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Escrito por

Jean-François Fogel

Jean-François Fogel Periodista y ensayista francés, trabajó para la Agencia France-Presse, el diario Libération, el semanal Le Point y el mensual Le Magazine Littéraire. Ha vivido una parte de su vida en España donde empezó una segunda carrera como asesor para empresas de prensa. Fue asesor del director del diario Le Monde, desde 1994 a 2002, y sigue trabajando en la concepción y la remodelación continua del sitio Internet creado por el vespertino. Es maestro y presidente del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha publicado varios libros sobre literatura francesa y sobre América Latina, entre los que destaca  un ensayo sobre el periodismo digital, Una prensa sin Gutenberg (Punto de Lectura, 2007).

En 2010 se dedicó a renovar los seis sitios de los diarios del grupo francés SudOuest, donde continua siendo asesor de la estrategia digital. En los últimos años, se encargó de la creación de una plataforma de información digital para el grupo France Televisions, una de las tres más importantes de Francia. Asesora a varios medios en Europa y América Latina tanto en la concepción de sitios, como en la organización de la producción digital. Es director del Executive Master of Media Management, del Instituto de Estudios Políticos de Paris (Sciences Po).

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En busca de un clásico

Donis Donoghue, profesor de la New York University, sacó antes del verano un libro que no para de atormentarme: “The American classics” (Yale University Press). Otra vez (no sé cuantas veces lo he hecho, de verdad) lo tomé conmigo para un largo viaje aéreo. Es un libro que empieza sin matices: en tres páginas afirma que la literatura norteamericana cuenta con cinco libros que se pueden considerar como “clásicos”. No son cuatro o seis: cinco si no cuatro, afirma Donoghue, que se conoce sobre todo por sus trabajos sobre la literatura inglesa e irlandesa.

Claro que la pregunta es automática cuando se sale de esta manera a un recorrido literario: ¿Qué es un clásico? Donoghue contesta utilizando el famoso texto con un título epónimo de T. S. Eliot. Un clásico, decía Eliot, satisface tres condiciones: expresa una civilización madura, utiliza un idioma maduro y es producto de un creador cuya imaginación es madura. Utilizando estos tres criterios, Eliot afirmaba, en 1944, que toda la literatura europea contaba con dos clásicos: ”La eneida” de Virgilio y “La divina comedia” de Dante. “No hay clásicos en inglés” decía Eliot y Donoghue no se atreve a contestar su afirmación. Aunque...

Aunque hay libros que sobreviven a las interpretaciones que cada generación le pone por encima, capa tras capa de supuesto análisis y visión de su contenido. Sobreviven, aguantan y, explica Donoghue, son clásicos que sobresalen entre los otros libros que obligan al uso de una interpretación específica para mantener su validez. Los críticos Frank Kermode y Lionel Trilling ayudan un poco en ese razonamiento que permite rescatar a cinco obras: los clásicos de Estados Unidos según el autor. Son “Moby-Dick” de Melville; “La letra escarlata” de Hawthorne; “Walden” de Thoreau; “Hojas de hierba” de Whitman; y “Las aventuras de Huckleberry Finn” de Twain. No hay que conocer en gran detalle las costumbres de las ballenas y de los hombres que las cazaban con barcos de vela para entender la locura cósmica del capitán Ahab, y podemos decir lo mismo de los otros cuatro clásicos.

La pregunta, tan enorme que un viaje transatlántico no basta para responder, la pregunta entonces es: ¿cuáles son las obras que corresponden a los criterios de Donoghue en otros idiomas? Hay una trampa, claro: pues el blando niño mal criado de Saint-Exupéry que finge ser un príncipe vive en una obra más fácil de entender para lectores a lo largo del mundo que toda la obra de Proust. La calidad tiene su papel en la selección. Hablamos de una competencia con Virgilio. Por el momento, voy cocinando mi lista tanto en francés como en español. Y, por el número de obras, me siento más cercano a Eliot que a Donoghue. El genio no es un producto de masa.

