avatar
26 de julio de 2006
Blogs de autor

La historia del cine al alcance de la mano

No es justo. Mi hija Agustina, que estudia el primer año de la carrera de cine, vive en estos tiempos en base a una dieta de clásicos. Todos los días me comenta algo parecido. “Hoy vi El perro andaluz”. “Hoy vi Intolerancia”. “Hoy vi El gabinete del doctor Caligari…” Con lo cual me pone en situaciones incómodas, tratándose de un padre que vive del cine y que encuentra en esta sapiencia una fuente importante de autoridad. Er, um, no, yo no vi Alemania año cero. Oj, ah, no, yo no vi Paisá. Al paso que vamos, mi hija sabrá más de cine que yo en muy poco tiempo.

Lo que me mata es la facilidad con que puede hacerlo. Se va al videoclub o al DVD club, y ya: allí lo tiene todo, la historia del cine al alcance de su mano. Cuando yo tenía su edad no había videoclubes, y si los había sólo abundaban en pavadas: los clásicos eran la excepción que confirmaba la regla, la mayoría se limitaba a los cortos de Chaplin y de Laurel & Hardy, que según parece son las únicas películas viejas que a la gente común le gusta ver. Para construir algo parecido a una verdadera cultura cinematográfica había que fatigar salas especializadas como la de Hebraica o la Leopoldo Lugones, del Teatro San Martín, que como imaginarán no quedaban precisamente a la vuelta de mi casa. Si organizaban ciclos, cosa que ocurría muy a menudo, eso significaba que uno repetiría la excursión diariamente, porque hoy daban Sin aliento pero mañana daban Pierrot Le Fou y pasado Alphaville y uno no podía darse el lujo de perdérselas porque no sabía cuándo surgiría otra oportunidad parecida. Todavía recuerdo cuando vi Citizen Kane por vez primera en el cine Arte: éramos cuatro personas y una rata, que antes de que comenzase la función se paseaba por el borde de la pantalla, recortándose contra el fondo blanco.

Que quede claro que estoy bromeando: amo la idea de que mis hijas me superen. Milena, por ejemplo, habla a los catorce mejor inglés que yo. Este logro tiene una razón parangonable a la de Agustina con el cine. Yo aprendí inglés yendo a una academia gracias a la porfía de mi madre, que resistió heroicamente todos mis intentos de deserción, y finalmente gracias a Los Beatles y al deseo de entender mi cine favorito y de leer literatura en su idioma original. Milena fue a un colegio bilingüe desde el principio y creció en un mundo en el que la TV, bendito sea el cable, sonaba casi todo el tiempo en inglés. Todavía no llegaba al metro de estatura y ya se sabía de memoria los diálogos de Friends.

Lo único que me cuestiono es si no se perderán algo, al perderse parte de la dificultad del proceso. Si el hecho de que baste levantar un teléfono para que te traigan The Magnificent Ambersons, la última de Torrente o un video de los Teletubbies no les sugerirá que en el fondo todo se parece, que al final de cuenta se trata de un disquito que viene dentro de una cajita, y listo. Cuando yo tenía su edad (me encantaría no sonar como un viejo, pero resulta inevitable) las estupideces habituales se veían por TV o estaban en los cines de todos los barrios, lo cual significaba que para ver algo especial uno tenía que peregrinar hacia una sala mítica, hacia una catedral del conocimiento. La película tenía su propia magia, pero el viaje y el templo le agregaban mística. La cultura cinematográfica era, pues, cosa de iniciados, ya que obtenerla no era tan fácil como sintonizar a toda hora el canal de Turner Classic Movies.

Me da pena que puedan perderse algo de esta magia. Pero me tranquiliza saber que lo fundamental sigue ocurriendo. Cuando Agustina dice que vio Ladrón de bicicletas y me cuenta cuánto le gustó y cómo la conmovió la historia de ese pobre niño y ese aun más pobre padre, me vuelve el alma al cuerpo. Porque me demuestra que entiende que no todos los disquitos son lo mismo, y que es capaz de superar las barreras del idioma y del tiempo, y de pulverizar el prejuicio contra el blanco y negro que hoy tiene tanta gente, y de conectarse emotivamente con el encanto perdurable del film de De Sica. Entonces siento que estoy en lo correcto, que el buen cine y la buena literatura trascienden todas las épocas, todos los formatos, todas las tecnologías. Y vuelvo a trabajar con bríos renovados, en la esperanza de que alguna vez, en algún tiempo, algún chico le diga a su padre cuánto lo conmovió esa película o ese libro con el que yo tuve que ver.

