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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La glándula del terror

Días atrás revisé las desordenadas bibliotecas de casa, en busca de un libro que mi hija Agustina necesitaba para la universidad: Juan Moreira, el viejo folletín de Eduardo Gutiérrez. Como no lo encontré allí, revisé las cajas que nunca terminé de vaciar. Tampoco estaba, pero como suele ocurrir, encontré durante la búsqueda otras cosas que me interesaban. Entre ellas mi edición de El Eternauta, la célebre historieta de Héctor G. Oesterheld. En realidad debería decir la mitad de mi edición, ya que el libro está partido al medio y su primera parte extraviada; lo que tengo comienza en la página 150. Hoy me puse a releer, y descubrí que el relato in medias res arrancaba cuando Juan Salvo y Franco toman prisionero a uno de los extraterrestres que comandan la invasión sobre la Tierra, esos seres de pelo blanco e infinidad de dedos a quienes llaman “los Manos”. Sabiéndose moribundo, este Mano cuenta que su gente vivía en un planeta bellísimo hasta que un invasor externo los sojuzgó, convirtiéndolos en fuerza de choque para conquistar otros planetas, otras razas. Para esclavizarlos, esos invasores –a quienes el Mano se refiere tan sólo como “Ellos”- les metieron en el cuerpo lo que denomina la glándula del terror: cada vez que un Mano intentaba rebelarse sentía miedo, y el miedo hacía que esa glándula segregase su veneno y acabase con su vida; rebelarse, pues, implicaba morir.

Este sábado 24 de marzo se cumplen treinta y un años de la fecha en que me abrieron el pecho para meterme la glándula del terror. Treinta y un años exactos del día en que perdí mi inocencia, con la concreción del golpe de Estado que partió la historia argentina en dos. Desde entonces he vivido en el miedo, creyendo que enfrentarme a determinados fantasmas iba a granjearme el mismo destino del Mano de El Eternauta.

Treinta y un años después, la mayor parte de los victimarios de entonces (los militares y policías son los Manos, deberíamos identificar además a los “Ellos” que los alentaron a hacer lo que hicieron) siguen impunes. Treinta y un años después, algunas de las causas más importantes en contra de los genocidas siguen frenadas en la instancia judicial de las Cortes de Casación. (Esta semana se realizó una denuncia contra los jueces de Casación, que probablemente –¡que ojalá!- derive en juicio político.) Treinta y un años después hubo sesión en Diputados para tratar la anulación de los indultos que concedió Menem a jerarcas militares, pero la reunión fracasó por falta absoluta de quórum; ver gritar desde las bandejas del recinto a Julio Talavera, un hijo de desaparecidos a quien conocí gracias a la experiencia de Kamchatka, me partió el corazón.

Este será el primer aniversario del inicio de la dictadura que pasamos en la ausencia de Jorge Julio López. Nunca antes lo había pensado, pero López se parece mucho a un dibujo de su casi tocayo Solano López, el artista que dio vida al guión de Oesterheld para El Eternauta. Jorge Julio desapareció hace meses después de declarar en contra de Miguel Etchecolatz, un jefe de policía que fue condenado a prisión perpetua por comisión de crímenes de lesa humanidad. Desde entonces no se sabe nada de él, a quien suele mentarse como el primer desaparecido de la democracia. Lo único que está claro es que Jorge Julio López desapareció para que las glándulas del terror volviesen a activarse en todos nosotros, porque estábamos perdiéndole el miedo a los fantasmas y ellos, nuestros Manos, necesitaban probar que no iban a aceptar su castigo de brazos cruzados; querían convencernos de que caerían tal como vivieron, esto es, matando.

Pero les salió mal. En estos treinta y un años aprendimos que hacerles frente no implica necesariamente temer. Nos asiste la convicción de que no existirá paz verdadera sin justicia, sabemos que el derecho está de nuestro lado. ¿Por qué deberíamos temer, cuando no buscamos otra cosa que la verdad? Aunque la cicatriz en el pecho nos recuerde siempre aquel pasado miserable, la glándula del terror no derramará ya su veneno –porque está seca.

Ya no les temo. Ya no les tememos.

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23 de marzo de 2007
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Más allá del bien y del mal

Perdonen que vuelva sobre el asunto, pero acabo de devorarme la segunda y tercera temporada de The Wire y necesito decirlo: esta serie es algo serio. Otras producciones de HBO reciben más y mejor prensa (The Sopranos y hasta Roma, sin ir más lejos), sin embargo es The Wire la que eleva los standards de la televisión a niveles de excelencia pocas veces vistos.

Más allá de la anécdota policial, The Wire es cada vez menos una de policías contra dealers y cada vez más la historia de una ciudad (en este caso Baltimore, pero podría tratarse de cualquier megalópolis latinoamericana: Buenos Aires, Río, el D.F.) con una manzana podrida en lugar de corazón. En The Wire, el único villano es el sistema. Si Dashiell Hammett estuviese vivo se quedaría pegado a la pantalla: desde Cosecha roja que no me topo con una narrativa tan consistente sobre el poder corruptor del dinero en una sociedad que, aunque pretenda lo contrario, es repugnantemente individualista.

La serie fue creada por el ex periodista de policiales y guionista David Simon, inspirado por las experiencias de su socio Ed Burns, que antes de convertirse en guionista fue detective de homicidios en Baltimore. El look realista de The Wire le valió ser comparada con otras series históricas como Hill Street Blues, NYPD Blue y Homicide: Life on the Streets (de la que Simon fue escritor y productor), pero la intención de Simon y Burns era muy otra desde el comienzo. “Los mejores series policiales trataban esencialmente sobre el bien y el mal,” declaró Simon alguna vez. “En cambio las ambiciones de The Wire están puestas en otra parte… Concretamente: estamos aburridos con lo del bien y el mal. Renunciamos a hacernos cargo de la cuestión”.

