Marcelo Figueras
Ayer por la tarde, buscando material para un seminario sobre adaptación de textos literarios al cine, volví al leer el cuento Emperor of the Air, de Ethan Canin. Es la historia de un viejo profesor de biología, cuyo corazón ya ha sufrido un infarto, que descubre que el olmo centenario de su jardín está incurablemente infectado por insectos. “Llevo puesto el reloj de mi padre, que me dice que son las cuatro y media de la mañana”, dice sobre el fin del primer párrafo, “y aunque he pensado distinto, ahora creo que la esperanza es la esencia de todos los hombres buenos”.
Por la noche fui al estreno de Días contados, la nueva obra teatral de Óscar Martínez, protagonizada por Cecilia Roth. Es la historia de Ana, una autora teatral que revisa el momento de su vida en que debió lidiar con la condición terminal de su madre, el hijo que su ex marido esperaba de su nueva pareja y el deseo de independencia de su propia hija. Sobre el final, Ana (magnífica Roth, como siempre) recuerda que cuando estudiaba teatro un maestro le dijo que la esencia de todo era practicar la compasión. Uno tiende a identificar la compasión con la piedad, como si fuesen lo mismo, cuando en todo caso la piedad es una consecuencia de la compasión, una consecuencia del haber sentido pasión junto con otros, de haber compartido una pasión. Eso era lo que habíamos hecho durante casi dos horas, el autor y director, los actores y el público que abarrotaba la sala: compartir la pasión de Ana por la vida.
A medianoche, cuando llegué a casa, vi por televisión la pequeña charla informal entre Tony Blair y George Bush durante la cual el presidente de los Estados Unidos había manifestado que había que “terminar con esta mierda”, siendo esta mierda la agresión homicida que Israel desató sobre Gaza y el Líbano. Ya había leído el texto de la conversación por la mañana, indignándome ante la hipocresía del tipo que manifiesta que “habría que terminar” con esta mierda como si no le cupiese responsabilidad alguna sobre el asunto; como si no le bastase levantar un teléfono para lograr el cese del fuego. Pero al ver las imágenes por la noche me impactó que Bush dijese semejante cosa mientras se llenaba la boca de galletas. El presidente del país más poderoso de la Tierra aludía al conflicto por el que están muriendo centenares de inocentes a diario, mientras comía galletas con velocidad compulsiva.
Se me fue haciendo tarde, casi tan tarde como al profesor del cuento de Canin. Mi mujer se había dormido a mi lado sobre el sillón, mientras yo seguía haciendo zapping: respiraba profundamente, como quien confía en el poder reparador del sueño. Siempre me pareció que dormir era la más extraña de las actividades: nuestro organismo reclama que al menos una vez al día nos desconectemos, del mismo modo en que se desenchufa un refrigerador. Nos apagamos casi por completo; queda en pie, por así decirlo, nuestro sistema de emergencia, mientras el resto del organismo recarga sus baterías. En algún sentido dormir es un acto de esperanza: aceptamos desvanecernos, aceptamos dejar de ser, porque confiamos en que mañana resurgiremos mejor que nunca, otra vez nuevos. Y aun cuando mi corazón seguía sufriendo la golpiza que a diario le propinan los asesinos, los intolerantes y los comedores compulsivos de galletas, decidí que podía dar el salto, que podía cerrar los ojos y confiar en mi resurgimiento de mañana, porque gente como Canin, como el profesor del cuento, gente como Ana y como Cecilia Roth, me habían recordado que no estaba solo, que compartía una pasión y que la esperanza seguía siendo la esencia de todos los hombres buenos.