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A favor y en contra

Por 20 de julio de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

El conductor del programa ostenta el grado académico de “bachiller”, aunque todos dicen que era policía. Usa barba de guerrillero maduro y una gorrita con la imagen del Che Guevara. En su mesa se acumulan imágenes de Martí, fotos de Fidel, un gran retrato de Bolívar y una foto de Hugo Chávez abrazando a una anciana. A pesar de tanta solemnidad revolucionaria, el bachiller es un hombre irónico, más bien sarcástico. Su espacio televisivo lleva por nombre La hojilla, y su símbolo es una navaja de afeitar con los colores de la bandera venezolana. 

-La mitad de este país ve La hojilla –me dice Alberto Barrera-. Y la otra mitad, Aló ciudadano. Ambos se presentan como espacios de reflexión crítica sobre las noticias del día. Pero son sólo espacios de burla a favor del gobierno y la oposición respectivamente. A mí me cuesta decidir cuál es peor.

Alberto es el biógrafo de Chávez, y me ha costado convencerlo de pasar su lunes por la noche viendo el programa del bachiller. En realidad, a nadie que conozca le parece un plan especialmente agradable. Y sin embargo, el programa no deja de ser llamativo. Filman a los furibundos líderes de una marcha opositora, y luego la cámara muestra que están solos en la calle. Entrevistan a una exaltada manifestante que grita a la cámara “¡son ustedes unos mentirosos!”, y le ponen de subtítulo: “qué linda ¿no?”. La hojilla no hace el más mínimo esfuerzo por fingir cierta objetividad. Es un baño de ácido, un escarnio constante y  panfletario contra los opositores de Chávez.

Según Alberto:

-Aunque algún programa periodístico fuese objetivo en Venezuela, nadie se daría cuenta. En este país, la noción de verdad está sesgada para un lado u otro. Una vez, Chávez anunció a todo el país que habían tratado de matarlo. Mostró en televisión el fusil que los supuestos asesinos tenían preparado, y hasta sus teléfonos celulares. Advirtió en cadena nacional que los capturaría. Prometió revelar sus números y sus nombres próximamente. Nos dejó con ese suspenso hasta el próximo capítulo, pero el capítulo nunca llegó. No volvió a tocar el tema. Poco después, los organizadores de una marcha de oposición anunciaron que setecientos francotiradores cubanos estaban apostados en los edificios para montar una masacre. Nadie lo probó. Nadie demuestra nunca que esas acusaciones sean ciertas, pero todos actúan como si lo fueran.

Cualquier repaso por la televisión venezolana confirma las palabras de Alberto. Para bien o para mal, Hugo Chávez parece acaparar cada minuto de transmisión. Durante la promoción de mi novela en Caracas, muchos entrevistadores tratan de que me manifieste a favor o en contra. Yo procuro ofrecer análisis, hablar de la dimensión regional de Chávez, contar cómo es percibido fuera de su país. Pero en cuanto los periodistas comprenden que no obtendrán ni una condena ni un elogio, pierden el interés y cambian de tema. No son tiempos de reflexión, sino de confrontación. No se requieren teóricos sino soldados. Lo mismo ocurre en la calle. Las conversaciones invariablemente resbalan en el “comandante”. No es que la gente hable de política. Habla de Chávez.

-Y entonces ¿Es un dictador o no? –le pregunto a Alberto.
-Chávez ha hecho cosas muy interesantes. Eso sí, todas con doble filo: ahora en este país se pagan impuestos al fin, pero ese sistema sirve también para presionar políticamente. El gobierno ha montado un gran aparato cultural, pero también lo usa para hacer propaganda. Se ha politizado como era necesario el tema de la pobreza, pero también se manipula.
-¿Y qué recepción ha tenido tu biografía sobre Chávez?
-Los chavistas más radicales la detestan. Los opositores más radicales, también. Supongo que eso significa que el libro está bien hecho.

Volvemos a ver la televisión, en silencio. En la pantalla aparece un candidato opositor, pero la imagen ha sido manipulada para que hable en cámara rápida, como si fuese un muñequito de cuerda.

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