En todo caso, el mal que preocupa a Simon & Co. va más allá del asunto del libre albedrío, porque forma parte del ADN del sistema. En The Wire, cada vez que alguien desea hacer algo bien recibe zancadillas de sus adversarios, pero ante todo de su propio bando. En The Wire, las motivaciones de policías, políticos y delincuentes son las mismas: cuidarse el culo aunque los demás se hundan. Se trata de mantener la cabeza a flote en el mar de mierda de la ciudad, haciendo uso discrecional de cualquier recurso que esté a mano, legal o no, inmoral o no. Las traiciones entre funcionarios y policías de carrera son más crueles y aviesas que las que los narcotraficantes se prodigan entre sí, porque son infligidas con la sonrisa hipócrita de quien se dice consagrado al bien común. En The Wire, la expresión bien común representa una contradicción lógica, así como lo sería hablar de un calor frío; y aquellos que se atreven a creer en la validez de sus términos reciben pronto castigo por ello, como el mayor Bunny Colvin (Robert Wisdom), que al final de la tercera temporada resulta no sólo despedido, sino además degradado.

Es verdad que The Wire suele ser morosa, pero la ambición de su relato hace imposible moverse a marchas forzadas. Los personajes son muchos, y todos ellos reciben la gracia de su propio arco narrativo: policías, jueces, políticos, funcionarios, informantes, adictos en busca de una dosis que siempre es la próxima, narcotraficantes y dealers de poca monta. Muchos de los policías proceden por simple vanidad, o para escapar del vacío intolerable de sus existencias. Muchos de los delincuentes se saben atrapados en su propia vida. Algunos de sus personajes más inolvidables están precisamente al otro lado de la ley, como el ladrón de narcos Omar Little (Michael K. Williams) y el adicto Bubbles (Andre Royo), cuya integridad es absoluta en la medida en que no mienten ni se mienten sobre sus pulsiones.

Cada temporada alude a un aspecto urgente de la vida en nuestras sociedades. La segunda se concentró en la muerte de la clase trabajadora tal como lo conocemos, en un sistema que privilegia a los pocos para mal de muchos: el eje de la acción está puesto en el decadente puerto de Baltimore, cuyos trabajadores se ven tentados a contrabandear para sobrevivir. La tercera reflexiona sobre la (im)posibilidad de efectuar reformas profundas en una sociedad capitalista. La cuarta, que espero HBO edite pronto en DVD, se centra en cuatro adolescentes negros de Baltimore y las opciones, o la falta de ellas, que van determinando sus destinos en una sociedad que usa a la gente como combustible; la cuestión, aquí, es la posibilidad o no de educar al ciudadano. Con guiones de Simon y Burns, pero también de algunos de los mejores escritores estadounidenses de hoy (George Pelecanos, Richard Price, Dennis Lehane), The Wire tiene la ambición narrativa de un Tolstoi y la sinceridad descarnada de un Dostoievski. Cualquiera de sus temporadas podría llamarse Guerra y paz –o mejor aún: Memorias del subsuelo.

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22 de marzo de 2007
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Jesús Jones

Rickie Lee Jones es un caso extraño. A lo largo de una carrera que se aproxima a los treinta años de duración, lo ha probado casi todo: ha sido cantante bohemia, intérprete de standards de jazz y musa experimental (por ejemplo en Ghostyhead, de 1997), desorientando a los críticos que prefieren artistas que resulten fáciles de categorizar. La última obra suya que había asomado en las pantallas de mi radar fue The Evening of My Best Day, que la mostraba en gran forma y me pareció uno de los mejores discos del año 2003. En el medio me perdí The Duchess of Coolsville, pero cuando me enteré que su disco nuevo, The Sermon on Exposition Boulevard, estaba inspirado en una reciente traducción de los dichos de Jesús al inglés contemporáneo, no pude evitar la tentación. (Nota al margen: ¿por qué solemos asociar la tentación a la debilidad, o a la comisión de un hecho equívoco? ¿Por qué no podemos, por ejemplo, sentir la tentación de hacer el bien, o de sucumbir a nuestros mejores instintos?)

Así que me compré este Sermón. Que, fiel a la naturaleza esquiva de Rickie Lee, no tiene nada de moralizante ni habla desde el orgullo de los elegidos. En todo caso, su planteo está expresado en un verso de la canción Where I Like It Best: “¿Cómo rezar en un mundo como éste?” Rickie Lee Jones trató de responder a esa pregunta con música. Se encerró con un grupo de amigos en el estudio del artista Marc Chiat en Culver City, California, con un ejemplar de esa traducción de los Evangelios (que se llama The Words y fue editada por su también amigo Lee Cantelon), y se puso a trabajar “en el espíritu de comunidad y colaboración que parecía manar del texto mismo”. Muchas de las canciones que resultaron de ese encuentro fueron improvisadas, como Nobody Knows My Name, que abre el álbum, y I Was There, que lo cierra. (“Aceptá mi consejo: nunca se vuelve más fácil… ¿Dónde estuviste, que no sabés lo que ha estado ocurriendo aquí, en Jerusalén?) Las canciones se suceden como plegarias laicas registradas en lo-fi, una crudeza que le sienta bien tanto a las melodías delicadas como a la propulsión casi punk que asoma aquí y allá, con Rickie Lee y su voz intemporal –todavía hoy suena como una adolescente- guiándonos como un Virgilio moderno en esta Commedia de nunca acabar.   

