Jean-François Fogel
Hay que ser realista, Francia va por mal camino: la gripe aviar amenaza su “foie gras”, la deuda pública supera el 60 por ciento del PIB y su selección de fútbol prepara su mundial con cuidadosas derrotas. El presidente de la República es un prejubilado (un uno por ciento de los electores quieren su renovación en el cargo). El gobierno se dedica a hacer trampas para impedir importaciones de tejidos de China o inversiones de empresarios de la India. Además, EE.UU. se burla de su escritor Bernard-Henri Lévy que pretende superar, dos siglos después, el insuperable viaje de Alexis de Tocqueville a través de América. (La versión inicial se titulaba De la démocratie en Amérique, la de Lévy que se publica mañana en francés es American Vertigo).
¿Qué es lo que nos queda? Teorías, claro. En Francia, nunca faltan las teorías. No sabemos cómo resolver nuestros problemas pero tenemos una teoría sobre el por qué y el cómo del problema de la decadencia nacional. Tenemos tantas explicaciones que basta pasear por una librería para comprobarlo; este sector del pensamiento es ahora una industria. Nació en 2003 con La France qui tombe (La Francia que cae, de la casa editorial Perrin) del historiador Nicolas Baverez. El libro roza ahora los ciento cincuenta mil ejemplares vendidos y lo que fue al principio un caudal de libros se transformó en un río cuyas aguas no se detienen.
Hay de todo: La France en faillite (Francia en quiebra) de Rémi Godeau (Calmann-Lévy), L’Agonie des élites (La agonía de las élites) de Jean Brousse y Nathalie Brion (La Table Ronde), Un Adieu à la France qui s’en va (Adiós a la Francia que se va) de Jean-Marie Rouart (Grasset), Le Crépuscule des petits dieux” (El crepúsculo de los pequeños dioses) de Alain Minc (Grasset), Les Illusions gauloises (Las ilusiones galas) de Pierre Lellouche (Grasset), Le Malheur français (La desgracia francesa) de Jacques Julliard (Flammarion), La Société de la peur (La sociedad del miedo) de Christophe Lambert (Plon).
“Ya no puedo leer todos los libros que critican a Francia, me dice un amigo catalán. Es una explosión donde se duplica el placer: el placer de hablar mal de Francia, y el placer de tener toda la razón”. El blanco de todos estos libros es un cóctel de corporaciones donde se encuentran los funcionarios, los políticos (tanto de derecha como de izquierda), a veces la prensa y unas “élites” cuya mala definición no consigue esconder que incluyen al propio autor del libro.
Como ejercicio literario de masoquismo tiene mucho más ambición que el clásico chiste autodestructor de los argentinos, el que cuenta el chófer de taxi nada más salir del aeropuerto Azeiza (¿Por qué los argentinos no usan paracaídas? Che, porque de todas maneras siempre caen mal.) Tampoco tiene la dimensión de un Edward Gibbons dedicándose a pintar la caída del imperio romano (frente a Julio César, Chirac es un payaso). Aquellos autores, en francés, ya tienen un nombre: son “déclinologues”, lo que se puede traducir por “decadencianólogos”. Es un oficio nuevo y tiene gran futuro pues todavía no hemos tocado el fondo.