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Escrito por

Jean-François Fogel

Jean-François Fogel Periodista y ensayista francés, trabajó para la Agencia France-Presse, el diario Libération, el semanal Le Point y el mensual Le Magazine Littéraire. Ha vivido una parte de su vida en España donde empezó una segunda carrera como asesor para empresas de prensa. Fue asesor del director del diario Le Monde, desde 1994 a 2002, y sigue trabajando en la concepción y la remodelación continua del sitio Internet creado por el vespertino. Es maestro y presidente del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha publicado varios libros sobre literatura francesa y sobre América Latina, entre los que destaca  un ensayo sobre el periodismo digital, Una prensa sin Gutenberg (Punto de Lectura, 2007).

En 2010 se dedicó a renovar los seis sitios de los diarios del grupo francés SudOuest, donde continua siendo asesor de la estrategia digital. En los últimos años, se encargó de la creación de una plataforma de información digital para el grupo France Televisions, una de las tres más importantes de Francia. Asesora a varios medios en Europa y América Latina tanto en la concepción de sitios, como en la organización de la producción digital. Es director del Executive Master of Media Management, del Instituto de Estudios Políticos de Paris (Sciences Po).

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NUESTRO GG EN TALLIN

Todo se encuentra en Internet, incluida la interpretación de la interpretación de la interpretación de una novela. Hace poco, hablé de la sensación extraña que me procuró la lectura de la reseña de la novela Nuestro GG en La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez, que leí en la revista «Encuentro de la cultura cubana». Sin entrar en detalles, donde yo veía un homenaje a Graham Greene en las letras GG, el autor de la reseña resaltaba que GG es tanto una pareja de escritores (Gutiérrez-Greene) como el G2 ; es decir, el servicio de contrainteligencia de la seguridad cubana.

¿Quién tiene la razón? Nunca lo sabremos, pero el misterio cobra un relieve nuevo con la lectura de una parte de la introducción a la recopilación de artículos de Green que publica el diario Times en internet. El texto cuenta el encuentro casual de Graham Greene con un modelo de espía, en Estonia, en 1934.

El episodio es una caricatura del mundo de Greene: encuentro casual en un avión, entre dos lectores de Henry James. Por una parte, Greene, aburrido y, cómo no, buscando un prostíbulo famoso en Tallin. Por otra, un católico, ex pastor y vendedor de armas de guerra y municiones que pertenece al Foreign Office, aunque su trabajo de verdad es el de espía.  Volviendo de Estonia, Greene concibe, para el guión de una película que nunca se hizo, el personaje de un vendedor de máquinas de coser marca Singer, que trabaja como espía para los servicios británicos.

Años después, pasando de un lado del Atlántico al otro, y cambiando de máquina electrodoméstica, tendremos a la figura famosa de Wormold, «nuestro hombre en la Habana», vendedor de aspiradores que finge llevar una red de espionaje y cobra de Londres un ingreso que no merece. Claro que pertenezco a la raza de los que no se equivocan dos veces. He leído mucho a Greene, y conozco a Cuba y nunca sospeché que la figura central de una novela habanera era una importación desde un país báltico. Al contrario: Wormold me parecía muy habanero. Bastaba mirar a la gente en la calle para saber de dónde mi GG sacaba su inspiración…

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10 de marzo de 2006
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DUDAS Y ESTILO

Como francés, no puedo comentar la calidad del Diccionario Panhispánico de dudas que publicó la Real Academia Española. Tengo varias razones para callarme. La primera es mi admiración por la RAE: hace un trabajo de verdad; no es el caso de la Académie Française. La edición del Quijote de la RAE para el cuarto centenario de la publicación de la primera parte de la novela es un regalo que me acompañará toda mi vida.

Segunda razón: como hispanohablante en proceso permanente de formación me siento lleno de dudas. Mis dudas superan lo que se puede recopilar en cualquier diccionario, pues voy viajando por España y América Latina, es decir en la centrifugación acelerada de un idioma entre culturas y países.