Gethsemane es una aproximación a la naturaleza del Jesús que se sabe en vísperas de su muerte: “No hay milagro que te devuelva a casa, y le llorás al Dios que te dejó ahí, a la rama, al pájaro y al aire vacío, al Dios del porqué-no-podemos-dar-la-media-vuelta-e-irnos”. Rickie Lee no canta desde la seguridad de las respuestas sino desde la precariedad de quien vive en la tormenta. “Me pregunto por qué existe tanto sufrimiento,” dice en Where I Like It Best. Y en It Hurts confiesa no estar al margen de ese padecimiento: “Duele estar aquí,” canta, sin que su voz haga esfuerzo alguno por disimularlo. Todos los tiempos han sido difíciles, pero el que nos tocó en suerte se lleva la palma: “Ahora estamos viviendo con los romanos”, sugiere en Falling Up.

En todo caso, The Sermon on Exposition Boulevard conmueve por su decisión de permanecer fiel a sus mejores instintos en un mundo que pregona la conveniencia de lo peor, y aun cuando no existe garantía de que esa fidelidad a la voz buena que nos resuena adentro no sea una locura –la clase de locura que durante siglos se denominó fe. El disco vale por sí mismo, y a la vez es una puerta a la traducción de Lee Cantelon, que también puede hallarse en español en www.thewords.com. Si se sienten en condiciones de leer sin las anteojeras de los prejuicios, échenle un (nuevo) vistazo a esas palabras. No puedo asegurar que el tal Jesús las haya dicho alguna vez, ni quién puede haberlo inspirado en caso de haberlas pronunciado, y tampoco puedo jurar que la traducción sea correcta. Todo lo que estoy en condiciones de decir es que cuando las oigo o las leo, suenan en mi corazón como música, o mejor dicho: hacen que mi corazón resuene, con una música que parece guardada allí adentro desde el comienzo de los tiempos.

Aprende a practicar el perdón, y tu vida estará llena de piedad y de gracia. Ama a tu prójimo como a ti mismo.

He ahí tentaciones en las que deberíamos caer.

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21 de marzo de 2007
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"House of blues"

Una de las consecuencias de mi viaje a España fue que me hice adicto a la serie House (o Dr. House, como la llaman en algunas partes, dado que el título original es House, M. D.): cada vez que encendía la TV, fuese el horario que fuese, allí estaba Hugh Laurie interpretando al médico del bastón y del humor sarcástico. A pesar de que suelo evitar las series dobladas al español –prefiero la voz del actor original, y además las traducciones suelen ser terribles; las crueles bromas de House sólo suenan como un látigo en inglés-, el asunto me enganchó igual. A esta altura del día ya empiezo a hacer cálculos mentales de cuánto falta para la próxima emisión. (En Latinoamérica el canal Universal está emitiendo la segunda temporada a las 13 y a las 19, y la tercera los jueves a las 21.) En algún sentido, mi adicción no es muy disímil a la que el propio House siente por el Vicodin o la morfina. Aunque espero, por mi propio bien, que la raíz de esta atracción sea muy distinta de la que anima al médico.

En algún sentido House es una típica serie de doctores, como E.R. y Gray’s Anatomy: siempre hay uno o más casos de gravedad, que casi siempre presentan extrañísimas sintomatologías, y una lucha por parte del staff médico –con el doctor Gregory House a la cabeza- por salvar al paciente. Pero al menos a mí, y aun a pesar de que tengo debilidad por las historias de hospitales, House me interesa por motivos que no tienen nada que ver con lo medicinal o con los típicos dramas de vida-o-muerte. Lo mejor de House, sin duda alguna, es House: un médico tan brillante como antipático, que goza comportándose como el paradigma de la anticorrección política tanto con los enfermos como con su equipo –y hasta con sus superiores.

House está más cerca de ser un detective que un médico. David Shore, el creador de la serie, confesó sin culpas que su inspiración fue Sherlock Holmes, otro misántropo brillante capaz de resolver cualquier enigma, y por cierto: igualmente adicto a las drogas. (Ya en los relatos originales de Sir Arthur Conan Doyle, Holmes se inyectaba una solución de cocaína al siete por ciento.) El ladero de House no se llama Watson, sino Wilson. Y aunque House no toca el violín como Holmes, sí toca el piano –como el mismísimo Hugh Laurie. De hecho, el apartamento de House es el 221 B, la misma dirección que Holmes y Watson compartían sobre Baker Street. Es fácil imaginar que al igual que Holmes, House utiliza los opiáceos y los casos terminales para mantener su cerebro en una suerte de high permanente; la vida común y corriente los aburre hasta la desesperación. También es posible conjeturar que esa ansiedad trata de ahogar un dolor pasado, o de disimular un vacío espiritual capaz de inducirles un vértigo de muerte. Pero por fortuna, así como Holmes es una criatura decididamente pre-freudiana, hasta donde he podido ver House se mantiene a prudente distancia de interpretaciones psicologistas: si algún día nos enterásemos de que House es como es porque su mamá no lo quería, el personaje se derrumbaría como un castillo de naipes.

Si en algo triunfó David Shore en su deseo de emular a Conan Doyle, es en el de haberse echado encima la misma maldición: en algún sentido, tanto Holmes como House son personajes demasiado grandes para las ficciones que los encierran. Esperemos que Shore no decida matarlo alguna vez para quitárselo de encima, como hizo Conan Doyle con Holmes para después verse obligado a resucitarlo. Cuando yo miro House no lo hago para ver qué nueva enfermedad extraña me presentan, ni qué ingeniosa solución se le ocurre al protagonista: lo hago, ante todo, para atender al drama de un alma en llamas, enfrentada a los fantasmas que le quitan el sueño.