Leer más
profile avatar
25 de julio de 2006
Blogs de autor

La palabra es: basta

Muchos habrán advertido que durante el fin de semana se generó en este espacio un profuso intercambio de opiniones, disparado por el texto del viernes. Entonces hablé de la impotencia que me generaban situaciones límites como la de la agresión bélica que el Estado de Israel dedica actualmente a Gaza y al Líbano; pero también situaciones que me son más próximas por cultura y circunstancia física, como el hambre o la falta de alimentación adecuada que castiga a tantos niños y jóvenes de mi país. Desde esa impotencia mía, reclamaba ideas e información sobre iniciativas a las que plegarme para no sentir que permanecía de brazos cruzados ante tanta barbarie, ante tanta pérdida de vidas, de posibilidades, de talentos que no llegarán nunca a fructificar.

La inmensa mayoría de los mensajes que recibí fueron inspiradores. Pero hubo uno en especial, firmado por una tal “Agrupación Hasta El Gorro”, que incurrió en la clase de prácticas indignas que se dan en este medio de tanto en tanto. En primer lugar, el insulto y la descalificación. Llamar “memos ignorantes” a todos los que manifestaron en Barcelona en contra de la agresión bélica del Estado de Israel es agresión lisa y llana; es decir intolerancia, o sea aquello que está en la misma raíz de lo que deploramos. En segundo lugar, la calumnia. Decir que esa gente es igual que la gente que apoyó a Hitler es difamación: nadie puede pretender seriamente que una manifestación por la paz equivale de manera alguna al sostén de la barbarie nazi. Y en tercer lugar (¡infaltable!), el anonimato. ¿Quién es aquel que se esconde bajo la etiqueta de esta “agrupación”?

En ese momento decidí responder al comentario, y así lo hice. Pero la misteriosa “agrupación” volvió a la carga con otro texto que ya no me apuntaba tan sólo a mí, sino a otra gente que había contribuido con sus comentarios. Durante un momento consideré callar y dejar correr el agua; después pensé en responder utilizando otra vez la columna de los comentarios. Como ya habrán podido apreciar, finalmente decidí usar el espacio “oficial” del blog. Considero que lo que se discute es tan urgente y tan vital que no quise correr el riesgo de que se perdiese dentro de una columna que no todos cliquearán. De cualquier forma, aquellos que quieran consultar los textos originales pueden hacerlo mediante un par de maniobras con su mouse.

En su segundo texto, la “agrupación” insistió con el anonimato, diciendo que se dan a llamar de esa manera del mismo modo en que yo me doy a llamar Figueras. Pues bien, yo no me doy a llamar así, me llamo así, y como tal consto en mis documentos. Es por eso que cuando afirmo algo, cualquiera entiende que estoy dispuesto a sostenerlo: porque doy la cara, lo cual implica que no me avergüenzo de lo que digo. Lo peor que me puede pasar es equivocarme y tener que rectificar mis opiniones, cosa que, al menos en mi concepto, no está demasiado lejos de lo mejor que puede pasarme, porque si entiendo que me equivoqué ya he avanzado algo; ese avance es todo a lo que aspiro.

  Por supuesto, no todo es disenso con la “agrupación”. (Perdón que no los mente por su nombre completo, pero más allá de la acepción más obvia de la expresión “hasta el gorro”, la mención a un gorro me sugiere la idea de lo militar, y lo militar es algo de lo que abomino por completo.) Yo también creo que sería maravilloso que muchos países de cultura árabe contasen con el mecanismo eleccionista que muchos confunden con la democracia. Pero no creo que este enfrentamiento bélico tenga mucho que ver con la difusión de la democracia en Medio Oriente. Creo, más bien, lo que el filósofo argentino León Rozitchner escribía ayer en el diario Página 12: “Esta escalada contra Gaza y el Líbano va más allá de los intereses de su supervivencia (del Estado de Israel): se inscribe en la expansión del imperio neoliberal de Occidente sobre los países musulmanes. ¿No será los Estados Unidos quienes, empantanados en Irak, necesitan una frontera segura en el Líbano contra Siria e Irán, y de allí la masacre de la población civil para invadirla?” (La columna de Rozitchner se llama ¿Podemos seguir siendo judíos?, y es imperdible. Pueden consultarla completa en la edición del domingo, en la dirección www.pagina12.com.ar.)

