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Escrito por

Jean-François Fogel

Jean-François Fogel Periodista y ensayista francés, trabajó para la Agencia France-Presse, el diario Libération, el semanal Le Point y el mensual Le Magazine Littéraire. Ha vivido una parte de su vida en España donde empezó una segunda carrera como asesor para empresas de prensa. Fue asesor del director del diario Le Monde, desde 1994 a 2002, y sigue trabajando en la concepción y la remodelación continua del sitio Internet creado por el vespertino. Es maestro y presidente del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha publicado varios libros sobre literatura francesa y sobre América Latina, entre los que destaca  un ensayo sobre el periodismo digital, Una prensa sin Gutenberg (Punto de Lectura, 2007).

En 2010 se dedicó a renovar los seis sitios de los diarios del grupo francés SudOuest, donde continua siendo asesor de la estrategia digital. En los últimos años, se encargó de la creación de una plataforma de información digital para el grupo France Televisions, una de las tres más importantes de Francia. Asesora a varios medios en Europa y América Latina tanto en la concepción de sitios, como en la organización de la producción digital. Es director del Executive Master of Media Management, del Instituto de Estudios Políticos de Paris (Sciences Po).

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Una muestra

Mal, mal día frente a la sierra de Ávila, en Caracas. En un viaje puede pasar de todo. Mal tiempo, malos encuentros, hasta desencuentros, puede pasar de todo menos enfrentarse con la imagen falsificada de tu propio país. Es lo que encontré en un ejemplar de Número, revista literaria colombiana que llegó a mis manos por pura casualidad. ¿Por qué este ejemplar?, ¿Por qué frente a la sierra de Ávila? ¿No se puede respetar a la naturaleza? El último número de Número me habría salido mejor que aquel número 46, con fecha: septiembre, octubre, noviembre del 2005, aunque...

Aunque empecé mi lectura por un ensayo sobre Giacomo Casanova escrito por un músico venezolano: Paul Desenne. Una notita dice que Desenne tiene una “agrupación de creación colectiva” que se llama Alzheimer. La utilizo para hacer un CD en forma de “comentario sobre la demencia senil de la cultura”. Me gusta este Desenne y me gusta lo que dice de Casanova, autor que nunca fue senil, incluido el otoño en que se dedicó a revisar sus memorias. Además, Desenne sabe que se necesita tener más valor para el libertinaje que para la guerra, y expresa muy bien lo que permitió las grandes hazañas de Casanova: “... el coraje de dejar florecer su deseo, por más terrible que sea...”.

Mañana saldré a comprar los CD de Desenne, pero por el momento sigo con Número y llego a la “separata especial” de la revista, una “edición bilingüe de autores franceses contemporáneos”. Es fácil saber de dónde viene. Un Sr. Philippe Valeri, consejero de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Colombia reconoce en una introducción que puso, no voy a decir su mano, más bien su pata para establecer una muestra de autores de “la literatura francesa contemporánea”.

Viajando, estoy dispuesto a aceptar todo: en el hotel cinco estrellas no se puede beber el agua del grifo, no me importa; necesité casi tres horas para ir desde el aeropuerto hasta Caracas, lo aguanté; todas las cadenas de televisión de Venezuela funcionan la mitad del tiempo “en cadena” mostrando el mismo Chávez que reparte diplomas y dinero a las mismas personas vestidas de rojo, está bien, la construcción del “socialismo del siglo XXI” es asunto de los venezolanos; pero cuando una persona cuyo sueldo se paga con mis impuestos presenta como literatura francesa contemporánea a Linda Lë, Amélie Nothomb, François Barre, Alain Robbe Grillet, Charles Juliet, Laurent Gaude, Gérard-Georges Lemaire, Colette Lambrichs y Rachid O, me parece que entramos en una zona donde la ley debería permitir el uso ciego de la violencia en nombre de la defensa de la civilización. Pago impuestos para que un funcionario presente la novela Les gommes de Alain Robbe-Grillet (año de publicación: 1953) como literatura francesa contemporánea. Soy un ingenuo: pensaba que los funcionarios franceses tenían órdenes de desmentir la existencia del “nouveau roman” frente a cualquier pregunta de un estudiante que por mera casualidad se dedicara al estudio de la literatura francesa.