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Y dicho sea de paso: vi el segundo capítulo de Héroes. ¡Cada vez se pone mejor!

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20 de marzo de 2007
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El futuro del exilio, el exilio del futuro

La semana pasada estuve en Chile, participando de una de las actividades de la muestra itinerante Literaturas del exilio. Lo que me tocaba hacer, en concreto, era sumarme a una mesa redonda de la que también formarían parte Antonio Skármeta y Marta Arribas, codirectora del documental El tren de la memoria. La permanencia en Santiago me permitió apreciar otros aspectos de la muestra: por ejemplo la exposición central, dedicada al grupo de catalanes que llegó a Chile luego de la derrota republicana en la Guerra Civil, a bordo del buque Winnipeg. (De toda la exposición, lo que más me conmovió fue la visión de una pequeñísima maleta pintada de colores, que junto con los cromos –aquí les decimos figuritas- que la acompañaban en la misma vitrina, fueron el único equipaje que trajo consigo uno de los hijitos de los exiliados.) O ver el espectáculo Hasta mañana, interpretado por la compañía 10 & 10 Danza y dirigido por Mónica Runde: aun para aquellos que somos legos en la materia, la fuerza expresiva de esa puesta transmite de manera inequívoca la alienación del exiliado –y también la de aquellos a quienes ha dejado atrás. A comienzos de abril tendrá lugar también la muestra de cine, concebida por Eduardo Moyano Zamora, que revisitará experiencias tan variadas como las modalidades mismas del exilio con películas como Las huellas borradas, de Enrique Gabriel, Los niños de Rusia, de Jaime Camino, Un franco: catorce pesetas, de Carlos Iglesias, Balseros, de Carlos Bosch y Josep María Domenech y hasta Kamchatka, que a su manera habla del exilio interior al recrear la vida cotidiana de los militantes clandestinos.

Durante la mesa redonda, los testimonios sobre las marcas que produce el exilio (y que sigue produciendo, aun cuando se ha retornado a casa), abundaron en las anécdotas de Skármeta y de Marta Arribas. Skármeta vivió muchos años en Alemania, un país cuya cultura definió como “en las antípodas de la nuestra”. (Aunque eso no signifique que los alemanes sean fríos, yo todavía sigo alimentándome de la calidez que me prodigaron durante mi reciente viaje.) Lo que Skármeta sostenía con gran sensatez, es que toda elaboración del tema del exilio, aun cuando se la vista de épica, debe partir de la asunción de una derrota. Marta Arribas contaba historias de tantos españoles que emigraron por causas económicas durante los años 60, relatos que son la base de El tren de la memoria que dirigió junto a Ana Pérez. Recordaba, por ejemplo, la historia de uno de los hijos de esas familias emigrantes. Como sus padres sólo lo llevaban de regreso a España tan sólo para las vacaciones, el niño les preguntó una vez: “¿Y por qué no nos quedamos a vivir en España? ¡Si aquí no se trabaja!”

En nuestros países, que atraviesan desde hace algunas décadas períodos de cierta estabilidad institucional, el del exilio parece un tema casi del pasado. Pero como todos los grandes males que padecemos, siempre encuentra formas novedosas, o aunque más no sea disfraces, para regresar a asolarnos. Todavía existe una gran emigración latinoamericana por motivos económicos, que son hoy el rostro más palpable de la violencia del sistema. (De hecho existe una gran circulación de latinos de uno a otro país, que aun cuando se instalan en el seno de naciones “hermanas” descubren que la xenofobia y la marginación tienen otras mil caras, que hasta entonces desconocían.)

En el mundo que nos tocó en suerte, creo que se están desarrollando modalidades del exilio de las que todavía no somos del todo conscientes. Cuando por un lado nos machacan a diario con lo peligroso que se ha vuelto el planeta (tanto a la distancia, en caso de que queramos viajar, o en la proximidad de nuestro propio barrio, jaqueado por robos, secuestros y asesinatos), y por el otro nos llenan la cabeza con la conveniencia de quedarnos en casa (¿para qué existen el teléfono, los infinitos servicios de delivery, la comunicación vía Internet?), las condiciones esenciales para un exilio quedan planteadas: existe el hecho violento que nos sugiere la conveniencia de ausentarnos de nuestro lugar natural, y existe la decisión inevitable de protegernos –en este caso sin necesidad de salir de casa, pero reconvirtiéndola en una isla. En esta sociedad que nos prefiere aislados y que nos otorga variedades de sucedáneos de la experiencia real con la excusa de así “protegernos” del dolor, lo más probable es que en cuestión de tiempo todos nos descubramos exiliados en el interior de nuestras propias vidas.

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19 de marzo de 2007
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Uno de los buenos

La lectura de Los Informantes, de Juan Gabriel Vásquez, me resultó un placer por varios motivos. En primer lugar, porque me certificó que lo de su más reciente novela, Historia secreta de Costaguana, no era casualidad ni un capricho del destino: como Costaguana, Los Informantes es una historia digna de lectura, la obra de una artista que -estoy convencido- dará mucho que hablar de aquí en más. Lo segundo que entendí al leer Los Informantes, es que Juan Gabriel Vásquez es un hombre con un plan.