Pero lo que me cuesta tragar es la acusación de antisemitismo. El doble rasero al que la “agrupación” alude sirve de maravillas para ilustrar esta concepción de que sólo soy amigo de mis amigos mientras no los cuestione o critique, porque expresar tan sólo un “pero” me colocaría de inmediato en el bando de los enemigos. Al menos en mi familia funcionamos con el criterio de que una observación o una crítica es un gesto del más grande amor, y nunca una agresión, porque su propósito es conseguir el bien. Por fortuna existen amigos declarados y consecuentes del Estado de Israel que también alzaron la voz para señalar el despropósito de la actual política. Esas voces, muchas de las cuales resuenan dentro de las fronteras de Israel, validan doblemente nuestros argumentos.

Señalar que durante los últimos tiempos el Estado de Israel ha optado por acciones conducentes a un genocidio, como los de la Argentina de los 70 y la Alemania nazi, nunca será degradante para mí salvo en mi condición de partícipe del género humano: me degradan porque están ocurriendo, y no imagino tristeza peor. Por supuesto, no he sido el primero ni seré el único en señalarlo. Vuelvo a Rozitchner: “Para hacer lo que hacen en Palestina los judíos que están en el poder deben mantener el secreto moral del origen de su derecho a una patria y prolongar allí los valores inhumanos de sus propios perseguidores milenarios. Ocultar, por ejemplo, que lo que comenzó con la cruz cristiana terminó con la Shoá europea…. Debieron convertirse en cómplices de sus asesinos, no denunciarlos, ya no decir nunca más que el cristianismo y el capitalismo fueron sus exterminadores porque ahora ambos se habían convertido en su modelo y en sus aliados”.

¿Soy consciente de haberme equivocado en algo de lo que escribí? Oh, sí. Cuando en mi intención de ser más gráfico, traté de explicar por qué ante todo le pido cordura al actual gobierno de Israel, y comparé la lucha entre el ejército israelí y los palestinos y libaneses diciendo que uno era un gigantón armado hasta los dientes y el otro un enanito desarmado. Me equivoqué, sí, al definir las fuerzas. Es verdad que el enanito no está desarmado, el enanito está armado y también mata; imagino que la agrupación no me considerará tan imbécil como para pretender ocultar esta realidad. Lo que pretendía hacer era graficar la disparidad entre sus fuerzas: porque el enanito tiene misiles y los usa, pero el del Estado de Israel es un potencial bélico equiparable al de las más grandes potencias, lo cual equivale, entre otras cosas, a decir nuclear; y para que ni siquiera queden dudas, los Estados Unidos les están enviando más armas en este preciso instante.

Pero no creo haberme equivocado al apelar a la buena voluntad del Ejecutivo israelí. Insisto con Rozitchner: “Los judíos israelíes, por ser los más fuertes en poder armado, son los que también en mejores condiciones se hallan para dar término al enfrentamiento con justicia: tienen todos los medios para lograrlo. Su existencia, por ahora, no corre peligro. La paz que termine con el enfrentamiento armado y un entendimiento político está sobre todo –y casi diríamos totalmente- en sus manos: sólo tienen que declinar sus ambiciones sobre territorios que no les corresponden y reivindicar el valor de la vida sobre la muerte”.

