Marcelo Figueras
Una de las consecuencias de mi viaje a España fue que me hice adicto a la serie House (o Dr. House, como la llaman en algunas partes, dado que el título original es House, M. D.): cada vez que encendía la TV, fuese el horario que fuese, allí estaba Hugh Laurie interpretando al médico del bastón y del humor sarcástico. A pesar de que suelo evitar las series dobladas al español –prefiero la voz del actor original, y además las traducciones suelen ser terribles; las crueles bromas de House sólo suenan como un látigo en inglés-, el asunto me enganchó igual. A esta altura del día ya empiezo a hacer cálculos mentales de cuánto falta para la próxima emisión. (En Latinoamérica el canal Universal está emitiendo la segunda temporada a las 13 y a las 19, y la tercera los jueves a las 21.) En algún sentido, mi adicción no es muy disímil a la que el propio House siente por el Vicodin o la morfina. Aunque espero, por mi propio bien, que la raíz de esta atracción sea muy distinta de la que anima al médico.
En algún sentido House es una típica serie de doctores, como E.R. y Gray’s Anatomy: siempre hay uno o más casos de gravedad, que casi siempre presentan extrañísimas sintomatologías, y una lucha por parte del staff médico –con el doctor Gregory House a la cabeza- por salvar al paciente. Pero al menos a mí, y aun a pesar de que tengo debilidad por las historias de hospitales, House me interesa por motivos que no tienen nada que ver con lo medicinal o con los típicos dramas de vida-o-muerte. Lo mejor de House, sin duda alguna, es House: un médico tan brillante como antipático, que goza comportándose como el paradigma de la anticorrección política tanto con los enfermos como con su equipo –y hasta con sus superiores.
House está más cerca de ser un detective que un médico. David Shore, el creador de la serie, confesó sin culpas que su inspiración fue Sherlock Holmes, otro misántropo brillante capaz de resolver cualquier enigma, y por cierto: igualmente adicto a las drogas. (Ya en los relatos originales de Sir Arthur Conan Doyle, Holmes se inyectaba una solución de cocaína al siete por ciento.) El ladero de House no se llama Watson, sino Wilson. Y aunque House no toca el violín como Holmes, sí toca el piano –como el mismísimo Hugh Laurie. De hecho, el apartamento de House es el 221 B, la misma dirección que Holmes y Watson compartían sobre Baker Street. Es fácil imaginar que al igual que Holmes, House utiliza los opiáceos y los casos terminales para mantener su cerebro en una suerte de high permanente; la vida común y corriente los aburre hasta la desesperación. También es posible conjeturar que esa ansiedad trata de ahogar un dolor pasado, o de disimular un vacío espiritual capaz de inducirles un vértigo de muerte. Pero por fortuna, así como Holmes es una criatura decididamente pre-freudiana, hasta donde he podido ver House se mantiene a prudente distancia de interpretaciones psicologistas: si algún día nos enterásemos de que House es como es porque su mamá no lo quería, el personaje se derrumbaría como un castillo de naipes.
Si en algo triunfó David Shore en su deseo de emular a Conan Doyle, es en el de haberse echado encima la misma maldición: en algún sentido, tanto Holmes como House son personajes demasiado grandes para las ficciones que los encierran. Esperemos que Shore no decida matarlo alguna vez para quitárselo de encima, como hizo Conan Doyle con Holmes para después verse obligado a resucitarlo. Cuando yo miro House no lo hago para ver qué nueva enfermedad extraña me presentan, ni qué ingeniosa solución se le ocurre al protagonista: lo hago, ante todo, para atender al drama de un alma en llamas, enfrentada a los fantasmas que le quitan el sueño.
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Y dicho sea de paso: vi el segundo capítulo de Héroes. ¡Cada vez se pone mejor!