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Escrito por

Jean-François Fogel

Jean-François Fogel Periodista y ensayista francés, trabajó para la Agencia France-Presse, el diario Libération, el semanal Le Point y el mensual Le Magazine Littéraire. Ha vivido una parte de su vida en España donde empezó una segunda carrera como asesor para empresas de prensa. Fue asesor del director del diario Le Monde, desde 1994 a 2002, y sigue trabajando en la concepción y la remodelación continua del sitio Internet creado por el vespertino. Es maestro y presidente del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha publicado varios libros sobre literatura francesa y sobre América Latina, entre los que destaca  un ensayo sobre el periodismo digital, Una prensa sin Gutenberg (Punto de Lectura, 2007).

En 2010 se dedicó a renovar los seis sitios de los diarios del grupo francés SudOuest, donde continua siendo asesor de la estrategia digital. En los últimos años, se encargó de la creación de una plataforma de información digital para el grupo France Televisions, una de las tres más importantes de Francia. Asesora a varios medios en Europa y América Latina tanto en la concepción de sitios, como en la organización de la producción digital. Es director del Executive Master of Media Management, del Instituto de Estudios Políticos de Paris (Sciences Po).

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¿QUÉ PASA?

Me despierto en un país donde, ayer, entre uno (según la policía) y tres (según los sindicatos) millones de personas se manifestaron en la calle. Piden al gobierno renunciar a la promulgación de la ley sobre el «Contrat de Première Embauche» (CPE – Primera contratación laboral) que pretende facilitar la entrada en el mundo del trabajo a una persona que no tiene formación. Durante dos años, la empresa puede poner fin al contrato de esta persona sin tener que justificar la razón de su despido. El CPE no quita nada al hermético y complicado "código del trabajo" que rige en Francia las relaciones entre una empresa y sus empleados, sino que intenta probar una solución nueva. No existe algo más peligroso para un gobierno en Francia que intentar hacer algo nuevo para una parte de la población. El resto de la población se moviliza en seguida, pues Francia es el país del igualitarismo ciego y de la defensa de los privilegios.

En las manifestaciones estaban personas que tienen trabajo, que esperan tenerlo en el futuro (estudiantes) o que lo tuvieron (jubilados). Nadie, tanto entre los organizadores de las manifestaciones como en la prensa, ha dicho que en la calle estaban quienes constituyen el objetivo de la nueva ley: los desempleados, sobre todo de los suburbios, donde la tasa de desempleo supera el 40%. Como el gobierno actúa con una pobrísima capacidad de animar un diálogo social o simplemente de explicarse, y la oposición supera cada día su record de mala fe, se vio a la Francia de siempre: el reino de la ideología y de los privilegiados (tener un trabajo ya es un privilegio en ciertas partes de la población).

Cualquier persona que conoce Francia reconoce en lo que ocurrió ayer un juego político, donde cada uno toma una postura en la vieja comedia de la muerte anunciada de un primer ministro (recordamos a Juppe en 1995 con su reforma de las jubilaciones), en lugar de buscar de manera pragmática una solución. Quizás los franceses somos tontos. Lo pensé de verdad al leer los últimos cálculos del profesor Richard Lynn que da un promedio de inteligencia (Intelectual Quotient) de 94 a los franceses en contra de 98 para un español, 100 para un británico y hasta 107 para un alemán.

Al navegar por Internet uno se pregunta si lo que pasa de verdad tiene que ver con las pesadillas clásicas de los franceses o si son cosas más graves, podríamos decir definitivas. Hoy, más que el CPE, me preocupa saber qué pasará con el lince ibérico si siguen las obras de la autopista M-501 cerca de Madrid, o si de alguna manera la mezquita de Córdoba conseguirá recuperar las vigas que se prononen a una subasta en la casa Christie's de Londres o, aún más importante, si la solución del tema de las papeleras que enfrente a Uruguay y Argentina se va a resolver con o sin un impacto ambiental sobre el río Uruguay.