Al igual que Costaguana, Los Informantes es la historia de una llaga, un dolor del pasado cuya imposibilidad de cicatrizar -el olvido nunca cura, apenas anestesia- compromete el futuro de los protagonistas. En este caso se trata de un campo de concentración que existió en Colombia durante los años 40, donde se encerraba a los inmigrantes alemanes sospechados de simpatía o complicidad con el Reich. Hablamos aquí de privación ilegítima de la libertad, de confiscación de bienes, de delaciones, de listas negras; asuntos todos, nos consta, que están lejos de ser cuestiones confinadas al pasado. El narrador, un periodista llamado Gabriel Santoro, siente que es su deber sacar a luz aquella historia aciaga, y elige hacerlo escribiendo la biografía de una mujer a quien conoce bien: Sara Guterman, una vieja amiga de su padre. Santoro obra movido por el afecto que siente por Sara, y también porque su conciencia -o mejor: su instinto de supervivencia- le indica que nada bueno puede salir del seguir barriendo mugre debajo de la alfombra. Lo que no imagina es que apenas editado su libro, la crítica más cruel y demoledora provendrá de la pluma de su propio padre -que también se llama Gabriel Santoro. En Los Informantes, la duplicación de nombres sugiere duplicación de oportunidades. El error de Santoro padre, en todo caso, es suponer que Santoro hijo significa su condena, cuando en realidad entraña su única posibilidad de redención.

A partir de allí la novela, que se toma a sí misma por una non fiction story llamada, precisamente, Los Informantes, devela lentamente el secreto que Gabriel Santoro padre ocultó durante tantos años, pero también hace otra cosa, quizás más trascendente: confirma que lidiar con el pasado irresuelto no puede sino modificar el presente, y que ese sacudón no respetará ni siquiera la santidad de la propia casa. (Como dice el refrán inglés: no existe buena obra que no reciba su castigo.) Lo bueno es que Santoro hijo, al percibir que su iniciativa derrumba la historia oficial de su familia, no aparta la mirada; lo bueno es que Santoro hijo, al comprender que saber tiene su precio, se dispone a pagarlo aunque la mano le tiemble.

A Juan Gabriel Vásquez no le tiembla nunca la mano. Habla de lo que sabe, o mejor dicho: de lo que ha querido saber. Tanto Los Informantes como Costaguana encuentran su inspiración en hechos ciertos de la historia colombiana, pero nunca caen en el provincianismo ni se agotan en el color local porque Vásquez está seguro de que el drama que narran no es parcial ni sesgado, sino uno de resonancias universales. Pero además, aunque estén ancladas en el pasado, ambas novelas apuntan al futuro. Juan Gabriel Vásquez mira hacia adelante, hacia el mañana, escribe con hambre de gloria. Se ha ganado el más profundo de mis respetos, porque al contar que cuenta -y de la manera en que eligió hacerlo- me demostró que la gloria a que aspira no es la hueca de la consagración literaria, sino la de aquel que quiere saber hoy que es mejor hombre que ayer. Como los grandes de verdad, Vásquez se hace cargo de su tiempo y de su circunstancia y los transforma con su imaginación. Como los grandes de verdad, Vásquez cuenta historias que sabe destinadas a perdurar -porque son historias que le importan, que nos importan. Como los grandes de verdad, Vásquez lleva al lector a vivir una aventura de la que no saldrá igual, porque todo relato inolvidable nos cambia la vida.

Recuerden ese nombre. Juan Gabriel Vásquez es uno de los buenos.

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16 de marzo de 2007
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Del libro como objeto decorativo

Un artículo de la revista Entertainment Weekly incluía las confesiones de buena parte de su staff, respecto de los Libros Importantes con mayúsculas que compraron, pero que no leyeron nunca. La autora del artículo, Tina Jordan, dice haberse inspirado cuando al plumerear su biblioteca encontró una prístina copia de Los versos satánicos, de Salman Rushdie. Ni siquiera recordaba haberlo comprado, pero en todo caso no tenía dudas respecto de las razones que podían haberla decidido: “La fatwa contra Rushdie, la forma en la que se vio obligado a esconderse –todo eso era la comidilla de los medios, y el libro trepó como un tiro en los charts”.

Jordan habla de esos libros de los que toda la gente habla en un momento determinado, forzándote a comprarlos para no quedar marginado de las conversaciones en la oficina… y que aun así, nunca te decides a leer. En su caso, menciona también a los libros del científico Stephen Hawking (que admitámoslo, nunca produce textos fáciles; yo luché para terminar Una breve historia del tiempo y no creo haber entendido ni el diez por ciento), las novelas de Thomas Pynchon y el enorme –por tamaño, digo- libro de David Foster Wallace Infinite Jest.

Todo el mundo tiene listas parecidas. Los colegas de Jordan en Entertainment Weekly agregan otros libros intocados: obras de Proust, Joyce Carol Oates y Philip Roth, White Teeth de Zadie Smith (mea culpa, yo también lo compré y no pasé nunca de las primeras páginas), Everything is Illuminated de Jonathan Safron Foer, The Amazing Adventures of Kavalier & Clay de Michael Chabon…

Si miro alrededor para ver qué libros compré hace tiempo y nunca leí, podría mencionar a The Voyage of the Narwhal, de Andrea Barrett (me lo llevé estas vacaciones, y sólo leí las primeras páginas), Oryx and Crake de Margaret Atwood, The Little Friend de Donna Tartt, Middlesex de Jeffrey Eugenides y Carter Beats the Devil, de Glen David Gold, del que llegué a la página 254 antes de abandonar. También me pasó con A Star Called Henry, de Roddy Doyle, y con The Quincunx, de Charles Palliser. Como percibirán, no se trata de novelas de esas de las que habla todo el mundo. Creo que al menos en mi caso, esos libros tan comentados y ubicuos nunca llegan a mi casa. Nunca leí El código Da Vinci. Nunca pasé de las primeras páginas de la novela inicial de Harry Potter. (El ejemplar era de mis hijas.) Mi desconfianza respecto de los libros que se consumen en masa porque la prensa los instala como un must es tan grande, que a veces me lleva a cometer errores: tardé muchos años, por ejemplo, en leer a Kundera; lo hice cuando ya casi nadie hablaba de él… y me encantó. 