En todo caso, mi mayor error fue el de contribuir al error. Porque al entrar en el juego de la “agrupación”, y discutir si antisemitismo sí o no y si el asunto lo empezó éste o aquel, les permití apartarme de lo que más me interesaba decir: que cada muerte es una pérdida irreparable. Que cada una de esas muertes nos empobrece a todos. Y que no he encontrado ni un solo argumento que me convenza de que esas muertes era inevitables. Todas esas muertes fueron evitables, sin excepción. Bastaría con que, como dice Rozitchner, reivindicásemos el valor de la vida por encima de todos los demás valores. Pero la vida parece no valer nada en este mundo de hoy. Y yo quiero utilizar este espacio para decir que sí vale, ¡que nada vale más!, porque lo creo pero también porque lo veo a diario en la práctica de tantos y en las opiniones de la mayoría de los que se suman a este blog. Por eso me permito invitar a la “agrupación” a dar la cara y a dejar de lado ciertas discusiones para el café o la sobremesa, porque existen cuestiones más importantes, más urgentes, más perentorias. No puedo dejar de pensar que seguramente ha muerto alguien más en aquellas regiones desde el momento en que me senté a escribir esto. El hijo de alguien. El padre de alguien. El amante de alguien. El amigo de alguien. Y que eso quizás no habría ocurrido si hubiésemos unificado nuestras voces para decir lo primero que habría que decir, que en este caso es basta.

En este mundo existen formas de resolver los diferendos que no pasan por la agresión bélica, aun en el caso de que exista una agresión previa. Esto tiene que terminarse ya, y no cuando el gobierno de los Estados Unidos considere conveniente. Por eso tenemos que decir basta. Y refrendarlo con nuestro cuerpo y con nuestro nombre.

Les pido perdón por abusar de su paciencia.

Leer más
profile avatar
24 de julio de 2006
Blogs de autor

El año que vivimos en peligro

De vez en cuando esta ansiedad me ataca como un perro negro: ¿puedo permanecer de brazos cruzados, o limitándome a hacer lo de todos los días, mientras en algún lugar del planeta –a veces distante como el Líbano, o el África; otras, tan próximo como la esquina de mi casa- alguien está sufriendo un sufrimiento innecesario, a menudo hasta la muerte? Por lo general mantengo la calma, me digo que soy un escritor, que mi función es la de escribir los mejores libros que pueda y las mejores películas que estén a mi alcance, a lo sumo aportando mi testimonio como trabajador de la cultura; cuando estoy así de criterioso, imagino que lo mío es inspirar a otros quienes, desde sus propios lugares, harán lo que puedan para que todo mejore, para que nuestra especie termine metiendo en caja su agresividad autodestructiva y potencie, en cambio, su talento para la compasión. Pero cuando el perro negro enseña los dientes me digo que estos no son tiempos para darnos el lujo de perseguir una carrera liberal, como si viviésemos en una era iluminada: vivimos, más bien, en tiempos peligrosísimos, porque el hombre ha desarrollado exponencialmente su talento para lo tecnológico –lo cual incluye a la tecnología armamentística- sin haberse diferenciado mucho, ¡casi nada!, de aquellos salvajes originarios que arrasaban aldeas por pura sed de sangre y para quedarse con el producto del pillaje. Una bestia primitiva en posesión de una bomba atómica: eso somos, en eso nos hemos convertido.

La cuestión esencial está planteada en Lucas 3, 10: “¿Qué debemos hacer?”, le pregunta la gente a Jesús. El fotógrafo Billy Kwan (inolvidable Linda Hunt) convierte esa pregunta en una obsesión durante una de mis películas favoritas, El año que vivimos en peligro. (Nunca más apropiado el título.) Qué debemos hacer. Al filo de la desesperación, la repite una y otra vez, tipeando a los golpes sobre su máquina de escribir. Qué. Debemos. Hacer. Qué…

Me gustaría hacer algo para ayudar a que detengan la actual masacre del Líbano. Ya sé que vuelvo sobre el tema todos los días, pero está claro que las declaraciones no alcanzan. Declaraciones son lo que produce la ONU y nada cambia. Los diarios dicen que Condoleezza Rice esperará unos días más, aún, antes de presentarse en la zona para presionar efectivamente en pos de un alto el fuego; esto equivale a decir que esperará que mueran unos miles más, que miles más pierdan sus casas y sus fuentes de trabajo, que miles más se queden sin futuro, que miles más se conviertan en refugiados y empiecen a depender de programas de asistencia pública que a menudo constituyen una nueva y perversa forma de esclavitud. Por eso no basta con lo que estamos haciendo, por eso hace falta más, ahora, ya. ¿Pero qué?