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9 de diciembre de 2005
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Chávez, ausente y en todas partes

Estoy en Caracas. La República bolivariana de Venezuela ya no es una democracia según el criterio de Montesquieu. La ausencia total de la oposición en el cuerpo legislativo desde las elecciones del domingo pasado pone un punto final a la separación de los poderes. Los tres - ejecutivo, judicial, legislativo – actúan bajo la orientación de una fuerza política única, el chavismo, cuyo único líder es Hugo Chávez.

Me cuesta un poco de esfuerzo encontrar un cartel que se despegue de una pared: “democracia, participación, cristianismo es socialismo”. No hubo mucha propaganda, menos que en otras votaciones, me dicen amigos. Milagro del poder político cuando roza el absolutismo: ya no es necesario mantener la visión permanente de la autoridad. La intuición se confirma al entrar a la librería Alejandría 1, en el paseo de Las Mercedes. Antes, es decir aún a principios de 2005, había una mesa dedicada a Chávez. Revisando la oferta, veo que sólo hay un libro que sobresale, el “Chávez sin uniforme” de Cristina Marcano y Alberto Barrera Tyszka. Es un retrato excelente y poco común por su forma: se parece a una novela de aprendizaje. El lector no sigue tanto una cronología sino la historia de la formación de un ego de un tamaño descomunal. Al salir compro la revista Exceso que tiene un artículo sobre la blogosfera venezolana. Revisando el texto, veo que Montesquieu puede preocuparse: ya no hay separación de lo real y lo virtual, pues la fractura entre oficialismo y oposición existe también en el ciberespacio.

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8 de diciembre de 2005
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Nadie, nada, nunca

Se me escapó, el martes por la noche, un homenaje a Juan José Saer en la Maison de l’Amérique Latine. El evento me parecía inverosímil: el escritor argentino llevaba casi cuarenta años viviendo en Francia. Era más parisiense que muchos parisienses. Tanto, que consiguió la rarísima hazaña de publicar la traducción al francés de una novela suya con el título original en castellano: “Nadie, nada, nunca”. Al ver que no conseguía ir al evento me dediqué a recordar si otro escritor latino impuso así el español al francés. En los últimos años creo que no hubo nadie.

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7 de diciembre de 2005
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Defensa del patrimonio

Se ha dicho todo sobre la mala relación de Francia con EE.UU. Y con Inglaterra, ni hablar desde Napoleón. Pero me parece que todavía no hemos visto nada. Ahora, los anglosajones amenazan el patrimonio francés. ¿Qué queda del patrimonio en un país plagado por el desempleo, con motines en los suburbios de sus metrópolis y un estado en quiebra? Bueno, queda Proust. Los quince libritos de la colección blanca de la NRF que componen “En busca del tiempo perdido”. Chirac entra y sale del hospital, los jóvenes árabes queman carros, la deuda pública alcanza el 120% del producto interior bruto, pero queda Proust.

Es donde aparecen los anglosajones pues la casa editorial Viking Penguin acaba de publicar una nueva traducción de la obra maestra de Proust y basta leer el título de los dos primeros libros para entender la polémica. En francés, la primera parte se llama “Du côté de chez Swann”. C.K. Scott Montcrief, el primer traductor de Proust al inglés propuso en su época un magnífico “Swann’s way” que suena aún mejor que el idioma original. En el Reino Unido, en la nueva traducción, ese título sale ahora como “The way by Swann”, una creación oligofrénica cuyo única inspiración tiene que ser lo que se lee en camisas y pantalones: “Polo by Ralph Lauren”. No hay ninguna razón para cambiar el status de Swann que pasa a ser mero creador de un camino (way) en lugar de ser su propietario. (En Proust, no hay otra propiedad que la de las emociones proporcionadas por una experiencia recordada).

Pero la cosa no se detiene en el primer volumen. Viene el segundo: “A l’ombre des jeunes filles en fleurs”. Montcrief propuso para esa poesía imposible de traducir (en francés “la fleur de l’âge” significa la juventud) un “Whithin a budding grove” que da la idea de una masa vegetal a punto de florecer sin arriesgar la vergüenza de una metáfora barata: una jovencita es una flor. Pero los anglosajones, tanto los ingleses como los americanos, cometieron ese crimen al poner sobre la portada “In the shadow of young girls in flower”. Ya no estamos en Ralph Lauren sino en la moda hippie... No me importa que Chirac se lleve muy mal tanto con Bush como con Blair pero Proust, por favor.