A los que se preguntan a dónde voy, solo quiero decir que vemos, en la propuesta reaccionaria de un funcionario francés que sirve una novela de medio siglo como pollo nuevo, el síntoma de la decadencia total de una literatura incapaz de asumir la pérdida de su esplendor. A los venezolanos (hoy, pero argentinos ayer, chilenos o colombianos mañana) que me preguntan, con sumo cariño, lo que pasa con los autores franceses solo puedo responder la verdad: no pasa nada. Lo mejor que ocurre en Francia, en estos días, es el descubrimiento de un manuscrito inédito de Alexandre Dumas: Le chevalier de St Hermine (Editorial Phebus). Así se tiene la serie completa de las tres novelas históricas sobre la Revolución. Claro que este paquete no compite con Los tres mosqueteros, Veinte años después y El Vizconde de Bragelonne que quedan como la cumbre del arte de Dumas. Pero Francia, la verdadera Francia, el país de la maldad escondida, de las luchas de poder y de un idioma incipiente y sublime es la Francia de Luis XIII.

De la misma manera que se resucita a Dumas, se saluda con emoción el descubrimiento de papeles inauditos de Gustave Flaubert: Vie et travaux du R.P. Cruchard et autres inédits (Editorial universités de Rouen et du Havre). Cuidado: son papeles que no constituyen un libro como tal. Y como se puede suponer, el mejor artículo sobre esta cosa flaubertiana es del inglés Julian Barnes en el diario The Times.

Hablar de los maestros del deslumbrante siglo XIX francés es otra manera de decir que seguimos viviendo una decadencia. Desde la segunda guerra mundial, desde el “nouveau roman” de Robbe Grillet que tanto hizo para matar el arte de la novela, hubo muy poco, poquísimo. Solo unos autores aislados en una corte de payasos. En lugar de analizar en Número aquella extraña muestra de autores que escriben en francés más que autores franceses -tiene razón Sr. Valeri, ya no se encuentra una dosis suficiente de talento en Francia- más bien vale la pena leer en línea un texto muy cómico de un joven francés: Histoire saisissante de la litterature française d’après-guerre (Historia para asombrarse de la literatura francesa después de la segunda guerra mundial). No sé nada de su autor, Eric Pessan, pero es un buen mozo. Tiene mala leche para todos. Se burla de todos los que publicaron en el último medio siglo. Su texto es para reír, pero habla de la soledad definitiva de las últimas generaciones. No tienen a ningún maestro desde hace ya medio siglo. No se puede crecer sin matar a los padres.

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17 de febrero de 2006
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Caminando (muy lento) hacia Caracas

Desde el avión, el estado de Vargas es un paisaje ordenado: una sierra verde, continua, de donde sale, en cada quebrada, un charco de lodo coronado por edificios. Meramente, en la última vuelta para alinearse con la pista de aterrizaje, se ve, fugaz, Caracas con sus barrios suspendidos como los balcones de un teatro. La autopista vacía lo dice todo: desde que se rompió uno de los viaductos que sostienen la vía de tránsito entre Caracas y su aeropuerto, la capital de Venezuela es una meta remota. En un país que tuvo, en 2005, veinte mil millones de dólares de superávit por el alza del precio del petróleo, los habitantes de una ciudad de seis millones de habitantes tienen que hundirse en una sierra para tomar un vuelo.

Hay tres maneras de ir desde el aeropuerto de Maiquetía hacia Caracas. La pista de Galipán es la más rápida (una hora y media) pero para utilizarla se necesita un vehículo 4x4 y aguantar un recorrido poco cómodo. La carretera de Callaca es la más larga: cerca de cuatro horas para más de ciento veinte kilómetros; se va lento por la abundancia de los vendedores de todo tipo en una vía de salida hacia el ocio con sus tiendas y sus restaurantes. “Vamos a tomar la carretera de la dictadura” me dice el chofer. La carretera de La Guaira fue construida en la época de la dictadura, en la primera parte del siglo XX. Tendría que ofrecernos un paseo por la sierra: 29 kilómetros, que se traducen en realidad en tres horas de un tráfico surrealista entre los cactus. Los zamuros sobrevuelan una larga cola de vehículos. Naturaleza intacta. Serpiente de carros. Vendedores que salen de un bosque semiseco tropical para proponer cervezas al lado de soldados y policías que patrullan. Es un no-mundo: no es el monte a pesar de la vegetación y tampoco la ciudad a pesar del tráfico.