En algún momento escribí aquí sobre los niños famélicos que existen en este país abundante: una paradoja criminal. Argentina produce alimentos para saciar a medio continente, sin embargo son cientos de miles los niños, adolescentes y jóvenes que no comen aquí lo suficiente para garantizar su desarrollo neurológico; después del genocidio militar permitimos que ocurriese el genocidio económico, sacrificamos a otra generación más. No pasa un día sin que al salir de casa dé dinero o compre algún alimento para los niños que se me aproximan en las esquinas, pero por supuesto esto no basta. Recuerdo que cuando expresé en este blog mi sueño de lograr que ningún niño se vaya a la cama con hambre en este país, alguien me envió sus simpatías y pidió que le hiciese saber si tomaba alguna iniciativa al respecto. No supe qué contestarle. Todavía siento vergüenza. Soy un escritor, un hombre con escasas o nulas capacidades organizativas, con escaso o nulo talento gerencial. Y al mismo tiempo sé que no puedo escudarme detrás de mis propias limitaciones. Porque no es tiempo de excusas. Porque no hay tiempo.

Algo se me va a ocurrir, algo tiene que ocurrírseme. O se le ocurrirá a alguien más, que me permita sumarme a su iniciativa. Por el momento no tengo otra cosa que mi voluntad inquebrantable y mi esperanza en el género humano.

¿Qué debemos hacer?

Leer más
profile avatar
21 de julio de 2006
Blogs de autor

Anochecer de un día agitado

Ayer por la tarde, buscando material para un seminario sobre adaptación de textos literarios al cine, volví al leer el cuento Emperor of the Air, de Ethan Canin. Es la historia de un viejo profesor de biología, cuyo corazón ya ha sufrido un infarto, que descubre que el olmo centenario de su jardín está incurablemente infectado por insectos. “Llevo puesto el reloj de mi padre, que me dice que son las cuatro y media de la mañana”, dice sobre el fin del primer párrafo, “y aunque he pensado distinto, ahora creo que la esperanza es la esencia de todos los hombres buenos”.

Por la noche fui al estreno de Días contados, la nueva obra teatral de Óscar Martínez, protagonizada por Cecilia Roth. Es la historia de Ana, una autora teatral que revisa el momento de su vida en que debió lidiar con la condición terminal de su madre, el hijo que su ex marido esperaba de su nueva pareja y el deseo de independencia de su propia hija. Sobre el final, Ana (magnífica Roth, como siempre) recuerda que cuando estudiaba teatro un maestro le dijo que la esencia de todo era practicar la compasión. Uno tiende a identificar la compasión con la piedad, como si fuesen lo mismo, cuando en todo caso la piedad es una consecuencia de la compasión, una consecuencia del haber sentido pasión junto con otros, de haber compartido una pasión. Eso era lo que habíamos hecho durante casi dos horas, el autor y director, los actores y el público que abarrotaba la sala: compartir la pasión de Ana por la vida.

A medianoche, cuando llegué a casa, vi por televisión la pequeña charla informal entre Tony Blair y George Bush durante la cual el presidente de los Estados Unidos había manifestado que había que “terminar con esta mierda”, siendo esta mierda la agresión homicida que Israel desató sobre Gaza y el Líbano. Ya había leído el texto de la conversación por la mañana, indignándome ante la hipocresía del tipo que manifiesta que “habría que terminar” con esta mierda como si no le cupiese responsabilidad alguna sobre el asunto; como si no le bastase levantar un teléfono para lograr el cese del fuego. Pero al ver las imágenes por la noche me impactó que Bush dijese semejante cosa mientras se llenaba la boca de galletas. El presidente del país más poderoso de la Tierra aludía al conflicto por el que están muriendo centenares de inocentes a diario, mientras comía galletas con velocidad compulsiva.

