Pude, por fin, visitar “Ground zero.” Te confieso que lo había evitado deliberadamente. No sólo por eludir a los turistas pornográficos, sino porque el luto no había terminado. Cómo medir la dimensión de la tragedia. Por el número de muertos o por la sombra que nos dejó. Ha sido, sigue siendo, un asombro sombrío.
Con las construcciones en marcha, todavía este junio descontentadizo, se han encontrando restos humanos. El lugar de la tragedia es ahora una tumba encubierta.
Pertenece al lenguaje de las catástrofes el que cada uno tenga una memoria distinta de las Torres cayendo. Tal como se ha demostrado en este caso, hasta los testigos terminaran narrando experiencias contrarias. Porque si la memoria es una economía del olvido, en la de una catástrofe el lenguaje ya no nos acoge, zozobra. La “cero zona” es esa resta.
Qué monumento sería suficiente para las víctimas de lo mucho que puede el hombre contra el hombre. Casi todo lo que se ha construído es entrañablemente ofensivo. Desde el monumento a los caídos, levantado por los pálidos ofendidos de la Guerra Civil, hasta la desagradable estela a las víctimas del terrorismo en la calle Tarata, en Lima, que impone el nombre del alcalde como custodio de la memoria, ese exhibicionismo público termina siendo obsceno.
Me temo que el Museo del 11 de Setiembre, que se construye bajo tierra, en el mismo lugar donde estuvieron las Torres, y debe inaugurarse en un par de años, sea otra representación agonista. Se sabe que mostrará las columnas originales de las Torres Gemelas. De las 2,752 víctimas no se ha podido identificar a 1,100; el Museo tendrá que albergar los miles de mínimos fragmentos sin nombre. Alrededor del jardin, seis nuevos rascacielos empiezan a ser levantados. Se espera que sea menos espectral el nuevo Port Authority diseñado por Santiago Calatrava.
No se a tí, pero a mi las Torres Gemelas nunca me parecieron un prodigio arquitectónico sino un ominoso exhibicionismo. No me extraña que Lewis Mumford las haya descalificado por su diseño claustrofóbico. Después de la tragedia, he descubierto que otros también han sentido, caminando a su sombra, la inquietud de lo siniestro. Rosalba Campra, la escritora argentina, lo ha escrito mejor que yo: lo monumental nos intimida como precario. Qué son las torres sino desafíos de poder, y cuántas veces se han venido abajo en la historia de la ambición humana.
Mis muertos favoritos, lo tengo dicho, son dos. El peruanito que recibe una llamada del restaurante Windows on the World ofreciéndole unas horas extras para mañana, a la hora del desastre. Su madre dijo que él nunca habría rechazado trabajar más. Y el colombiano, empleado de una inversora, que esperando turno frente al ascensor, al abrirse las puertas le ofrece su lugar a una mujer sollozante. Su padre dijo que en ese gesto reconocía a su hijo. Son doblemente dos, por dentro, hasta hacer sentido.
De vuelta de Nicaragua, una estudiante me contó que ese 11 de setiembre, desde la escuelita en construcción, vio a un campesino que subía la montaña. Lentamente llegó hasta ella y le dió un abrazo. Reciba, le dijo, mi más sentido pésame, por la desgracia que sufre su país. Ella encendió la radio al horror. Pero aquel campesino la había acogido en el lenguaje.