¿Qué hacemos a los animales, a nuestra historia, a nuestra tierra que nunca podremos recuperar?  Esta es la pregunta. En lo que tiene que ver con los franceses no hay que preocuparse. Son tontos y creen más en los gritos de la calle que en la democracia (herencia de la Revolución). Pero como muchos me lo piden, voy a explicar lo que pasa en Francia. Es muy sencillo. Para entenderlo hay que recordar unos segundos de la película Manhattan de Woody Allen cuando, en la inauguración de una exposición, una mujer cuenta que por fin ha tenido un orgasmo el día anterior. «Pero -añade la mujer-, mi analista ha dicho que este orgasmo no vale, no era de los buenos». De esto se trata en Francia: los manifestantes le dicen a los desempleados que quizás podrían conseguir un trabajo pero que su contrato no sería de los buenos.

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29 de marzo de 2006
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LOS DE L.A.

Lo que hay que leer en estos días en Internet es el diario La Opinión. El periódico casi no se ve cuando uno viaja a la parte rica de Los Ángeles. Es normal: su audiencia se encuentra en la parte este de la metrópolis, donde viven chicanos que pasan al oeste para trabajar en zonas muy bien delimitadas: jardines, cocinas, habitaciones de niños, etc.

En su editorial del domingo, La Opinión hablaba del día anterior como de un “día histórico” para Los Ángeles. Medio millón de personas en las calles ya es algo. Cuando este medio millón de personas está compuesto en su gran mayoría por “ilegales” que no tienen ni el derecho de respirar el aire de EE.UU. estamos frente a un proceso nuevo. Un acontecimiento mayor que nos obliga a entender por qué ocurre ahora y no antes.

No hay que dudar de lo que explica la presencia de tantos inmigrantes ilegales: los gringos, que temen por su salud y se preocupan por la seguridad de sus hijos, aceptan sin problema que una persona que prepara su comida o cuida sus criaturas sea un trabajador clandestino, sin recursos ni acceso al sistema de salud y, por tanto, con una probabilidad más alta de caer enfermo. Pero el inmigrante cobra menos y se calla cuando alguien le manda a la calle. Su presencia, tolerada, se explica solo por razones económicas.

Lo que acaba de ocurrir es que el “clandestino” quizás no va a callarse más. Y la muchedumbre que salió a las calles de L.A. representaba un fenómeno tan masivo que podemos adivinar que habrá un antes y un después de aquella fenomenal manifestación duplicada a lo largo de muchas metrópolis. Pero nos equivocamos si pensamos que se trata meramente de la aparición de personas que antes se escondían. Es otra cosa: la comunidad de los latinos va cambiando. Sin romper con sus orígenes cobra una identidad norteamericana (hay que movilizarse, hay que presionar, hay que conquistar puestos políticos para cambiar algo) y se pone en marcha para conseguir lo que le corresponde.

Para decirlo de manera sencilla: los latinos actúan como gringos. Saben que ya constituyen la minoría más grande de un país que es la suma de minorías. A la mitad de este siglo van a representar la cuarta parte de la población de EE.UU. Piden no tanto porque tienen derecho a conseguir algo sino que piden porque saben cómo pedir. Existe un libro, escrito en inglés por Héctor Tobar, un periodista nacido en una familia guatemalteca de Los Ángeles y galardonado con un premio Pulitzer, que lo cuenta muy bien. Se titula Translation Nation. Fue publicado por Riverhead Books el año pasado y lo fascinante es que se trata de un auténtico relato de viaje por EE.UU., dentro de una comunidad que habla español pero que ya tiene una identidad norteamericana. Tobar llama “americanismo” a la aparición de una nueva cultura mixta incipiente entre los latinos.

Ya José Martí explicaba que vivir en EE.UU. era como vivir en las “entrañas del monstruo” y no hay nada soprendente en la ineludible asimilación de los inmigrantes. Pero, cuidado, los tiempos van cambiando, aquel auge de los “clandestinos” ocurre en un momento en que la distancia crece entre ambas Américas. Todavía se puede leer (en inglés), en el sitio del New York Times, un excelente artículo de Peter Hakim importado desde la revista Foreign Affairs. Su título es una pregunta: “Is Washington losing Latin America?” (¿Se le escapa América Latina a Washington?). La respuesta, positiva, se podía ver el sábado en las calles del centro de Los Ángeles. La pérdida del miedo a presentarse en público como ilegal indica una pérdida de influencia de EE.UU. Y no se trata de chavezismo o de la subida de una u otra izquierda en América del Sur. Es un síntoma de retirada, en casa.