Por fin, culminando la subida a la sierra se ve abajo, muy abajo en el valle, una publicidad inmensa que grita: “paga tus impuestos”. ¿Para qué? Para el mantenimiento de un camino de cazadores que poco merece el nombre de carretera. En el aeropuerto, un hombre me había propuesto un salvoconducto del ejército para abrirme camino a través de “El Limón”, un barrio que conecta la autopista, antes del maldito viaducto, con la carretera de Guaira donde todos nos aburrimos con más ruido que música. Le dije que no: como todos los que viajan a Caracas de vez en cuando quería conocer la linda montaña que domina la ciudad. Ahora, no sé si tenía que rechazar la oferta, no sé si es tan linda una montaña que se llena poco a poco de botellas vacías y embalajes de plástico. De noche, la carretera solo sirve para los camiones que circulan durante unas horas en un sentido y después en otro pues la anchura no permite que se crucen. Es una invasión permanente, de día y de noche. Guerra del motor a explosión, bajo el sol y las estrellas, en contra de lo que fue un universo deslumbrante. Sigue la conquista de América y como todas las conquistas tiene una cara fea.

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14 de febrero de 2006
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Teoría francesa

Hago lo que el profesor y crítico Wayne Booth consideraba como insoportable: hablar a propósito de dos libros que no he leído. Tengo una buena razón para hacerlo: dos libros intentan liberarnos de lo que se llamaba en EE. UU., en los años setenta, la «French Theory», la sopita conceptual cocinada por pensadores como Jacques Derrida, Jacques Lacan, Gilles Deleuze o Michel Foucault, entre otros. En las universidades norteamericanas, la «French Theory» se vendía bajo la etiqueta de post-estructuralismo, post-modernismo o deconstrucción. Sobre todo deconstrucción pues el pensamiento de Derrida llegó a ser un encuentro ineludible para cualquier estudiante que pretendía conseguir un título de «Master of Arts».

Derrida tuvo un papel fundamental en la influencia de la escuela de Yale sobre los estudios literarios en EE. UU. Pero su posición se debilitó con el escándalo de Paul de Man. Pocos se acuerdan de este caso vergonzante: De Man, profesor de origen belga, tuvo el honor de ser estudiado por Derrida. El francés llegó a escribir un libro sobre el belga, aplicando su famoso método de deconstrucción para encontrar todo lo que había en los textos de De Man, tanto lo que decía el autor como lo que callaba. “No hay nada fuera del texto”, decía Derrida. Para desgracia suya se supo después que De Man era un anti-semita que soportó a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y que se casó dos veces en Europa y en EE. UU. sin ningún divorcio entre sus dos matrimonios. Al analizar la prosa de De Man, Derrida no había notado nada raro, sino su admiración por un colega de primer rango. Para muchos ese fracaso fue el primer índice de los límites de la deconstrucción, corazón conceptual de la «French Theory».

De manera extrema, dos libros vuelven hoy sobre lo que queda de aquella teoría francesa. El primero, que se publica en EE. UU., tiene 736 páginas y pretende, segun un artículo de la «Policy Review», eliminar lo que aportaron los pensadores franceses, es decir «unas fuerzas poco amistosas para el amor de la literatura». Theory’s empire: an anthology of dissent (Columbia University Press) es una recopilación de textos de autores que quieren prescindir del pensamiento francés en el momento de gozar de la literatura.

Fresh Théorie (Editions Léo Scheer) se publica en Francia y tiene 600 páginas. Es también una recopilación de textos de autores que quieren escaparse de la teoría francesa. Pero no se atreven a denunciarla. Hacen un homenaje a sus autores para burlarse también de ellos, dice la revista de promoción de los libros del ministerio francés de asuntos externos. El motivo de este desafío es sencillo: Francia, dicen los autores de Fresh Théorie (teoría fresca) no ha conocido los estudios literarios sobre la política, el cuerpo, el feminismo o el post-colonialismo de los otros países por culpa del peso de los maestros de la «French Theory».