Pero la tercera razón, la más importante, es el tratamiento extraño que me da el motor de búsqueda del diccionario (htttp://buscon.rae.es/dpdI/) cada vez que lo consulto. Pregunto “guagua”, que es tanto un niño como un autobús, según los países, y el diccionario me contesta “La palabra guagua no está registrada en el DPD”. Pasa lo mismo con “carro” que es lo que los españoles llaman un coche. Aún peor: el diccionario que no conoce “carro”, me propone “cartero”, “claror” y “arroz” como casos de “escritura cercana”.

Cada visita me permite encontrar un bulto de dudas. El diccionario me deja en esa, como se dice en Cuba, y como no lo sabe el motor de búsqueda, es decir que el diccionario en línea no cumple lo prometido. O lo cumple demasiado: en lugar de tener una repuesta, tengo una duda sobre mi pregunta: ¿Cómo se escribe guagua y carro? Quizás me equivoque.

De un diccionario de dudas no se puede esperar certezas. Y por eso no hago ninguna crítica a la RAE. Más bien le hago una sugerencia. En lugar de luchar contra las dudas que hacen parte del encanto de un idioma plural, sería mejor producir un pequeño libro de estilo. Conocemos el famoso The Elements of Style de William Strunk Jr. y E.B. White, que utilizan todos los estudiantes en EE.UU. Es un libro que dice en muy pocas palabras cómo se escribe de manera sencilla y directa para ser entendido sin confusión. Es lo que necesitamos. Uno puede vivir con dudas (la vida no es otra cosa que la convivencia con dudas) pero ¿quién puede prescindir del estilo?

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9 de marzo de 2006
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DE PLATERO A CAPOTE

Mi plan para hoy era hablar de Juan Jamón Jiménez. Pertenezco a la generación que tenía que leer extractos de Platero y yo en el instituto y le guardo cariño a la figura del viejo maestro. Creo que se debe también a mi amor por la palabra “golondrina” (supera el feo “hirondelle” del francés que además es una vieja palabra de argot que significaba “policía”). Bueno, no voy a insistir, tengo una deuda pendiente con Juan Jamón Jiménez y me parecía obvio explicar que Platero y yo es una versión anticipada del blog literario.

El problema es que ahora, lo siento, pero es imposible seguir con el plan, debido al éxito del actor de la película Capote en los oscars. Cuando el cine se mete en literatura hay que tener mucho cuidado, puede pasar cualquier cosa y tengo que dedicar estas líneas matutinas a una especie de fe de erratas. Claro que In cold blood (A sangre fría) es un gran libro, la obra maestra de lo que Norman Mailer, que tanto odiaba a Capote, llama “faction” (mezcla de facts y fiction, de hechos y ficción). Pero no hay que equivocarse, con Capote alcanzamos una de las cumbres del arte de la ficción en el siglo XX y no se puede permitir que el éxito de un actor en los oscars despiste a los amantes de la literatura. Basta leer Otras voces, otros ámbitos, la primera novela de Capote para entender que se trataba de un artista apuntando a lo mejor. Su final trágico y ridículo no puedo esconder lo obvio: si uno quiere entender cómo se debe escribir, hay que leer a Capote. Aquí están mis propuestas.

La mejora novela, sin duda, sigue siendo Desayuno en Tiffany’s. Otra vez hay una gran amenaza del cine, pues Audrey Hepburn es una cosita que puede romper cualquier corazón. Siempre recordaré la tarde de otoño en Nueva York donde descubrí la novela. No tenía plata y esperaba un vuelo charter en un YMCA donde alguien había escrito un poema pobre en una pared:

“October is windy,

November is chilly,

To stay at the YMCA is so swell”.

(Es tan malo que no lo voy a traducir, pero para mí se vincula con Capote).