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6 de diciembre de 2005
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La ciudad te seguirá

Un día que empieza con “Encuentro” en el buzón del correo es un día feliz. Este sábado fue un día feliz: recibí el número 37/38 de Encuentro de la cultura cubana. No se puede resumir cerca de cuatrocientas páginas editadas con cuidado y, como siempre, imprescindibles para los cubanófilos. Pero hay que destacar una serie fenomenal de gouaches sobre impresión foto-numérica dedicada a los ingenieros cubanos. Son pinturas/fotografías (no sé cómo se puede nombrar aquella técnica mixta) de dos arquitectos habaneros residentes en París: Teresa Ayuso y Juan Luis Morales. Muestran fábricas en ruinas que tienen la gracia surrealista de grandes barcos callados en el campo. Podrían ser un sueño de Delvaux, pero de verdad son hechos por Castro.

“Encuentro” trae también el primer (primero, pues supongo que habrá otros) adiós al hombre que tenía, según sus propias palabras, castroenteritis: Guillermo Cabrera Infante. Basta hojear los textos para descubrir una maravilla. Página 256, Enrico Mario Santí, profesor de estudios hispánicos en la universidad de Kentucky (Lexington) hace la entrega anticipada de parte de lo que será la introducción a una nueva edición de Tres tristes tigres. Como epígrafe reproduce tres versos del poeta griego Constantino Cafavis:

“No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares. La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo”.

Una nota añade que estos versos de La ciudad figuran en la Poesía completa que publicó Alianza editorial. Guillermo Cabrera Infante subrayó los versos en el ejemplar de su biblioteca personal en Londres. Y nosotros, sus lectores deslumbrados por su Habana para un Infante difunto sabemos que el poeta no se equivocó: La Habana se quedó con Guillermo, le siguió hasta Londres.

Ruinas en el campo, ciudad en el exilio: ¡ay! mi Cuba.

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5 de diciembre de 2005
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Houellebecq

Pregunta de un amigo colombiano: ¿Qué pasa con Houellebecq? Respuesta en línea: el novelista tiene su sitio (http://www.houellebecq.info/). Claro que a pesar de la cantidad de información que se encuentra allá, el autor francés que más fama tiene fuera de Francia no dice lo esencial: desde unas semanas camina a destiempo.

Michel Houellebecq es el único novelista francés cuyos libros consiguen reseñas en la prensa del mundo entero, incluyendo al The New York Review of Books. Machaca un tema único: vivimos la fase final de la evolución de la humanidad. La ciencia, la moral, la historia y el cansancio de la humanidad definen el ser humano como una especie amenazada que debe extinguirse, temprano más que tarde. Con la publicación de su última obra, La posibilidad de una isla, todo parecía atado, y bien atado: Houellebecq debía conseguir el premio Goncourt, galardón y catarsis de su dominio absoluto sobre la vida literaria tal como la cuenta la prensa francesa.

Muy pocas redacciones tenían las galeradas de la novela, lo que parecía ser la prueba definitiva del control de la operación por su nueva casa editorial, Fayard. En la ausencia del texto, gran parte de la prensa se dedicó a una búsqueda vergonzante de cualquier dato sobre el escritor: testimonios de su ex esposa, rumores sobre sus paraderos (se mudó de Irlanda a España), análisis semiológico de su vestido, estimación del adelanto pagado por el editor (se rumoreaba 1,4 millones de euros).

El crítico Angelo Rinaldi no tenía las galeradas pero consiguió leerlas y, en el momento de destrozar la obra en Le Figaro Littéraire, afirmó que había encontrado su ejemplar en el banco de un parque del barrio de République. Unas manchas de aceite en el papel, decía, era la prueba de una lectura anterior por un empleado encargado de las papas fritas en un restaurante de comida rápida… No hay que abandonar aquella imagen de una comida apresurada y excesiva: la opinión se cansó de un autor presente en todas partes aunque su libro todavía no estaba en las librerías. En unas semanas, a pesar de ser un maestro de la comunicación, ya el novelista no sabía como explicar su ausencia en el primer rango de las ventas. Le roman des Jardín (La novela de los jardines) una novela de Pascal Jardin sobre su familia, se vendía más con la gentileza de su autor.