De cualquier forma, un libro que no has leído es siempre una promesa. Más de una vez me ha ocurrido dejar de lado un título en un momento, para retomarlo años más tarde y encontrar que ahora sí me habla: como en tantos otros aspectos de la vida, el éxito de determinadas seducciones depende de su oportunidad. Quizás dentro de algún tiempo Tina Jordan vuelva a limpiar su biblioteca y descubra entonces que la vida la ha puesto ya en un lugar desde el que puede apreciar Los versos satánicos.

O no. En fin, ¿cuáles son los libros no leídos que atesoran en sus casas?

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15 de marzo de 2007
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¿Y ahora, quién podrá defendernos?

Se me ocurrió meterme en Google para ver qué aparecía si uno tipeaba la palabra héroe. Lo que encontré se parece bastante a lo que me había imaginado. De las diez primeras entradas algunas tenían que ver con el asunto en su acepción más clásica: páginas de Wikipedia dedicadas a la noción mitológica del héroe, links con la obra de Joseph Campbell y un estudio de Joaquín María Aguirre sobre Héroe y sociedad, El tema del individuo superior en la literatura decimonónica. También figuran un par de links sobre la película Hero de Zhang Yimou (espectacular, dicho sea de paso) y uno dedicado a los héroes de historieta, heroecom.blogspot.com. Pero como era de esperar, también hallé referencias absurdas en los primeros lugares de la lista: un link que remite a la letra de una canción de Il Divo y otro que te lleva a la letra de un tema de Enrique Iglesias, Quiero ser tu héroe. La mayor parte de las veces, cuando se habla de héroes la cuestión se traslada de inmediato al terreno de lo ficcional, o bien remite al pasado. En lo que hace al mundo contemporáneo, los únicos que hablan de héroes son Il Divo y Enrique Iglesias. Lo cual debería explicar por qué estamos como estamos.

Cuando lo que uno mete en Google es la palabra en plural, la cosa cambia: más allá de tres entradas dedicadas a la banda Héroes del Silencio, todas las demás están consagradas a un éxito televisivo. Todavía no pude ver más que el primer capítulo de la serie Héroes, por lo cual sería injusto arriesgar algo parecido a un juicio crítico, pero la verdad es que a mi corazón de nueve años (Jerry Lewis dice siempre que en el fondo todos tenemos esa edad) le encantó. Lo primero que me gustó fue su premisa. Siempre  creí que la evolución humana es un proceso que no se ha completado, y que estamos en camino a lo que debería ser la próxima fase –siempre y cuando algunas de las luminarias que manejan nuestros destinos no acaben antes con el planeta. Cuando pienso en nuevas fases evolutivas imagino a un ser humano más conectado con el fenómeno de la vida, y por ende mejor dispuesto a integrarse con su entorno; o en una especie humana con natural aversión a la violencia, no por miedo ni por cobardía sino al contrario, porque el desarrollo de su inteligencia le ha permitido entender que por cada problema puntual que la violencia cree resolver, crea diez, veinte, mil problemas nuevos. Parafraseando a un personaje a quien quiero mucho: lo único que no tiene solución es la muerte. Todo lo demás se puede resolver, con paciencia, saliva –y por supuesto, buena voluntad.

Pero en fin, supongamos que un posible salto evolutivo nos permitiese desarrollar características que hasta hoy tenemos en estado rudimentario: la de regenerar nuestros tejidos, por ejemplo (cosa que ya hacemos con cada cicatriz), o la de progresar en nuestras habilidades comunicativas hasta entrar en el terreno de la telepatía, o la de reescribir contratos con leyes que hasta ahora habíamos respetado reverentemente, como las de la gravedad, el tiempo y el espacio. ¿Por qué no? No sé cuánto duraría esta conversación en términos de pura especulación científica, pero si nos limitamos a la ficción, se trata sin duda alguna de una base fantástica para uno y mil relatos.   

Me gusta que la serie creada por Tim Kring ponga esos poderes flamantes en manos de gente común y corriente: el empleado japonés de una enorme compañía, un enfermero, una estudiante de secundaria. Me gusta que algunos de esos poderes vayan a manos de gente llena de defectos y de problemas, como la madre soltera en deudas con la mafia o el artista que pinta visiones del futuro cuando está en un trance inducido por la heroína. Me gusta, incluso, que muchos de ellos tengan relaciones conflictivas con sus habilidades, y que no sepan bien cómo controlarlas, y que hasta les resulten dolorosas, como al policía-telépata que interpreta Greg Grunberg a partir del segundo capítulo.

Supongo que la cuestión terminará de perfilarse cuando se aclare contra quién o quiénes se enfrentarán estos personajes, porque la medida del héroe la da el villano al que se opone. Todo lo que pude entrever hasta el momento es que existe una trama apocalíptica que esta gente deberá frenar; hasta aquí suena creíble, porque nuestro mundo actual corre riesgos de apocalipsis totales o parciales a los que es imperativo hacer frente ya, con superpoderes o sin ellos. Ojalá Tim Kring respete la lógica instaurada en el primer capítulo y nos muestre villanos igualmente comunes y corrientes, porque los que nos hacen la vida difícil no se diferencian demasiado de nosotros: tan sólo quieren un poquito más de poder y un poquito más de dinero, tan sólo piensan que la ley es algo maleable, tan sólo piensan que a veces la violencia puede ser útil.