El mejor texto de Capote es un cuento-recuerdo que aparece en un libro titulado The dogs bark (Los perros ladran). El texto se titula “Lola” y cuenta la historia de un cuervo que cree ser un perro. La historia tiene lugar en Sicilia y me bastaría haber escrito algo parecido para morirme feliz. En el mismo libro hay un relato de un encuentro con la escritora francesa Colette cuyo título español debe ser “La rosa blanca”. Nadie lo puede leer sin sacar fotocopias para sus amigos.

Finalmente, si uno quiere entender lo que va haciendo al escribir, hay que leer la introducción a los cuentos Música para camaleones. Capote explica que cuando Dios le da a uno un don, también le regala un látigo para la autoflagelación. Es cierto, pero como los oscars no decían nada sobre el látigo, tuve que abandonar a Juan Ramón Jiménez, sus golondrinas y su viejo burro.

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8 de marzo de 2006
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TODAVÍA NO HEMOS TOCADO FONDO

Hay que ser realista, Francia va por mal camino: la gripe aviar amenaza su “foie gras”, la deuda pública supera el 60 por ciento del PIB y su selección de fútbol prepara su mundial con cuidadosas derrotas. El presidente de la República es un prejubilado (un uno por ciento de los electores quieren su renovación en el cargo). El gobierno se dedica a hacer trampas para impedir importaciones de tejidos de China o inversiones de empresarios de la India. Además, EE.UU. se burla de su escritor Bernard-Henri Lévy que pretende superar, dos siglos después, el insuperable viaje de Alexis de Tocqueville a través de América. (La versión inicial se titulaba De la démocratie en Amérique, la de Lévy que se publica mañana en francés es American Vertigo).

¿Qué es lo que nos queda? Teorías, claro. En Francia, nunca faltan las teorías. No sabemos cómo resolver nuestros problemas pero tenemos una teoría sobre el por qué y el cómo del problema de la decadencia nacional. Tenemos tantas explicaciones que basta pasear por una librería para comprobarlo; este sector del pensamiento es ahora una industria. Nació en 2003 con La France qui tombe (La Francia que cae, de la casa editorial Perrin) del historiador Nicolas Baverez. El libro roza ahora los ciento cincuenta mil ejemplares vendidos y lo que fue al principio un caudal de libros se transformó en un río cuyas aguas no se detienen.

Hay de todo: La France en faillite (Francia en quiebra) de Rémi Godeau (Calmann-Lévy), L'Agonie des élites (La agonía de las élites) de Jean Brousse y Nathalie Brion (La Table Ronde), Un Adieu à la France qui s'en va (Adiós a la Francia que se va) de Jean-Marie Rouart (Grasset), Le Crépuscule des petits dieux” (El crepúsculo de los pequeños dioses) de Alain Minc (Grasset), Les Illusions gauloises (Las ilusiones galas) de Pierre Lellouche (Grasset), Le Malheur français (La desgracia francesa) de Jacques Julliard (Flammarion), La Société de la peur (La sociedad del miedo) de Christophe Lambert (Plon).

“Ya no puedo leer todos los libros que critican a Francia, me dice un amigo catalán. Es una explosión donde se duplica el placer: el placer de hablar mal de Francia, y el placer de tener toda la razón”. El blanco de todos estos libros es un cóctel de corporaciones donde se encuentran los funcionarios, los políticos (tanto de derecha como de izquierda), a veces la prensa y unas “élites” cuya mala definición no consigue esconder que incluyen al propio autor del libro.

Como ejercicio literario de masoquismo tiene mucho más ambición que el clásico chiste autodestructor de los argentinos, el que cuenta el chófer de taxi nada más salir del aeropuerto Azeiza (¿Por qué los argentinos no usan paracaídas? Che, porque de todas maneras siempre caen mal.) Tampoco tiene la dimensión de un Edward Gibbons dedicándose a pintar la caída del imperio romano (frente a Julio César, Chirac es un payaso). Aquellos autores, en francés, ya tienen un nombre: son “déclinologues”, lo que se puede traducir por “decadencianólogos”. Es un oficio nuevo y tiene gran futuro pues todavía no hemos tocado el fondo.