El principio es el mismo en todos los países: el que sube, baja. El premio Goncourt se fue para François Weyergans por su novela Trois jours chez ma mère (Tres días en casa de mi madre). Es cierto: con Jardin y Weyergans, la literatura francesa es muy familiar este otoño. Houellebecq, que tanto cuida su imagen de desesperado de la vida postmoderna, es ahora una posible post- gloria. No se puede negar que conoce su oficio de escritor, pero le costará recuperar el rumbo de los últimos años y borrar su mala suerte en el Goncourt: salió solo y llegó derrotado.

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2 de diciembre de 2005
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El tono de las palmeras

Gana, dice el filósofo Wittgenstein, el que llega último a la meta. Entonces, gané al leer Respiración artificial hace unos diez días. Me gustan las novelas sobre el misterio de la creación de las novelas y Ricardo Piglia sirve una especie de plato combinado tan generoso que borra la idea misma del hambre en el lector. No puedo añadir una palabra más: sería ridículo descubrir lo que se publicó hace un cuarto de siglo, pero tengo que decir que lo que más impacto me provocó fue una valoración del narrador –un escritor por supuesto– afirmando al principio de la novela que Las palmeras salvajes de Faulkner traducido por Borges “sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti”.

“Ninguno de nosotros, de los que estuvimos ahí la noche en que se entrevió por fin, en la entristecida penumbra que siguió a la tarde del entierro, el secreto de esa venganza cultivada durante años, ninguno de nosotros no pudo no pensar que asistía…” Esa primera frase, pintada por Borges, se desarrolla a lo largo de ocho líneas de la edición Anagrama y lo primero que hice, claro, fue chequear el texto original de Faulkner en lugar de seguir leyendo a Piglia. (Es un gran crítico, por supuesto, pues anima a la lectura aún siendo novelista.)

Ahora, voy a explicar cómo gané un premio inesperado: no fue tanto por la lectura tan atrasada de la novela de Piglia, sino por la compra unos días después en un “bouquiniste” del Sena de un libro de Malcolm Cowley: A Second Flowering. Cowley es el gran testigo de la Generación perdida, aquellos escritores americanos que vivían en Paris en los años veinte. Lo contó todo en una obra clásica: Exile’s Return (retorno de exilio). El mejor capítulo es dedicado al movimiento Dada; la lista de escritores americanos incluye a un irlandés: James Joyce, pero el libro es bueno. Cowley habla de Dos Passos, Hemingway, Fitzgerald o Pound con el tono convincente de un contador de sobremesa.

A Second Flowering es todo lo contrario: unas rebajas de memorias ya agotadas. Cowley finge tener algo nuevo que decir sobre la misma generación, pero se trata de un plato recalentado. Mismas personas, mismos libros y París todavía, pero con una diferencia: un capítulo dedicado a Faulkner. Cowley lo conoce muy bien. Fue responsable de la edición del Portable Faulkner, un especie de “lo mejor de Faulkner” que ayudó Estados Unidos a descubrir el Sur después de la Segunda Guerra Mundial sin esperar a Lo que el viento se llevó.

Ahora, voy al grano: Cowley explica –y convence– como un cambio se produjo en las novelas de Faulkner a partir de Las palmeras salvajes. En su escritura, dice, aparece “une especie de humor casero y ponderado que se ve muy poco en la escritura contemporánea”. A pesar de los esfuerzos de Cowley para descifrar la mezcla de situación psicológica horrorosa, de realismo y de humor que utilizaba Faulkner, todo lo que se puede decir es recibido de manera trastornada por un lector de Piglia. Explicado por Cowley, Faulkner, lo siento, se parece a “una versión más o menos paródica de Onetti”. Habrá que comprobar: a lo mejor Larsen, el héroe de Onetti, terminara creando su “prostíbulo perfecto” en el condado de Yoknapatawpha.

