Recibí El poder del perro, de Don Winslow, como regalo de cumpleaños de parte de mi amigo el guionista Marcelo Camaño. “Te va a gustar”, me aseguró como quien sabe de lo que habla y me conoce bien. No tuve demasiadas dudas al respecto. Ya había leído algunas cosas sobre el libro de parte del gurú Fresán. El voluminoso relato me acompañó de Buenos Aires a Barcelona y siguió vivo en mi interés a pesar de los avatares del viaje –lo cual no es poco decir.
Admito que tuve que luchar contra lo que se me apareció como chatura de su lenguaje. Quizás me jugaron en contra las palabras del maestro Richard Price, que en esos mismos días había insistido en la vieja idea de que más allá de lo que cuenta, cualquier relato debe proceder de acuerdo a las reglas incantatorias de la música: además de narrar bien, debe sonar bien. Y Winslow cuenta de una manera que para mi gusto es demasiado elemental. Mientras leía, no podía dejar de preguntarme: ¿será esta forma de narrar –plana y práctica, casi a la manera de un pre-guión cinematográfico- lo que el grueso de la gente quiere leer? Las cifras de ventas parecen indicarlo, al menos. En ese caso, amigos, estoy en problemas…
En más de un sentido, leer El poder del perro se me antojó igual a releer las viejas novelitas de cowboys que le robaba a mi abuelo cuando niño, firmadas por nombres y alias estilo Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane y Clark Carrados. Sus personajes no tienen más espesor que la plancha de papel sobre la que sus dudosas hazañas han sido impresas. Y sin embargo no pude dejar de leer sus más de 700 páginas. ¿Por qué?
Imagino que su atractivo deriva del poder que todavía conserva sobre mí (y sobre Marcelo, aventuraría, y por supuesto sobre Rodrigo) otro subgénero de la narrativa infanto-juvenil: los cuentos de hadas con vena terrorífica, al mejor estilo Hans Christian Andersen. Esas narraciones que hoy se ven tan políticamente incorrectas (esos eran tiempos en que padres y escritores trataban de preparar a los niños para la eventualidad del temblor en la noche, en lugar de –como hoy tiende a hacerse- negar la posibilidad de su ocurrencia), trabajaban poéticamente sobre la naturaleza de este mundo. La idea no era sugerir la existencia de trolls, brujas y sirenas, sino más bien de poner en contacto al lector con el lado oscuro del universo y describir el azaroso camino de la existencia humana, que encuentra tan fácil destruir y tan difícil construir.
En este sentido, El poder del perro es un terrorífico cuento de hadas para adultos, porque nos confirma lo que ya intuimos, o nos visita ocasionalmente en nuestras pesadillas: la idea de que el orden de nuestras civilizaciones es pura fachada, y que nuestras sociedades están en manos de organizaciones supralegales de un poder casi omnímodo que coleccionan naciones y presidentes como nosotros coleccionamos libros o música.
La diferencia entre los narcobarones, políticos y agentes secretos de El poder del perro y el Sauron de El señor de los anillos es una de género declarado, nomás: todos ellos resultan inasibles, tienen por aliadas a las clases medias y pudientes y a las elites científicas (¿qué otra cosa es Saruman en la novela de Tolkien?) y construyen un poder que crece de modo directamente proporcional a la debilidad humana. ¿O debería decir a su imbecilidad?