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7 de marzo de 2006
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BONNARD, PINTOR DE BAÑOS

La gran exposición del momento en París es la del pintor Pierre Bonnard en el Museo de Arte Moderno de París. Sus noventa pinturas atraen muchedumbres que superan lo que se ve en Beaubourg y, aún más impresionante, la gente que se ve en almacenes como “Les Galeries Lafayettes” o “Le Printemps”. Pero este éxito no dice nada sobre el estado real de la cultura en Francia. Acabo de encontrarme con una persona que me explica, lo cual es cierto, que Bonnard se pasaba el tiempo pintando a su mujer en la bañera. Mi error fue hacer una pregunta tonta, abierta: “¿Y entonces?”, pregunté. “También hay fotografías y con las pinturas se ve muy bien cómo era el cuarto de baño en su época”.

Ver a Bonnard como historiador de la higiene doméstica es una lectura legítima aunque limitada de una obra. No dice nada sobre el dominio de los colores pero tampoco se puede negar la validez de aquella visión del pintor. Lo pienso mucho al terminar la lectura de una reseña de Nuestro GG en La Habana de Pedro Juan Gutiérrez, en el numero 39 de “Encuentro de la cultura cubana”. Ya hablé de la revista (excelente) y del libro, así que puedo limitarme a seguir el análisis de Eduardo Béjar, autor de una lectura que me despista. GG en la novela es Graham Greene, pues el autor inglés es protagonista de la novela. Pero Para Eduardo Béjar, GG es mucho más el G2, el servicio del estado cubano dedicado a las tareas de contra-inteligencia.

Basta pensar esto para resucitar en seguida a Jim Wormald, el maldito vendedor de aspiradores de Nuestro hombre en La Habana, la obra del autor inglés. La lectura se va por un camino de espionaje y de paranoia que me parece tan válido como la que fue mi visión inicial: un homenaje a Greene en un texto que utilizaba referencias, sin voluntad de construir las explicaciones necesarias en una obra cerrada.

¿Quién tiene la razón? Según el contexto elegido por el lector, la percepción de una obra cambia por completo. El amante de Lady Chatterley es también un documento sobra las diferencias sociales en el campo en la Inglaterra de principios del siglo veinte. En busca del tiempo perdido es un testimonio sobre los trastornos del insomnio. Lo doloroso no es saber que nos quedan tantos libros por leer sino descubrir que no podemos agotar las lecturas de cada uno. Todo esto, hoy, me desanima, aunque puedo escribir con certeza que Bonnard pintó algo más que cuartos de baño. Por favor.

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6 de marzo de 2006
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EL GENERAL EN SU SAMBÓDROMO

La noticia del día para mí llegó de Río de Janeiro. La escuela de samba Vila Isabel, patrocinada por PDVSA, la empresa estatal de petróleo de Venezuela, fue proclamada campeona del desfile del carnaval en el sambódromo de Río de Janeiro. Había empatado con su rival, Académicos de Grande Río, pero su carroza principal, con una estatua de Simón Bolívar de 14 metros de altura, y sus bailadores dominaron en el “samba-enredo”, un requisito de los jueces, que se basa en el tema Soy loco por ti, América.

Según los sitios brasileños en Internet molestó a ciertas personas oír palabras en español en el recorrido del vencedor:

“Cumplido el sueño del Libertador

la esencia latina

es la luz de Bolívar

que brilla en un mosaico multicolor

para bailar la bamba

entrar en el samba

sonido latinoamericano

al compás de la felicidad

hará palpitar mi corazón”.