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28 de marzo de 2006
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FICCIÓN

Es como la pregunta en el momento de pedir el agua en el restaurante: ¿Con o sin gas? Pasa lo mismo con la literatura: con o sin ficción. El éxito de la película Capote sobre Truman Capote y el viaje de Tom Wolfe por Europa para promocionar su última novela Soy Charlotte Simmons (Ediciones B, en España) nos obliga a volver al viejo debate sobre cuál es la mejor forma de captar al lector: con hechos o con la imaginación del novelista.

Tom Wolfe sigue siendo el mismo: año tras año, es más Tom Wolfe que nunca. Envejece a través de un proceso de caricatura de sí mismo. Me parece que fue hace veinte años que lo vi en la parte sur del parque Gramercy en Nueva York. Recuerdo mucho el episodio. Caminaba en un día de calor aplastante y vi uno de esos coches largos detenerse un poco delante de mí. Se abre la puerta y un zapato de dos colores toca el suelo sin manchar el pantalón de lana blanca que cae con una nobleza divina sobre el cuero. Sin ver más que una pierna y un pie me imaginé que era Tom Wolfe. Y era él, llevando corbata, camisa con algodón y un vestido de oso blanco en un verano que la brisa de mar no sabía cómo suavizar. Es el único autor que se puede reconocer con una pequeña muestra de su presentación.

Tom Wolfe no ha cambiado y sus entrevistas en la radio y la televisión de Francia lo pintan como encerrado en sí mismo. Cuando dice que sus maestros son Balzac y Zola no hace un favor a los franceses. Ya lo decía hace treinta años. Philippe Labro, un autor cuyo mérito principal es un amor real a la literatura americana, hizo en Le Monde un buen relato de su encuentro con este viejo hombre del sur (viene de allá, como Capote) que sigue siendo un maestro. Es importante hablar de Tom Wolfe: ha sido uno de los escritores que más nos ayudaron a entender las herramientas que tenemos para contar algo. Pero lo hizo siempre desde la perspectiva de un periodista inventor del “nuevo periodismo”. Cuando renunció a su oficio, empezó la tragedia. La verdad dura, definitiva, es que el novelista Wolfe nunca superó al periodista. Wolfe, que fue mi ídolo, se fue desde el momento en que empecé la lectura de su primera novela La hoguera de las vanidades, aunque había leído y estudiado tanto sus artículos.

Un texto muy preciso de Jack Shafer (pasamos del francés al inglés) en la Columbia Journalism Review describe de manera sumamente precisa lo que fue, en su época, la irrupción de Wolfe en el periodismo, no de EE.UU. sino del mundo entero, con una pintura dinámica del universo de los drogadictos buscando un nuevo paradigma de comportamiento. Pero no falta en el artículo de Shafter la frase clave: “The New Journalism didn’t replace the novel, as the somewhat messianic Wolfe later predicted it would in 1973’s” (El nuevo periodismo no reemplazó a la novela tal como un mesiánico Wolf lo predecía en 1973).

En su fracaso por dominar el género novelístico tal como fue el maestro del periodismo, Wolfe recuerda que escribir ficción y recopilar hechos son actividades distintas. El artista, como lo fueron Zola o Balzac, tiene que reoganizar el mundo que le ofrece la realidad. No hay que creer a los tontos que dicen que el mundo real es aún más inverosímil que el mundo creado por los artistas. Cuando Wolfe explica que pasó años recopilando informaciones para construir el universo de aquella chica Simmons, una estudiante, sabemos que esto no cambia nada el resultado que tendremos en las manos. Los periodistas entienden el mundo, los artistas crean un mundo para ser entendido. Nada que ver. “De manera general, la naturaleza se equivoca” afirmaba el pintor Whistler.

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27 de marzo de 2006
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DENTRO Y FUERA DE ARGENTINA

Nunca hubo fluidez entre Argentina y los vecinos de su continente. Conocemos la definición clásica: un argentino es un italiano que vive en América Latina y se cree británico. Borramos el británico que no es tan obvio ahora, ponemos europeo y la fórmula sigue igual de buena. Se comprueba con la jerga de Buenos Aires, donde se habla de "sudacas" "bolitas" o "chilotas" para nombrar a los vecinos.

