Marcelo Figueras
Les pido que me desmientan si me equivoco. Ocurre que aunque no soy lo que se dice un fan de las matemáticas, no puedo evitar la tentación de sumar dos más dos.
La semana pasada cayó sobre Buenos Aires una granizada histórica. Miles de parabrisas rotos. Carrocerías perforadas. Techos agujereados. Las historias todavía circulan. El padre del esposo de una amiga de mi mujer (pues sí, así son las cadenas) cuenta que el techo del estacionamiento en el que estaba su auto simplemente se desplomó. Mi padre me cuenta de alguien (los datos precisos de la cadena se me pierden, aquí) que le contó de otro estacionamiento en que ese mismo peso produjo la caída de un muro sobre los autos. Y todo esto, en el contexto de un invierno que ya no existe. Porque en lo que llevo de vida, créanme, los inviernos de Buenos Aires se han convertido tan sólo en un recuerdo.
Leo en la prensa sobre los muertos a causa del calor en Europa. Mi editora holandesa me cuenta de su desesperación, dado que en su país no es muy habitual la presencia de aparatos de aire acondicionado: ¿para qué, si no los necesitan… o habría decir “si no los necesitaban”?
Los otros datos son más vagos, dado que no los tengo a mano y por ende no puedo citarlos con precisión. Una ballena en el Támesis, otra en el puerto de Mar del Plata. La disminución del nivel de hielo en ambas capas polares. El bendito agujero en la capa de ozono. ¿Es tan sólo impresión mía (desmiéntanme en ese caso, por favor), o alguien debería avisarle a George W. Bush y los millonarios a quienes representa con tanto celo que el calentamiento global, en cuya existencia dicen no creer, goza de buena salud?
Una cosa es reunir figurones en Roma para emitir declaraciones que nadie piensa refrendar con hechos, permitiendo, de esa manera, que una guerra absurda prosiga acabando con vidas y arrasando un país entero. Decir “estos están locos, que sigan matándose, total están lejos” puede sonar sensato en algunos oídos. Pero si este planeta sigue el curso por el que parece encaminado, la sucesión de desastres convertirá a la palabra lejos en un arcaísmo, puesto que los males caerán encima de todos sin excepción. Nada quedará lejos, más allá de la idea de un planeta habitable. (¿Hace falta que subraye que la guerra de la que hablo, así como otras igualmente en curso, se libran por el dominio sobre una riqueza natural que contribuyó mucho al desequilibrio ecológico que padecemos?)
En algún sentido, somos iguales a gallinas que contemplan la competencia entre varios zorros. Mientras apostamos por uno o por otro, lo que está en juego es nuestro propio destino. Más allá de que abomino de las guerras en general y de esta guerra en particular, más allá de la preocupación que me produce este mundo que ya no es lo que era cuando nací, lo que me desvela es la sensación de que estamos comportándonos con la misma pasividad de las gallinas. Ya sé que hay gente que se manifiesta en contra de la guerra y que opera políticamente para ponerle fin. Ya sé que existen miles de organizaciones ecologistas, las vistosas y las no tanto. El problema somos los demás, la inmensa mayoría. Vivimos en sistemas representativos que no nos representan del todo. Nunca tuvimos más medios de comunicación, y menos medios de encuentro.
En fin. Quizás todo sea tan fácil como sabotear el sistema de aire acondicionado de la burbuja en que Bush vive.