Los ochos carros de la escuela componían un homenaje a los pueblos de América Latina contando sus tragedias. Estaba el rojo del fuego de la violenta conquista, y parece que esa luz era de lo más bonita en los pechos desnudos de las chicas que se movían en la celebración histórica. Eva Perón avecinando con el Che Guevara mostraba la voluntad de complacer a todos incluyendo a los vecinos argentinos. Lo más sorprendente: Bolívar no llevaba su espalda de siempre sino, como Cristo, su corazón en una mano extendida.

En el momento en que se debate tanto el papel de la inversión en un mundo globalizado (escribo en Francia donde el gobierno hizo una trampa para rechazar a un grupo italiano en la energía pero finge ignorar la entrada de una empresa que viene de la India en el acero), en un mundo donde se hace mucho para sacar utilidades de la economía de los vecinos, hay que meditar lo que significa una inversión para promover el corazón de Bolívar.

Todos los estudiantes lo saben, cuando Bolívar viaja, va al norte, a Kingston, Jamaica, para escribir, el 6 de septiembre de 1815, la famosa carta que explica el proceso histórico de descolonización de un continente: “... no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país, y los usurpadores españoles…” Cuando Bolívar redefine su visión política, lo hace en el congreso de Angostura, en Venezuela. Y, por fin, cuando cumple con su destino, muere en la más perfecta novela de Gabriel García Márquez, huyendo de una ingratitud ineludible para descansar en una finca costeña de Colombia. Ahora, hay que decirlo con toda sinceridad, para mí relector de la novela del Gabo como de la carta del Libertador, aquella aparición en un sambódromo es un acontecimiento que me deja despistado. Creía haber leído una historia y ahora aparece un nuevo capítulo.

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3 de marzo de 2006
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CERCAS, UN AÑO DESPUÉS

Hace un año que Javier Cercas publicó su novela La velocidad de la luz. Superar un gran éxito puede ser mucho más difícil que salvarse del fracaso. Soldados de Salamina, la novela anterior, arrasó de tal manera las ventas de libros que parecía ser una trampa definitiva para su autor. De dos cosas una: o volvía a repetir el mismo libro y fallaba, pues no había posibilidad de volver a ocupar el techo del mundo de las ventas, o cambiaba por completo de orientación y dejaba a sus lectores despistados. Su respuesta fue elegir ambas soluciones con aquella “Velocidad de la luz” que nunca cobró la velocidad del éxito anterior.

Lo veo en un detalle sencillo: ya tuvo, en los últimos meses, varias discusiones sobre Soldados de Salamina, la película que se sacó del libro, y casi nadie me habla de la última novela. Es una lástima porque, después de tener mis reservas y de volver a abrirla, me parece que no es mal libro y sobre todo que se hizo una lectura equivocada de la historia que cuenta. Por incluir la trayectoria de un novelista que pasa del anonimato a un éxito fenomenal, todos los lectores y los críticos se centraron en una supuesta estrategia de su autor buscando una salida propia. No faltaba nada para enfocar la lectura de esta manera, hasta la famosa citación de Oscar Wilde: “Hay dos tragedias en la vida. Una es no conseguir lo que se desea. La otra es conseguirlo”.

En realidad, lo que había en el libro era un tremendo homenaje a la literatura de los Estados Unidos. Saul Bellow, Philip Roth, Bernard Malamud, John Updike, Flannery O’Connor, Stanley Elkin, Donald Barthelme, Robert Cooper, John Hawkes, William Gaddis, Richard Brautigan, Harry Mathews, Henry David Thoreau, Ralph Waldo Emerson, Nathaniel Hawthorne, Mark Twain, Henry James, William Faulkner, Thomas Wolf, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway. La manera en que, en las primeras páginas, se opone a aquella formidable lista el único nombre de Mercé Rodoreda, la autora catalana, es una manera de gritar “Yankees come home” cuando hablamos de la casa Literatura.