Se me fue haciendo tarde, casi tan tarde como al profesor del cuento de Canin. Mi mujer se había dormido a mi lado sobre el sillón, mientras yo seguía haciendo zapping: respiraba profundamente, como quien confía en el poder reparador del sueño. Siempre me pareció que dormir era la más extraña de las actividades: nuestro organismo reclama que al menos una vez al día nos desconectemos, del mismo modo en que se desenchufa un refrigerador. Nos apagamos casi por completo; queda en pie, por así decirlo, nuestro sistema de emergencia, mientras el resto del organismo recarga sus baterías. En algún sentido dormir es un acto de esperanza: aceptamos desvanecernos, aceptamos dejar de ser, porque confiamos en que mañana resurgiremos mejor que nunca, otra vez nuevos. Y aun cuando mi corazón seguía sufriendo la golpiza que a diario le propinan los asesinos, los intolerantes y los comedores compulsivos de galletas, decidí que podía dar el salto, que podía cerrar los ojos y confiar en mi resurgimiento de mañana, porque gente como Canin, como el profesor del cuento, gente como Ana y como Cecilia Roth, me habían recordado que no estaba solo, que compartía una pasión y que la esperanza seguía siendo la esencia de todos los hombres buenos.

Leer más
profile avatar
20 de julio de 2006
Blogs de autor

¿Qué fue primero: el huevo o la publicidad?

Les juro que no me lo inventé. Un artículo publicado el lunes por el New York Times informaba que la emisora televisiva CBS decidió publicitar los programas de su nueva temporada en… la superficie de los huevos. Entre septiembre y octubre, 35 millones de huevos llegarán a los hogares de Estados Unidos con la publicidad de shows como The Amazing Race y CSI escrita en sus cáscaras. Sin poder creerlo del todo, los mismos redactores publicitarios de la CBS se refieren al proceso como egg-vertising.

Todo comenzó con una compañía llamada EggFusion, oriunda de Deerfield, Illinois. La tecnología para imprimir sobre la cáscara de los huevos fue desarrollada con la intención de asegurar a cada cliente que la mercadería que tiene entre manos es fresca: la fecha de expiración de cada huevo se graba durante el proceso de lavado, empleando un tiempo que va entre los 30 y los 70 milisegundos. Pero el verdadero genio debe ser aquel a quien se le ocurrió que la cáscara de un huevo era un espacio vacío, esperando a ser llenado con contenido a razón de seis, doce o veinticuatro veces por caja. Un genio que debe haber contado, por cierto, con la inestimable colaboración del caradura que salió a enfrentarse con las grandes compañías explicándoles que cada huevo era un pequeño cartel publicitario en potencia. Es verdad que los medios están tan saturados de publicidad que para cada empresa distinguirse de las otras se torna tarea imposible. Y en una cultura tan huevo-dependiente (¿o debería decir huevocéntrica?) como la de los Estados Unidos, tarde o temprano en el día uno acabará topándose con el mensajito en cuestión. Según dijo al Times George Schweitzer, presidente de marketing de CBS, lo mejor del concepto-huevo es su carácter intrusivo.

  Pero claro, para algunos de nosotros ese será su rasgo peor. Ya bastante difícil resulta mirar en dirección alguna sin que el panorama resulte contaminado por alguna publicidad. Ahora ni siquiera podremos hacernos un maldito huevo frito sin recibir alguna sugerencia sobre tal o cual producto. Y cuando mi hija mayor dé el examen final en su universidad, al tirarle huevos no estaré tan sólo festejando, como era mi intención, sino vendiendo algo a la vez, ¡sin siquiera cobrar una comisión! Lo único bueno del asunto es que, al menos en lo que a mí respecta, esta nueva tecnología colaborará con los perfectos niveles de mi colesterol.

(Y conste que hasta el momento me he refrenado de hacer las bromas más fáciles, que sin duda aparecerán en los Estados Unidos entre septiembre y octubre, cuando los medios empiecen a decir que la programación de CBS es mala para el hígado, o que simplemente te rompe los huevos.)
Me he quedado colgado de esta noticia, en un mundo inundado por las imágenes de una guerra genocida, porque me pareció que hablaba del otro extremo de la experiencia humana: su costado más liviano, más tonto. Pero todavía no sé muy bien si confiar en que este otro costado nos salvará al fin de nuestra propia ceguera autodestructiva, o si simplemente subraya el hecho de que estamos fritos.