La vieja idea del error geográfico de un país que se encuentra en un lugar del mundo que no le corresponde, dejó una huella permanente en la cultura del país. La literatura no se escapa de esta visión si miramos la Breve historia de la literatura Argentina (Taurus) que publica un poeta y profesor, Martín Prieto. Es un libro que tiene la forma de un manual y cuyo título miente de manera vergonzosa. Con más de 550 páginas de gran tamaño (incluyendo 15 de índice onomástico) no es una historia breve.

Tanto papel da mucho espacio para citar autores. Un lector francés se da cuenta de la potente verdad del siglo veinte. Los otros países de América Latina han tenido escritores que llegaron a ser leídos fuera, pero Argentina cuenta con un flujo de estrellas que consigueron la fama en todas partes: Arlt, Bioy Casares, Borges, Cortázar, Tomás Eloy Martínez, Ocampo, Puig, Sábato.

No son figuras menores y tampoco es menor la mirada que los autores argentinos dan hacia afuera. Viajes a Europa, recepción de visitantes europeos, lectura de maestros europeos. El dramaturgo Copi (Raúl Damonte) y el escritor Héctor Bianchotti, que es miembro de la Académie Française, no son desertores que se fueron a Francia, sino soldados de un puesto avanzado de las letras argentinas.

Por el contrario, hay una pobre presencia del resto del continente latinoamericano en la Argentina literaria tal como la resume Martín Prieto. Hasta los uruguayos tienen dificultades para entrar en el país vecino. La recopilación de aquella breve historia incluye a Horacio Quiroga (quizás por haber liderado una sociedad de autores) y omite a otro cuentista, Juan Carlos Onetti. Por favor, si Buenos Aires es de un autor, pertenece a Onetti más que a Cortázar o a Sábato.

Martín Prieto recuerda muy bien cómo Facundo, la obra de Sarmiento que ha dado su plena potencia a la literatura argentina, abre con un epígrafe mal robado a Diderot: "a los hombres se degüella; a las ideas no". El enciclopedista francés había escrito "on ne tire pas de coups de fusils aux idées" (no se disparan tiros de fusil a las ideas). Para el crítico Ricardo Piglia poner así en juego una traducción del francés y equivocarse es nada menos que un resumen de "la oposición entre civilización y barbarie".

De verdad, según Prieto, el único no europeo que consigue un impacto en Argentina es Rubén Darío, con una estancia en Buenos Aires de 5 años a fines del siglo diecinueve. Pero su influencia modernista desapareció en 1922 con la llegada de Borges que había vivido 7 años en Europa. Él denuncia una retórica vieja en el discurso del poeta nicaragüense y Buenos Aires vuelve a su normalidad, al diálogo entre Argentina y el mundo no hispanoamericano que es, en el fondo, la expresión de sus artistas.

Lo pensé la semana pasada al enterarme de que el presidente Kirchner había prohibido la exportación de carne por 180 días (con el sueño de que van a bajar los precios) ¿por qué no lo hace con la literatura, para que los escritores argentinos no busquen su rostro en el espejo europeo?

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24 de marzo de 2006
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LOS SOLDADOS PERDIDOS

Al leer las noticias sobre el “alto al fuego” de ETA no hay manera de escapar a una relectura de The secret agent (El agente secreto) de Conrad. Creo que no ha habido otro libro que haya llegado con tanta eficiencia al fondo del problema del terrorismo; es decir, a la pregunta sobre lo que es un terrorista y lo que pasa con su vida en caso de renunciar o tener que renunciar a su combate.

Escribe Conrad “The way of even the most justifiable revolutions is prepared by personal impulses disguised into creeds”. ¿Qué quiere decir? Que más allá de la creencia (en la libertad, la justicia, la independencia, etc.) hay una dinámica de creencia que sostiene al terrorista en su acción. El profesor, que es un protagonista clave en la novela de Conrad, tiene “a final cause that absolved him from the sin of turning to destruction” (una causa final que lo absuelve del pecado de utilizar la destrucción). Aunque duele, hay que entender que la palabra precisa aquí es “fe”. Es la fe la que construye el absurdo atentado en la novela de Conrad: destrucción simbólica del reloj de Greenwich; entendamos: destrucción del tiempo que, lo sabemos todos, termina por ganar, siempre.

Un episodio como el que vive España obliga a una relectura de Conrad. Y si no lo hacemos por lo del País Vasco lo podemos hacer hoy también por Chile (donde se acaba de inculpar a soldados de la caravana de la muerte) o por Colombia (donde se recibe la noticia de la inculpación de comandantes de las FARC por narcotráfico en EE.UU.).