La velocidad de la luz no es una estrategia de salida del éxito y basta para convencerse de ello leer otro libro, en realidad un librito, de Javier Cercas que se titula Una oración por Nora. Su precio es de un euro. No tiene ni ochenta páginas y es un producto medio institucional, pues se publicó dentro del “pacto extremeño por la lectura”. Es excelente. No voy a contar la historia, que utiliza la misma atmósfera de una pequeña ciudad universitaria, y también la misma presencia del remordimiento, que nutren La velocidad de la luz. Cercas no se obligó a escribir nada, lleva en él aquella dimensión gringa.

Lo que se obligó hacer, supongo, es no titular su novela “Soldado del Vietnam” aunque fuera, otra vez, la historia de un soldado después de una guerra, esta vez la de un soldado norteamericano combatiendo el Vietcong. Y quizás, quizás, es ahí de donde proviene la diferencia. Al escribir Soldados de Salamina un novelista que conoce la literatura anglosajona no puede apartarse de la tremenda producción que salió de la guerra civil de España. De manera natural tiene que ubicarse al nivel de maestros, empezando por Hemingway. Pero cuando de la guerra de Vietnam se trata, ¿de qué hablamos? Tengo Reporting Vietnam, la recopilación de The Library of America y acabo de releer la tabla de los contenidos. Hunter S. Thomson, Norman Mailer, Tom Wolf, Michael Herr, Mary McCarthy, Philip Caputo son los únicos que pueden reivindicar la profesión de escritor. Todos los otros son periodistas. Y si quitamos a Herr (cuyo Dispatches sigue siendo una maravilla) el Vietnam no se relaciona con lo mejor de la obra de estos escritores.

Hay grandes guerras para la literatura: Stendhal, Tolstoi, son pruebas de lo que se puede hacer con unas campañas de Napoleón. Pero existen combates que no traen nada especial para los escritores. Vietnam es un ejemplo (a pesar de que hizo tanto para el cine, desde "The Deer Hunter" a "Apocalipsis now"). Es lo que faltó a Cercas: un punto de referencia válido en la literatura para alzarse otra vez a la cumbre. Al escribir esto hago enseguida una fe de erratas: existe un novelista del Vietnam, cuyo estilo, directo y lleno de sustantivos debe mucho a Hemingway. Es Tim O’Brien. Anagrama tradujo su En el lago de los bosques. Merece una relectura. Tal como La velocidad de la luz.

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28 de febrero de 2006
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EL CAMINO DEL REGGAETÓN

A los que se preguntan si América Latina va o no va hacia la izquierda me gustaría dar una respuesta sencilla. Creo que América Latina va hacia la izquierda y el reggaetón. No sé lo que dice el “diccionario de las dudas” sobre cómo se debe escribir aquella última palabra. Y tampoco soy capaz de entregar una definición del reggaetón que pueda complacer a todos. Pero los que desconocen la palabra pueden visitar el sitio que pretende decirlo todo sobre esta música: Mundo Reggaetón.

Hace rato que, tal como los que viajan por el mundo latino, no puedo escapar del diálogo musical de un rapero con un coro de chicas. “A ella le gusta la gasolina” salmodia el cantante. “Dame más gasolina!” le contestan las chicas sin perder nada de este ritmo que no consigue elegir entre salsa y música de Jamaica. “Gasolina”, la canción del puertorriqueño Daddy Yankee, está en todas partes. El éxito de “Rompe”, su segunda mayor creación, no opaca a “gasolina” que se convierte en una obsesión.

La mezcla de culturas que provocó, en el terreno del idioma, el nacimiento del “spanglish”, sigue siendo un fenómeno que abarca todas las disciplinas: literatura, música, cine, etc. Pero lo que me extraña con las canciones de Daddy Yankee, Ivy Queen o Wisin & Yandel es el largo recorrido de unas influencias que parecen no tener límite. El reggae sale de Jamaica, entra a EE. UU., pasa por los latinos, que al principio lo despreciaban antes de oírlo por fin en sus emisoras, vuelve a un territorio yankee, Puerto Rico, donde los jóvenes lo utilizan como variable del rap que sale de la comunidad negra de EE.UU. Así nace el reggateón.