Ya hablé en este blog de la caída de las ciencias sociales en Francia y de la visión filosófica que caminaba con ellas. La publicación de estos dos libros es otra prueba del proceso. Ahora se denuncia a los maestros en ambas orillas del océano Atlántico.

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13 de febrero de 2006
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Caricaturas, justicia y Napoléon

No puedo huir más del tema: Ustedes se preguntan ¿Qué pasa en París con el caso de las caricaturas que insultan al Islam? No pasa nada. Nada de nada. Es decir que los periodistas intentan sin éxito vender una salsa con libertad de expresión, guerra de religión y preocupación de poder político. De verdad, no paso nada. Un semanal, “Charlie Hebdo” dice que consiguió vender cuatro ciento mil ejemplares en un solo día al reproducir las imágenes del diario danés que provocaron la rabia de musulmanes en Oriento próximo. Mala polémica para los árboles si se vende más papel, pero las mínimas manifestaciones que se registraron no consiguen inventar una polémica.

La verdad es que Francia se apasionó mucho, pero muchísimo más, con la audiencia de un juez llamado Burgaud. Habló el miércoles durante siete horas frente a una comisión parlamentaria. Era el juez encargado de controlar la encuesta sobre un caso de abusos sexuales a niños en el norte de Francia. Sin entrar en detalles repugnantes o jurídicos, después de dos procesos se decidió que la mayoría de los acusados eran inocentes. Muchos de ellos pasaron dos años en la cárcel, se quitaron sus hijos a varios padres, uno de los acusados se suicidó. Entonces, el parlamento, que tiene meramente el poder de informarse en este caso, dedicó horas y horas de entrevistas a las víctimas, al juez que hizo el informe inicial, al fiscal, para entender cómo pueden ocurrir cosas semejantes. Esto es lo que apasionó a los franceses. Y claro que fue otra oportunidad para hablar de cómo funciona la República.

La República no funciona, su costo sobrecarga a los franceses de impuestos, su funcionamiento corresponde a una monarquía: el Rey es el Estado y los altos funcionarios (expresión muy francesa: les “hauts fonctionnaires”) componen su corte. Francia tiene la cuarta parte de su población activa en el sector público, en el reto de Europa es modestamente el 16%, pero no hay manera de plantear el problema de manera racional: ¿Por qué no funciona la República?

Acabo de encontrar una repuesta en la traducción al francés del libro de un historiador británico: La leyenda de Napoleón de Sudhir Hazareesingh (editorial Taillandier). Sería buena lectura en América Latina donde la visión estropeada de la Revolución Francesa hizo tanto daño. Hazareesingh demuestra cómo un emperador que tenía un poder absoluto consiguió ser la representación de los principios y de las conquistas de la Revolución Francesa. Tesis del historiador: la Revolución Francesa quería eliminar la figura del poder personal, pero puso en su lugar la figura de la persona que encarna a la República. Para esta persona, hablar mucho de igualdad permite cometer crímenes en contra de la libertad. No se puede leer este libro sin pensar en los pequeños napoleones que tenemos, allá y aquí, que buscan construir su pobre leyenda.

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10 de febrero de 2006
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Viejo y nuevo Caribe

La publicación en Espana, por la editorial «Páginas de espuma», del tomo cuatro de Pequeñas resistencias, una antología del cuento en español, es tanto un asunto de literatura como de geografía. El volumen está dedicado al «cuento norteamericano y caribeño» y dice, por el mero hecho de existir con ese subtítulo, dos cosas que no se pueden ignorar. La primera, claro, es la conquista del norte por el sur en las Américas. Los «latinos» ya no son bailadores para la parte oeste de Manhattan, como en West Side Story. La montaña de libros que tengo en mi estudio, sobre los «latin people» en EE UU refleja la preocupación creciente del imperio por la presencia de los hispanohablantes en su tierra. Nada nuevo, pero ojalá: va deprisa. Todos sabemos que por un voto se derrotó, al crear Estados Unidos, la decisión de adoptar el alemán como idioma oficial. No se vota para elegir una cultura y la que viene del sur se nota en todo el sun-belt con una potencia deslumbrante.