De las entradas principales de Google, sólo una intenta arrancar la noción del héroe del pasado y de la mitología: se trata de un proyecto sin fines de lucro llamado miheroe.org, que invita a la gente a escribir sobre las personas que los han influido en la vida real. El concepto que se maneja es un tanto lábil: no estoy muy seguro de que Rudolph Giuliani sea un héroe, y tampoco Stan Lee, por más que haya inventado tantos; y tampoco creo que los gorilas de Uganda lo sean por el simple hecho de que atraen turistas que ayudan a la economía del lugar. Creo asimismo que la gente que se enfrenta a terribles enfermedades puede tener conductas heroicas sin que su coraje las convierta en héroes. Pero está bien que se piense en gente como Rosa Parks, Muhammad Ali, Martin Luther King, Nelson Mandela y Wangari Maathai –la primera mujer africana en ganar el Nobel de la Paz; dicho sea de paso, todos los que acabo de mencionar son negros- para definirlos como héroes, porque son gente cuyo ejemplo tenemos fresco, tanto como la consciencia de que este mundo necesita discípulos suyos por doquier.

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14 de marzo de 2007
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¿La Generación Perdida?

Ah, nada me gustaría más que hablar de Héroes. Pero la vida sigue saliendo al paso, haciéndome danzar la mazurca de su predilección.

En el año 2000, cuando fui a Israel y a Palestina para escribir un artículo sobre la segunda Intifada (que de seguir así, se convertirá en la Intifada-de-Nunca-Acabar), tuve la sensación de que el asunto se iba a poner negro para las nuevas generaciones de palestinos. Todos los niños que conocí tenían al menos un compañero de escuela muerto a causa de la violencia. Todos los maestros con los que hablé me mostraban dibujos infantiles en los que las casas eran bombardeadas, los soldados israelíes enormes y los padres pequeñitos. (¿Qué secreta conmoción ocurre en el alma de una criatura cuando comprende que su padre, por mucho que lo ame, no puede protegerlo?) No hacía falta ser muy sagaz para comprender que de seguir así, esto es hacinados dentro de fronteras infranqueables, sin trabajo y sin perspectivas de futuro, los niños y jóvenes palestinos no iban a tener más opción que la violencia. Hasta fines del siglo pasado, con sus más y sus menos, era habitual que los palestinos tuviesen relación o cuanto menos contacto con algún israelí, por más fugaz o episódico que fuese; hoy en día, en cambio, los únicos israelíes que los chicos conocen son los soldados o los habitantes de los asentamientos, que también están armados. Estos jovencitos viven en una suerte de campo de concentración que coincide con las fronteras transitorias de su país, sin posibilidades de desarrollarse, fundar una familia en paz y ser felices, ¿cómo pretender que no vean a esos soldados como enemigos, cómo no entender que abracen la agresión como única catarsis a mano, cómo evitar que entiendan la violencia como el último recurso de su dignidad?

Ayer por la mañana me encontré con un artículo en el New York Times, titulado: “Años de lucha y esperanza perdida hieren a los jóvenes palestinos”. La foto que abre el reportaje es estremecedora aunque ya parezca familiar: en primer plano un adolescente, haciendo girar la clásica honda que David empleó para derribar al gigante, y detrás suyo las llamas de los neumáticos incendiados y una densa humareda negra que oculta lo que debería ser el horizonte. Según el artículo de Steven Erlanger, son los propios padres los que han comenzado a llamar a sus hijos La Generación Perdida. Espero que sea un error sincero del cronista, porque no creo que darlos por perdidos ayude mucho a que estos jóvenes y niños recuperen la autoestima. Pero de todas formas es fácil comprender la angustia de los mayores. A nadie le gustaría vivir a diario entre el miedo a que sus hijos sean blanco de un misil y el miedo a que decidan inmolarse como bombas humanas.

Según Erlanger, casi el 60 por ciento de los palestinos tienen menos de 30 años. En Gaza el porcentaje crece aún más, en este caso se trata del 76 por ciento. Y entre ellos, la inmensa mayoría cree que durante los próximos cinco a diez años la situación con Israel empeorará. Y eso que la encuesta todavía no incluye a los más pequeños. En el campo de refugiados de Nuseirat, en Gaza, el matrimonio de Najwa y Taher-el-Assar no sienten otra cosa que pánico ante las perspectivas de sus hijos Mustafa, de seis, y Ahmed, de cinco. Según cuenta Najwa al cronista, sus hijos “ya no son más niños”. Después de ver las noticias del bombardeo de una playa que acabó con la vida de una familia, Mustafá le dijo a su madre que quería ser gordo, “así me puedo poner un cinturón suicida y los israelíes no se dan cuenta”. Para unas festividades recientes, ambos niños pidieron de regalo versiones de juguete de Kalashnikovs y Uzis. “Normalmente la gente está feliz cuando llega un bebé, pero cuando parí a mi bebita Salma pensé: ‘Oh, Dios, un tercer niño en esta vida…,’” dijo Najwa al New York Times. “Todo el tiempo me pregunto, ‘¿qué pasaría si…?’ ¿Que pasaría si un misil cayese sobre mi casa? ¿Qué pasaría si los israelíes tienen otro ‘accidente’, como el de la playa de Gaza? ¿Qué pasaría si al llegar Mustafa a los 19 se ve atraido por un grupo de militantes y me entero por TV de que se voló a sí mismo en Israel? ¡…Uno se pone tan nervioso que quiere gritar!”