¿Y ahora qué? Ahora, el reggaetón es una música que se oye en toda América Latina. Partidos y candidatos la utilizan en la campaña electoral en Perú. Hasta en las reuniones en zonas con población indígena. Es lo que hay que entender de la tremenda confusión de nuestros tiempos: por una parte en los Andes, gana Evo Morales, que tiene cara de revancha centenaria en contra de la colonización; por otra parte, entra Daddy Yankee. Él habla también de gasolina, pero no sobre los hidrocarburos que se intenta quitar a Repsol. El mundo es ancho y rapero.

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27 de febrero de 2006
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Gracias, presidente, por Renato Rodríguez

Me pareció grotesca la entrega del premio José Martí de la Unesco a Hugo Chávez en la última feria del libro en La Habana. Fue a principios de febrero. Venezuela era el país invitado al encuentro editorial y Chávez llegó como autor del libro Chávez habla a los jóvenes. Fidel Castro le entregó su premio en la Plaza de la Revolución. Adán Chávez, el hermano del presidente venezolano y embajador de Venezuela en La Habana, se comprometió a repartir treinta mil ejemplares de una edición resumida del Quijote en Cuba. Cuando las revoluciones resumen a los clásicos, lo peor puede ocurrir. Hubo en Cuba, a principio de la revolución, una edición de Moby Dick donde se habían quitado las referencias a Dios…

Vuelvo a la manera en que Castro y Chávez se aprovecharon del evento habanero para dar fe públicamente de que el uno no se puede confundir con el otro, por el momento, cuando de libros se trata. Los libros, en Cuba, son una catástrofe. Plusmarca de la acidez del papel, escasez de obras, ausencia crónica de los clásicos reconocidos (Lezama Lima, Carpentier) como de los callados (Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante) librerías fantasmas, y no hay que añadir nada sobre una política de autores que condena al silencio a los que no se conforman con la línea política del país. Cuidado: todos los autores que publican en Cuba no han comprometido su honor, y tampoco para ser libre hay que denunciar la ausencia de la libertad. Pero de manera global, la revolución es una catástrofe en lo que tiene que ver con la producción y distribución de libros.

Por el momento, Venezuela es todo lo contrario. Monte Ávila, una casa editorial de propiedad estatal y que depende del ministro de estado para la cultura, asegura el acceso a una colección, Biblioteca básica de autores venezolanos, que es lo que la revolución cubana prometió a los cubanos sin nunca entregarlo. Son libros de calidad regular. Papel blanco, tapa modesta. Existen cuatro líneas editoriales que se reconocen por su color: verde (narrativa), roja (poesía), durazno (dramaturgia) y azul (ensayos y documentos). En la contratapa se leen eslogans del chavismo: “Venezuela ahora es de todos” y “El pueblo es la cultura” pero no quitan nada a la existencia milagrosa de libros baratos y disponibles en todas partes.

En mi último viaje a Caracas me costó cinco mil bolívares (dos dólares y medio según la tasa del cambio oficial, dos en el precio de la calle) una pequeña maravilla: Al sur del Equanil de Renato Rodríguez. Es un autor que parece ingenuo, autodidacta, a veces imposible. Llega a escribir frases como esta: “Como sucede todos los años esta vez también llegó la navidad”. En su observación aguda recuerda el famoso “llovía, aunque era de noche” que amigos periodistas ponían en sus artículos para evaluar el nivel de inteligencia en la relectura de sus editores. Pero Renato Rodríguez es de esas personas que se pueden permitir todo, pues tiene chispa, energía y vitalidad al hacer viajar a su héroe, David, aspirante a novelista, entre París, Santiago de Chile, Caracas, Lima, Quito, Guayaquil, etc. Una introducción compara el autor con Jack Kerouac. Por la abundancia de los movimientos en el espacio, sí, algo se parece, pero es mucho más una especie de Miller (Henry, no Arthur) por la manera de creer en la experiencia.