Pero – es la segunda cosa que quiero decir – no hay que equivocarse al leer unas palabras como «norteamericano y caribeño». Los dos adjetivos pisan el mismo terreno. El Caribe es norteamericano y costeño. Aún más: en este mundo del Caribe, el viejo mundo es América Latina y el nuevo mundo es Estados Unidos. Tengo recuerdos de viajes por Louisiana y hasta Georgia que me parecen semejantes a los de Colombia o Venezuela. Del norte al sur, todo es igual: comidas, pieles, aguaceros, árboles que se parecen a catedrales vegetales, talento para reír a carcajadas y pasar sin ninguna transición a una tristeza sin remedio.

¿Cuál es la diferencia? Hay una, fundamental: «El Mississippi aparece en el mapa de América con siglo y medio de retraso» dice el historiador Germán Arciniegas en su Biografía del Caribe (mi edición es la de Planeta, de Bogotá, 1993). En un mundo caribeño cuya historia es la repetición de las invasiones en nombre del rey, de Dios, del afán del dinero, del imperialismo, de una misión científica o humanitaria, el sur de los latinos tiene más experiencias que el norte conquistado por los yankees en una guerra civil. Cuando hablamos de Cartagena, San Juan de Puerto Rico o La Habana, hablamos de la vieja civilización. La Nueva Orleans, Miami o Corpus Christi son jóvenes que todavía tienen mucho que aprender. Me gusta el adjetivo del maestro Arciniegas: retraso. En el Caribe, los EE UU son atrasados.

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8 de febrero de 2006
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Un, dos, tres, Jorge Edwards

UN Tengo en la mano “la página de Alberto Fuguet” en la “Revista de libros” del diario chileno El Mercurio. Fecha: 27 de enero de 2006. Es un pedazo incompleto según su titulo: VOCEROS (el síndrome Edwards, parte dos). ¿Qué decía la parte uno? No lo sé, pero la parte dos empieza con una idea que me parece digna de examen: “la novela, tal y cual la conocemos, la novela literaria, la novela de ficción-ficción, está en aprietos”. Fuguet expone una idea muy común: hay que tener algo que vincule la ficción con hechos que se creen ciertos. “Quizás ese sea el secreto, dice Fuguet: saber cuándo mentir, cuándo inventar, cuándo optar por decir la verdad, aunque esa supuesta verdad nunca podrá ser del todo verídica”.

DOS Fuguet, cuya fama llegó más allá de Chile, tiene una imagen (no sé si la cuida) de hombre que vive entre fronteras. Entre Estados Unidos y Chile. Entre Cine y Literatura. Entre joven autor desafiante y artista ya reconocido. Desde aquella posición se piensa dos veces antes de poner la pata en el camino de Jorge Edwards, el autor chileno más reconocido. Después de dar muchas vueltas, Fuguet pronuncia su sentencia: Edwards no es un novelista. Frase clave: “Edwards se ganó el Cervantes por su capacidad de recordar, por su memoria, más que por su capacidad de inventiva”.

TRES Como lector que opina que lo mejor de Edwards, hasta ahora, ha sido Persona Non Grata, relato de su estancia como embajador de Chile en La Habana, estoy dispuesto a compartir la opinión de Fuguet. Esto no me impide leer El inútil de la familia, la última novela de Edwards. Primera frase: “Joaquín Edwards Bello, el personaje principal de este libro, no es ningún invento mío”. Con fechas, títulos de libros y precisiones genealógicas, el autor explica que va a contar la historia del hijo del hermano mayor de su abuelo paterno. Un novelista, jugador empedernido, viajante, aventurero, traidor de su clase social. ¿Es tener a alguien de verdad lo que me tranquiliza como lector? Sin embargo, me parece que nunca Jorge Edwards fue capaz de desplegar tanto talento: va de Europa a América Latina, cita a autores de ambos mundos, circula de una clase a otra de la sociedad chilena, diferencia el amor de la ternura, y el arte de la cortesana del amor sin calidad. Su libro es una novela humana (la trayectoria de un hombre hacia su derrota) y un gran retrato social (en la época en que existían grandes familias). Es el libro de un autor que manda, manda como nunca lo hizo en el pasado. El inútil de la familia es el mejor libro de Edwards y Fuguet sabe muy bien por qué.