Como francés que conocí (era muy pequeño) la guerra de Argelia, mi encuentro con el tema fue en un discurso del General de Gaulle. Se había terminado la guerra. El acceso de Argelia a la independencia no se podía negar y seguían los atentados de militares o ex militares. Entonces De Gaulle dio un discurso frente a los oficiales del ejército francés en Estrasburgo, en el este del país. Fuera de la obediencia, explicó, solo hay “soldados perdidos”. Me acuerdo, eran “soldados perdidos” estos militares franceses que poco a poco pasaron del terrorismo político al terrorismo de la desilusión y por fin a la mera participación en la actividad de un hampa sin cambiar su discurso.

Cuando los soldados de una causa son despistados por los cambios de la historia y de la sociedad, van por el camino de la delincuencia y del crimen pero –porque todos son comos los héroes de Conrad– mantienen el discurso de la fe. Nadie quiere reconocer que se encuentra en la situación que describe García Márquez en Cien años de soledad: peleando “por algo que no significa nada para nadie” De ser de otra manera solo quedaría el camino del suicidio. Entonces, sobran los casos de autojustificación; el último que recuerdo como un discurso total es Mi confesión, Carlos Castaño revela sus secretos, que publicó Mauricio Aranguren Molina en la editorial Oveja Negra de Bogotá. Muerte, narcotráfico, deseo de venganza por la muerte de un hermano, se mezclaban con ideales de libertad y de procesos políticos en la fenomenal visión de un paramilitar perdido en una dinámica de violencia siempre justificada.

Lo más difícil, si sale lo de la paz en el País Vasco, será ubicar en una vida de verdad a estos soldados perdidos de ETA que todos hemos encontrado en México, Cuba o Venezuela y que hablaban de su fe en una causa para justificar el dolor de su destierro.

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23 de marzo de 2006
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LA DESCONFIANZA

Leo Adolfo Suárez y el bienio prodigioso de Manuel Ortiz (Editorial Planeta). Es un libro extraño. Por una parte, una especie de cronología comentada de los dos años en que se realiza la parte fundamental de la transición institucional del franquismo a la democracia. Y, por otra, una serie de testimonios de ex colaboradores del presidente del gobierno: Rafael Ansón, Andrés Cassinello, Eduardo Navarro, etc.

Claro que se trata de una lectura en que uno va pensando en la historia política de lo que ocurrió hace treinta años en España. Cuando leí Historia de Carmen de Ana Romero, de la misma editorial Planeta, leía algo que se parecía más a un mito griego. Carmen Ruiz Moragas era Jefa de Gabinete de Adolfo Suárez (del Gabinete Técnico del Presidente, dice Ortiz) pero para mí leer su biografía era comprobar la historia trágica tal como se contaba en Madrid. Hija ilegítima de Ramón Serrano Súñer con la marquesa de Llanzol, había iniciado una relación amorosa con su medio hermano Ramón Serrano Súñer y Polo cuando se enteró de que se trataba, tal como lo cuentan la canciones baratas, de un “amor imposible”. Nadie puede leer esta historia sin sentir un cariño obvio hacia Carmen.

Ella aparece en el libro de Ortiz, asumiendo el papel clave de intermediaria entre el Presidente y el líder comunista Santiago Carrillo. No sé si los jóvenes pueden entender matices de esta época: por ejemplo, Suárez está de acuerdo en que los comunistas participen en las elecciones si no utilizan sus símbolos tradicionales, la hoz y el martillo; otro ejemplo: se reúne una cumbre eurocomunista en Madrid aunque el partido comunista español no tiene existencia legal.

La historia de la transición es trastornada, imposible, pero, al final, demuestra la confianza mutua entre sus protagonistas. Lo insoportable cuando se trata de los protagonistas de hoy es que han perdido aquella base común, compartida, que da vida a una democracia. Hasta tal punto que parece imposible entender lo que ocurrió entre ex adversarios para alinear las instituciones sobre una sociedad ya renovada. Es lo que me molesta del libro de Ortiz. Que sea una historia escrita de la derecha no importa: la transición honra a la derecha democrática que la hizo. Pero no puedo entender cómo se sospecha un misterio detrás del atentado contra Carrero Blanco, otro misterio detrás de las entradas y salidas de Suárez de la vida política, un misterio más detrás de la muerte de Fernando Herrero Tejedor en un accidente de tráfico.