Bueno, soy un tonto: acabo de descubrir lo que ya todos conocen, pero eso no impide agradecer por el placer recibido. Me irritan en la autopista del este de la capital venezolana las publicidades para promover a Chávez: con un niño (educación), con una cesta en un supermercado (mercado, almacenes a precios subvencionados), con una viejita (pensiones). La peor mostraba al presidente con un vestido de pelotero y una gorra demasiado grande; decía “gracias presidente, Venezuela campeón” atribuyendo al presidente el éxito del equipo nacional de pelota en la última serie del Caribe. Era grotesca por los colores, por la sonrisa de Chávez en una mala fotografía. Pero aquella imagen me estimula para decir, con toda franqueza, después de cerrar el librito verde de la Biblioteca básica de autores venezolanos: Gracias presidente, por permitirme el descubrimiento de Renato Rodríguez.

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22 de febrero de 2006
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Marcel Proust, himself

No hay que explicar de qué manera un monumento grande lo tapa todo en un paisaje. El cuarto centenario de la publicación de la primera parte del “Quijote” lo demostró de manera sobresaliente. El año pasado, la obra de Cervantes aplastó toda la literatura que existe en España. En Francia, por ser un monumento más joven se tiene la sensación de que cada año es el aniversario de la publicación de La búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, la obra que se nombra con un artículo y un sustantivo “la recherche”. Siempre hay algo nuevo, trascendental sobre “la recherche” y hay que volver a la obra maestra cuya interpretación y análisis no se acabará nunca.

Esta vez, es un profesor de la universidad de Boston, Daniel Karlin, que pone “la recherche” en la mesa de trabajo. Su libro Proust’s English (que publica Oxford University Press en Inglaterra) es algo tan inverosímil que es mi deber resumirlo aquí. Me parece muy poco probable que se traduzca al español un libro que comenta en inglés lo que la obra cumbre de la literatura francesa del siglo veinte dice en inglés. Hay 225 palabras inglesas en “La recherche”. Son testimonios de la afición por la cultura inglesa en Francia antes de la primera guerra mundial. Skating, season, meeting, dandy, spleen: la recopilación pinta una vida de ocio y de placeres. Muy por arriba se clasifica “snob” (que se utiliza 49 veces) y “snobismo” (41). Además, se saca del sustantivo un verbo: “snober” (ignorar a una persona con algo de desprecio social) que corresponde a una actividad muy proustiana.

“Proust’s english” es lo más snob que se puede escribir sobre “la recherche”, claro, pero desvela mucho más de lo que se espera cuando uno empieza su lectura. Proust no sabía inglés. Hay una frase en una carta suya en que lo reconoce, cuando explica de qué manera tradujo La Biblia de Amiens, el libro de Ruskin sobre las catedrales góticas del norte de Francia. “Je ne prétends pas savoir l’anglais, je prétends savoir Ruskin” (No pretendo conocer el inglés, pretendo conocer a Ruskin) explica Proust quien, a pesar de todo, hizo del inglés el segundo idioma de “la recherche”.

Karlin demuestra de manera muy convincente que Proust utiliza el inglés cuando su novela se acerca a sus preocupaciones sobre el arte o la sexualidad. Aún más: sus personajes solo hablan ingles para expresar el placer o la incomodidad. La cumbre de esa relectura anglosajona de “la recherche” es, en fin, el descubrimiento que se encuentra en una frase en inglés (no dos, una sola), y el hecho de que nadie podía inventar un producto tan puro del inconsciente de un maestro: “I don’t speak french” (No hablo francés). Aquella frase la dice el duque de Châtellerault para fingir no reconocer en un doméstico el compañero furtivo de su placer homosexual. My goodness, Marcel!

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20 de febrero de 2006
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