Khader Fayyad, 46, conductor de una de las ambulancias de la Cruz Roja Palestina (Red Crescent), dice que la de estos jóvenes es “la generación destruida”. “Nadie se interesa por ellos salvo para reclutarlos,” sostiene. Y aunque tiene un hijo de 16, Ayman, que insiste en que los judíos deben “volver a los sitios de los que vinieron, Europa, Rusia, América”, Fayyad no pierde del todo las esperanzas: cree que se trata de una generación todavía inmadura. “Uno puede influenciarlos mediante soluciones realistas”, dice. “Si produjésemos un acuerdo entre los dos estados, créanme, saldrían a bailar en las calles. Pero si nada cambia, estarán perdidos –para todos nosotros”.

Para salvarlos, hay que dejar de agredirlos. Para evitar que se radicalicen, hay que abrirles caminos de realización. Nada bueno puede salir de una vida hundida en la humillación. Y como suele ocurrir en las disputas que se presentan como insolubles, el único que está en condiciones de resolver el mal de fondo es el más fuerte; aquel que pudiendo aniquilar físicamente al adversario, decide por gracia propia dejar que se ponga de pie y recupere su dignidad.

Necesitamos héroes. De verdad. Con urgencia.

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13 de marzo de 2007
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De artistas y de héroes

Tenía toda la intención de hablar de Héroes, cuyo primer capítulo se vio el viernes en América Latina. Pero el domingo por la mañana mi mujer me llamó la atención sobre un artículo de Clarín que yo todavía no había visto: una entrevista a Fernando Botero hecha por Ana Barón, la corresponsal del diario en Washington. En esencia, lo que el artículo contaba era que Botero había pintado ochenta y dos cuadros (dije bien: ¡82!) sobre las torturas que los soldados americanos infligieron a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib. Y un dato más, para nada menor: a pesar de que existe una retrospectiva de Botero que actualmente está girando por ocho ciudades estadounidenses, ninguno de los museos aceptó mostrar estas obras de las que hablo como parte de la muestra. Se me ocurrió entonces que era justo postergar a los Héroes de la serie para hablar de otra clase de heroísmos, tan necesarios como las hazañas de estos personajes de ficción.

El colombiano Botero dedicó 14 meses a la serie sobre las torturas. Según lo que Clarín muestra y Barón cuenta, los cuadros tienen todas las características de la obra de Botero (“Los grandes pintores nunca cambiaron de estilo, un Vermeer siempre es un Vermeer y un Velásquez siempre es un Velásquez”), pero subvertidas por la increíble violencia que despliegan: hombres encapuchados y asaltados por perros, obligados a adoptar posiciones sexuales denigrantes, apaleados sin piedad… Botero no se hace ilusiones sobre el poder del arte para incidir sobre la vida política, pero sabe de su importancia a la hora de dejar testimonio: “Sin compararme con Picasso, ¿quién recordaría que los alemanes bombardearon Guernica y mataron a tanta gente si no fuese por ese cuadro”? No deja de tener su ironía que mientras Bush visita Colombia manifestando su apoyo a un gobierno sospechado de corrupción, uno de los colombianos más famosos del mundo salga a hablar del doble rasero de los Estados Unidos: “Tortura hay en muchas partes del mundo, pero los Estados Unidos se presentan como un modelo de respeto a los derechos humanos… Me dio mucha rabia que los soldados (de USA) torturasen prisioneros en la misma prisión del tirano que acababan de derrocar”.

Pero quizás el héroe verdadero de este pequeño cuento moral sea Harley Shaiken, director del Centro de América Latina de la Universidad de Berkeley. Como la universidad se negó a que Shaiken dispusiese de sus fondos públicos por miedo a perder el financiamiento, el director del Centro recurrió a fondos privados y consiguió financiar la exposición de estas obras de Botero, que están hoy a la vista en California. Me gustó también que Botero dijese que no pensaba ganar dinero con el dolor humano, y que su intención era donar la serie de obras a algún museo.

En casi todos los artistas hay algo de canalla, pero algunos hacen cosas que los aproximan bastante a mi noción de heroísmo.

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No me gustaría dejar pasar en silencio la muerte del uruguayo Ricardo Espalter. Fue uno de los hombres que más me hizo reír cuando era niño, en programas televisivos como Telecataplum, Hupumorpo e Hiperhumor. Era mi favorito de toda la troupe, porque tenía esa cosa de la simpleza a la que ninguna circunstancia, por adversa que le fuese, lo despojaba del todo de su dignidad. Muchos recordarán el personaje de Toto Paniagua, aquel pobretón que se volvía rico por azar y decidía tomar clases de buenos modales, o aquellos sketches en los que fingía fluidez hablando idiomas que por supuesto no dominaba.

La única vez que lo vi en persona me convirtió en cómplice de una humorada. Regresábamos a Buenos Aires al término del Festival de Cine en La Habana, en un vuelo de Aeroflot, y me tocó sentarme a su lado. Resultó que viajar con la compañía rusa era todo lo que una mente febril podía conjeturar a partir de los prejuicios: las azafatas medían dos metros de alto y de ancho y las bandejas de comida parecían haber sido parcialmente decomisadas por el Partido antes de ser servidas. Fingiendo indignación, o quizás sintiéndola de verdad pero transformándola en catarsis, Espalter se lanzó a hablar como torrente a una de las azafatas, en un idioma inventado que sonaba a ruso pero por supuesto no lo era. La expresión de la pobre mujer, que todo el tiempo parecía a punto de interpretar las palabras sin llegar a decodificarlas del todo (¿de qué parte de Rusia provendría aquel extraño pasajero?), se me quedó grabada a fuego como punchline de Mi Anécdota con Espalter, una que ahora más que nunca conservaré como tesoro.

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12 de marzo de 2007
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El Boomeran(g)
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