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1 de diciembre de 2005
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Al Norte y más allá

París. 6h 17m de la tarde. Línea 4 del metro. Dirección Porte de Clignacourt. Follón apresurado de pasajeros que van para su casa. Sentados uno al lado del otro un hombre y una mujer leen en una inmovilidad petrificada sin hacer caso a la turba que les rodea. Tienen un solo periódico y ambos se hunden en el mismo artículo.

Una sobredosis de mala educación permite, pisando pies y golpeando costillas, comprobar la primera intuición. Sí, son latinos; peruanos quizás. Tienen en sus manos “el juguete rabioso”, el periódico boliviano que utiliza como cabecera el título de la novela de Roberto Artl. Papel blanco y limpia tipografía. El artículo explica que Alberto Fujimori nunca se fue del poder.

Estamos en París, con el primer frío que quema la piel de verdad y estos dos – milagro de la lectura – se encuentran en el calor de la primavera de Santiago al lado del “Chino” que nunca se fue pero tampoco puede regresar a Perú. El periódico debería citar al famoso verso del poeta chileno Vicente Huidobro para describir la situación: "los cuatro puntos cardinales son tres: el Sur y el Norte". Fujimori se queda en el Sur y para estos dos lectores, que por fin se hablan con acento peruano al bajar del metro a la estación Réaumur-Sébastopol, el Norte se extiende hasta París.

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30 de noviembre de 2005
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Ni un pésame

Francia vive un acontecimiento inverosímil: el éxito de un libro que habla de literatura. Aún más sorprendente: aquel libro tiene meritos literarios. El Dictionnaire égoiste de la littérature française (diccionario egoísta de la literatura francesa) de Charles Dantzig (editorial Grasset) lleva diez semanas en la lista de los libros más vendidos del semanal L’Express. Ocupa el octavo lugar. Llegó a ser segundo, a pesar de su precio, 28,5 euros, su peso, 1,070 kilos, y sus 968 páginas que abarcan más de dos millones de signos.

Es para nada un diccionario, más bien un aerolito que cayó de la mente del señor Dantzig y propone cosas sabrosas en el más amplio desorden. Dantzig es editor de la casa Grasset, lo ha leído todo y su erudición encanta a sus lectores. Habla peste sobre autores reconocidos (Montaigne es un aburrido, Malraux un “novelista poco novelista”) y rescata figuras olvidadas como Max Jacob o Jules Laforgue. Dantzig demuestra muy poco pero tiene chispa, lucidez y es alegre. Al decir lo que es ser francés rechaza la idea de un pequeño ordenamiento del contenido y añade ejemplos: “Morand es francés y Rabelais es francés, Proust es francés y Racine es francés, Pascal es francés y Duras es una pesadilla”.

Se ríe tanto y el recorrido es tan amplio que la gran tragedia del libro pasa desapercibida: todos los autores que aparecen en el diccionario son muertos y casi no falta nadie en la historia de la literatura francesa. Dantzig lo dice sin decirlo nunca. Actúa con el frío de un matarife que no se demora en dar un pésame. Su diccionario es el diccionario de lo que fue. No queda nada de lo que provocó la visita de tantos escritores latinos a París en busca del gran arte cocinado por casas editoriales en unos distritos de la orilla izquierda del Sena.

Durante siglos, la literatura francesa, tal como la pinta esa obra extraña y apasionante, caminó solita. Apenas aparecen autores extranjeros al lado de las figuras del panteón francés y casi todos son anglo-sajones: Shakespeare, Sterne, Auden, Fitzgerald, Chandler, McCullers. Se necesita mucho tiempo para encontrar un portugués, Fernando Pessoa; un italiano, Alberto Sabino; y un español, Federico García Lorca. Don Quijote aparece y desaparece en dos líneas: “no es necesario leerlo, basta con la idea”.

¿Qué paso desde el fin de la Segunda Guerra Mundial que es más o menos el momento en que se termina la historia que cuenta Dantzig? Se terminó la historia pues cambió la geografía: nuevos autores, nuevos autores al otro lado del Atlántico y Francia convertida en una Atlántida.

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28 de noviembre de 2005
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