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7 de febrero de 2006
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El sabor de Saki

El 14 de noviembre de 1916, cerca de Beaumont-Hamel, en Francia, el soldado británico Hector Hugh Munro se enfadó por un cigarrillo. “Put that damned cigarette out” (apagad ese cigarrillo) han sido las ultimas palabras del autor de cuentos, conocido bajo el seudónimo de Saki. Unos instantes después, la caída de un obús puso fin a la vida de un artista cuya obra se reedita de manera regular. Esta vez, la editorial Alpha Decay de Barcelona lo hace en grande, con la publicación de sus Cuentos completos, es decir la traducción al español del volumen que la colección Penguin propone en inglés con un diablo, a la vez macho cabrío y hombre, en su portada.

Saki sirve para todos y vale la pena estudiarle a fondo. Técnicamente se compara a Somerset Maugham: la estructura de sus cuentos es de primera. Por la procedencia de su extraña identidad se parece a Rudyard Kipling, como él, nació en el imperio y trabajó allá (en su caso, en la policía de Birmania). Sus cuentos tienen un sabor específico, con un olor que está entre el del sillón Chesterfield donde se lee el Times y el de la presencia de animales en el vecindario de una casa de campo. No llegó a dar a sus animales la posibilidad de ser conscientes pero, por lo menos, les entrega un protagonismo fuera de lo normal. La madre de Saki murió en un accidente estúpido, y su recuerdo se nota en muchos cuentos cuyo fundamento es único: no hay que creer en la existencia de seres inofensivos.

En realidad, Saki es el único autor que corresponde a la figura pública del actor norteamericano WC Fields: odia a los niños y tampoco le gustan los animales. Para él, puercos, bueyes, perros domésticos son enemigos que merecen ser tratados como tal. Y cuando se trata de los niños, no duda en un retrato estable de la mala raza: son mentirosos, dedicados al chantaje, corruptos, disimulados, rencorosos. No voy a decir nada de las mujeres, pues para Saki son peores que los animales y los niños.

Saki es una humanista que no soporta nada, ni el más mínimo cigarrillo. Le encanta poner a Reginald y Clovis, los héroes más frecuentes en sus cuentos, en una posición difícil o humillante. ¿No respeta nada? Por lo menos le gustaba la poesía de Omar Khayam: robó su seudónimo en el Rubayat. Saki es proveedor de bebidas exquisitas, tal como HH Munro, hoy, es un proveedor insuperable de cuentos irónicos. Por primera vez entra con todos sus cuentos en el universo castellanohablante. Es una gran noticia. Bienvenido Sr. Saki, sabremos reconocer en sus desprecios la gran carga del humorista en contra de la vida que tenemos, entre niños, mujeres y animales.

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6 de febrero de 2006
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Los sushis, de A a B

Primero, una advertencia: cuidado con los sushis. El pescado tiene que ser muy fresco. Escribo esto desde mi cama con el peso de una experiencia personal, reciente y definitiva: pescado fresco para los sushis. El pescado que “no ha tocat el gel” (que no tocó el hielo), como dicen los catalanes, puede ser de dos tipos: tan fresco que la etapa de la congelación no fue necesaria antes del consumo o más bien que se intentó prescindir de la etapa de la congelación aunque era necesaria. Acabo de probar la segunda técnica. No funciona.

Aunque, hay una segunda cuestión sobre los sushis: no hay bien que por mal no venga. Al acostarme hice el gesto improbable, irracional, irrepetible: tomar mi copia de El Jorobadito de Roberto Arlt. Un libro impreso el 17 de junio de 1958 por la Editorial Losada S.A. de Buenos Aires. Es tan mala su calidad que el papel ya está hecho polvo. La portada es peor que un sushi malo: su color se parece al charco de un sorbete de naranja después de dos horas de exposición solar en el trópico. La impresión tipográfica es mala, la encuadernación agotada. Este libro es un horror. Lo adoro. Y de pronto, me pongo a releer uno de los cuentos, Escritor fracasado. Es la narración de un ser noble que cuenta cómo pasa, poco a poco, de ser un escritor con futuro a un artista lleno de dudas, a miembro de un grupo vanguardista experto en insultos, a un escritor perdido, a un crítico literario y, por fin, a un fracaso. Escritura en primera persona del singular. Tono de la confesión.