Leer más
profile avatar
19 de julio de 2006
Blogs de autor

El regreso del E.T. original

Sería injusto de mi parte no completar las impresiones sobre el personaje de Superman que escribí días atrás, ahora que vi Superman Returns. Casi diría que el pobre Cristo me inspira ternura, después de haber sido pulverizado por Pirates of the Caribbean: Dead Man’s Chest, película a la que le bastaron tan sólo diez días para convertirse en la más vista del año. Después de todo Kal-El es un inmigrante, y mi corazón siempre está con aquellos que no tuvieron más remedio que abandonar su lugar natal en busca de mejores oportunidades. Ya sé que este inmigrante ha sido aceptado con enjundia por su país adoptivo, pero todos sabemos que en estos países grandes (que no es lo mismo que grandes países) un inmigrante sólo es tan bueno como su último éxito; pregúntenselo, si dudan, a los morochos de la selección francesa de fútbol.

Lo primero que me sorprendió fue que la película me gustase. Supongo que iba preparado para despreciarla, y el hecho de que el relato funcionase no hizo más que multiplicar sus méritos. Lo segundo que me sorprendió fue que la película me gustase a pesar de que todas mis prevenciones estaban justificadas. Me pasé todo el tiempo percibiendo sus incongruencias (¿cómo puede ser que nunca se le despeine el rulito de la frente, ni siquiera cuando acaba de volar a velocidades supersónicas?), sus anacronismos (¿Lois Lane termina un artículo y en vez de enviarlo por ordenador para que Perry White lo lea, le imprime una copia en papel?) y su defensa de los íconos que nunca terminaron de convencerme (¡ese traje que es casi un pijama, esos colores infantiles!) y aún así, me encontré diciéndome todo el tiempo: ¡me gusta!

Supongo que el mérito pertenece por completo al director Bryan Singer, que no había hecho nada que me convenciese, ni siquiera sus exitosas películas sobre los X-Men, desde la buena impresión que me produjo The Usual Suspects. La verdad es que no daba un peso por Superman Returns, en especial desde que entendí que Singer reverenciaba las viejas películas de Richard Donner protagonizadas por Christopher Reeve. (Superman Returns arranca con una secuencia de títulos calcada de aquellos films, utiliza sus diseños para recrear la Fortaleza de la Soledad y los cristales oriundos de Krypton y hasta hace suyos episodios como el artículo que Lois Lane, por aquel entonces interpretada por Margot Kidder, titulaba Pasé la noche con Superman).

Imagino que el truco funciona porque Singer narra con convicción, una pasión tan ingenua como su historia original. Más allá de algunos mínimos toques de puesta al día –como subrayar que Superman actúa globalmente-, Superman Returns está contada desde la fe ciega en el poder de sus componentes primigenios: el origen mítico, la personalidad secreta, la buena voluntad del american boy, el amor oculto por la chica más linda de la división –o de la redacción, que aquí es lo mismo. No hay relectura alguna, no hay ironía, no hay revisión de la función de un superhéroe en un mundo como en el de hoy. (Superman sigue siendo la versión magnificada del buen bombero, o del buen policía; la intervención política le está vedada). Es como si Singer hubiese concluido que la única forma de volver a contar esta historia era pretender que el tiempo no había pasado, que todavía estábamos en los años 70: si en aquel entonces, cuando Superman ya era un anacronismo sólo redimido por los efectos especiales, la cuestión funcionó, ¿por qué no intentarlo otra vez, ahora que los efectos especiales son tanto mejores?

Hay algo en la fotografía de Superman Returns, en la forma de iluminar cada encuadre, que fue fundamental para ganar mi voluntad. Al principio creí que se trataba de un manejo del color que me retrotraía al encanto de la historieta original. Pero sobre el final, en la escena en que Superman le habla a su hijito dormido, entendí que Singer (ya sé que es judío, pero igual) usaba la luz del mismo modo en que la usan las ilustraciones religiosas cristianas, nimbando a la figura central con un aura que comunica su condición trascendental. Lo cual no deja de ser adecuado, siendo en esencia una relectura pop de la historia de Cristo, parecido que Singer subraya todo el tiempo y que seguramente Bush habrá apreciado: Superman como el Buen Samaritano Intergaláctico.

Leer más
profile avatar
18 de julio de 2006
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.