“El genio, la belleza, el arte, constituyen para mí un disfraz destinado a encubrir las reducidas dimensiones de mi inteligencia, que a su vez se apoya sobre la estructura de una vanidad inconmensurable”. ¿Cómo Arlt consiguió adivinar el fondo de la personalidad de tantos que se dedican a las letras en Francia? Aquella pregunta fue mi primera reacción deslumbrada antes de entender algo obvio, comprobado enseguida al salir de la cama para buscar las Illusions perdues (no hay que traducir al castellano) de Honoré de Balzac. El monólogo del escritor fracasado de Arlt es la voz de Lucien Chardon que decide llamarse Lucien de Rubempré cuando va desde su provincia a París y, al intentar conseguir la fama como escritor, se desmonetiza en una posición de periodista.

De A(rlt) a B(alzac), es verdad que los sushis no me parecían tan malos. Rubempré dice al final de la novela, desde su fracaso, que por lo menos le queda el tiempo suficiente para matarse. Es decir: puede actuar todavía, lo que es un mensaje de esperanza. El escritor fracaso es un artista que tiene otra obra por venir. Como el consumidor de sushi: tarde o temprano dejará su cama para sentarse a la mesa.

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3 de febrero de 2006
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Mariquita en Cuba

Leo Adiós Mariquita Linda de Pedro Lemebel (editorial Sudamericana, Señales) y me impresiona el verdadero gueto donde vive el autor por ser “marucho” de la especie de las “mariquitas”. Su mundo homosexual es tan cerrado que entrega un glosario al final de su obra para ayudar al lector despistado por “marucho” u otra palabra de su jerga homosexual. Claro que no sabía (uno no puedo saber todo) que “mamao beat-box” es “un acompañamiento musical realizado por los raperos donde el micrófono es reemplazado por el falo”. Pero al contrario, lo que entendí desde la primera línea es que Pedro Lemebel es un escritor.

Sus descripciones de caminatas a través de Santiago de Chile, sus relatos de momentos difíciles en Perú son suntuosos bocetos, tal como los bocetos, dibujos hechos con lápiz y papel, que reproduce en su libro. Lemebel, que no conocía hasta leerle, que aparentemente hizo su libro con pedacitos de lo que publicó allá y allí, camina con talento en una tierra de amores malditos y de sabor poético (“…solo conocí el mar, la otra parte son aguas que te seducen en un vértigo de miradas o palabras de un joven poeta…”). El libro no se parece a nada pero da todo, hasta el relato de una noche de amor no cumplido con un homosexual enfermo de sida en Cuba. En una isla que creó el concepto del sidatorium para encarcelar hasta a sus pacientes potenciales (que llevan el virus sin que se manifieste la enfermedad); son encuentros con prófugos que huyen de una cárcel pero llevan su verdugo por dentro. Encuentros con seres inalcanzables, lo viví hace años, y que te dejan una amargura para siempre.

Pero con Lemebel, no sé por qué, aquel encuentro es más bien un momento de gracia. Todo lo que escribe sobre Cuba en su libro es excelente, gracioso. Me acuerdo que en Cuba a los mariquitas les dicen mariposas. Lemebel escribe como vuela una mariposa. Hasta tal punto que me llevó a buscar el famoso poema “Son de negros en Cuba” que Federico García Lorca dedicó a Fernando Ortiz para entregar un son a la isla. ¿Era tan bueno como lo recordaba? Sí. Gracia intacta; gracias a Lemebel por llevarme a releer lo que da un sol para todo el día: "Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba, iré a Santiago en un coche de agua negra. Iré a Santiago. Cantarán los techos de palmera. iré a Santiago. Cuando la palma quiere ser cigüeña, Iré a Santiago". Lemebel fue a Cuba, y para parodiar la frase clásica de los machistas de la isla, es un escritor que tiene lo que hay que tener.

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31 de enero de 2006
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Imperialismos

Hasta el fin de la primera guerra mundial, el imperio era el sistema político más común en nuestro planeta. Tengo que recordar ese dato elemental, que figura en los primeros cursos de cualquier estudiante de ciencias políticas, antes de recordar la dolorosa mirada de Francia sobre su pasado. Fueron once meses de polémicas y desafíos sobre unas palabras de una ley del 23 de febrero del 2005 que hablaba del “papel positivo de la presencia francesa en ultramar”. Para decirlo de manera directa, los diputados y senadores franceses celebraban así la obra colonial de Francia, hasta el miércoles pasado: vencido, el presidente Chirac, que pretendía pedir la mera reescritura de estas palabras, optó ese día por proponer que sean borradas.

Francia, que tiene un presente difícil, se dedica a debates sobre su memoria. Lo normal es volver al periodo de vergüenza mayor: la ocupación alemana, cuando Francia fue el único país cuyas autoridades legales aceptaron negociar con los nazis. (En otras partes no había gobierno nacional, o existía un gauleiter, un especie de procónsul nazi, o después de una incorporación al Reich había un administración directa). Los franceses saben que las leyes en contra de los judíos se tomaron en esta época sin que los alemanes pidieran nada. Es un periodo de vergüenza y la otra vergüenza es lo que cuesta reconocerlo.

Ahora viene el turno del imperio colonial francés, otra vergüenza para muchos, y tan difícil de reconocer. El contraste no puede ser más grande con el Reino Unido que asume, y prolonga en gran parte con el Commonwealth, lo que fue su imperio. Hay que leer el libro de Niall Ferguson El imperio británico (Editorial Debate, Madrid) para entender aquella diferencia. Empieza con un examen a fondo de los discursos a favor y en contra de una polémica sobre el pasado imperial del reino que no cambiará en nada el pasado. Es un excelente libro, que corresponde a lo que fue una excelente serie de la BBC y el autor no niega su orgullo imperial. En 1982, cuenta, al entrar a la Universidad de Oxford, se negó a sumarse al voto de una asociación estudiantil a favor de una moción para deplorar la colonización. No faltan los libros como este para celebrar de manera indirecta el imperio. Voy a citar dos: uno ya viejo, Pax Britannica de Jan Morris, y otro más reciente, The Zanzíbar Chest de Aidan Hartley, que es una maravilla y merece ser traducido a todos los idiomas (es insuperable sobre Somalia en la época reciente).

Es extraño ver cómo Ferguson, frente a la palabra actual de “globalización” inventa la de “anglobalización” con un entusiasmo imperial. Todo lo contrario de Francia que sufre al evocar su pasado. Claro que nosotros, los franceses, actuamos con la dosis de hipocresía que nos corresponde: hoy la prensa dice maravillas de un libro de Conan Doyle: The crime of Congo (el crimen del Congo); fue escrito en ocho días en 1909 por el inventor de Sherlock Holmes para denunciar lo que hacía Leopoldo II en África. Ahora, la editorial “Les nuits rouges” lo saca con el título Le crime du congo Belge, con un epílogo de Colette Braeckman, periodista belga muy reconocida. Qué placer imaginar que los belgas han sido los peores en África.

¿Para qué hablar de la historia imperial? Para entrever si va a ocurrir algo con los discursos de Evo Morales o de Hugo Chávez. El primero ataca de frente al colonialismo español y el segundo va repitiendo que la construcción del imperio español destruyó las sociedades precolombinas que eran todas, dice, “socialistas”. Por el momento, las Cortes no votaron nada para celebrar “el papel positivo” de Hernán Cortés o Francisco Pizarro; los diputados españoles no son tan tontos como los franceses pero dudo que se eluda por mucho tiempo una cierta polémica.

Si ocurre, habrá que recordar lo fundamental que fue el imperialismo para la literatura escrita. Podemos hablar de choques creativos y mortales, mortales pero creativos, desde Conrad a Naipaul y desde Ngugi Wa Thiongo a todo lo que se escribió en español o portugués en América Latina. Dentro de los sitios web que voy viendo hay uno dedicado al impacto del colonialismo y el imperialismo sobre la literatura en inglés. Es de la Universidad de Singapur y tiene un mapa en su portada. ¿Cuándo y cómo vamos a tener algo parecido para el mundo iberoamericano?

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30 de enero de 2006
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