La palabra que utiliza Manuel Ortiz es “extraño”. Pero no hay nada extraño en la necesaria concordia de adversarios al reconocer unos hechos básicos para que funcione una democracia. Es romper de manera irresponsable el hilo de la historia el concluir con unas frases como “La guerra civil que quedó pendiente con el asesinato de Carrero es la guerra que evitó la Transición. Ahora ya no podemos estar seguros de nada…”. Reacciono así en un blog que se dedica a la literatura porque me parece que la crispación en la vida política española empieza con una voluntad de reescribir la historia, de considerar como “extraña” la que fue una ambición, compartida por todos, de cambiar las cosas.

Dos apartes: uno para decir, a pesar de lo anterior, que vale la pena leer a Manuel Ortiz; dos, nunca había notado que la palabra “bienio” no tiene traducción al francés (“espacio de dos años” dice el diccionario).

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22 de marzo de 2006
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EL LOCO DEFINITIVO

Rafael Gumucio, periodista y novelista chileno, aporta hoy una
excelente contribución a la necesaria y saludable rebelión en contra
de las generaciones anteriores.  Es una página entera de la Revista de
Libros, el suplemento del diario El Mercurio, dedicada a Gabriel
García Márquez.  "El Patriarca", como lo llama Gumucio, cumple 78 años
saludados por este texto de un joven lector que se proclama
"drogadicto rehabilitado" al decirse incapaz de releer al Premio Nobel de Literatura.

No vale la pena discutir las sensaciones de Gumucio frente a obras que
le encantaron en el pasado.  Una lectura es una experiencia personal. 
Pero el análisis que acompaña al intento de relectura es excelente y
merece ser estudiado. García Márquez, dice Gumucio, "es, aunque en
apariencia todo lo separe del irlandés, nuestro Beckett.  El sexo, la
muerte, la política, la tierra y la industria, todas ceden ante la
fatalidad ya escrita, ante el capricho de unos dioses sedientos y
agotados de sí mismos.  Nadie mejor que García Márquez supo
explicarnos hasta qué punto el nuevo mundo era desde el primer día un
anciano".

Nos encontramos en el lugar preciso donde Gertrude Stein proclamaba a
sus lectores que Estados Unidos es "el país más viejo del mundo".  Es
cierto que el intento de construir un mundo para recuperar su atraso,
que se llama Macondo o Estados Unidos, entrega a los pioneros a la
melancolía de la imposible lucha contra el tiempo.  Gabo es un maestro
de aquella problemática y Gumucio lo explica muy bien cuando describe
su obra como una "tragedia griega a ritmo de bongó".

Al contrario, donde Gumucio se equivoca por completo es al pasar de la
literatura a la política para denunciar la relación del novelista
colombiano con Fidel Castro, que transforma la isla de Cuba en ruinas.
"Edwards, Fuentes o Vargas Llosa son mucho más de izquierda que García
Márquez -escribe Gumucio-.  Creen en que las cosas pueden cambiar y
cambiar para bien".  Aquella observación es obvia pero equivocada. 
No sirve para nada utilizar un abanico político que va desde la izquierda
hasta la derecha para entender a García Márquez.  Mejor mantenerse en el
campo de la literatura.  Volver a los libros.  La obra es dominada por
una raza de personajes que podemos llamar los locos del caribe. 
Personas que construyen de manera obsesiva lo que el paso del tiempo,
la potencia de las tormentas, la corrosión del salitre y, finalmente, el
desánimo humano, transforman en ruinas.  Aureliano Buendía, el
Patriarca, el general Bolívar, Florentino Ariza, son seres cuyo
comportamiento va más allá de toda patología y nutre la dinámica de obras dedicadas a la locura humana.

Claro que con un cacique o, mejor, un caudillo como protagonista
principal, una novela toma una dimensión trágica que abarca a todo un
pueblo.  García Márquez ha pasado su vida de escritor contándonos la misma
derrota a largo plazo de los hombres que quieren cambiar el mundo.  Lo ha hecho no por ser de izquierda o de derecha si no que por ser un tema
obvio para un realista del caribe.  Lo que hay que lamentar es que
García Márquez nunca haya escrito algo amplio sobre Fidel Castro.  Con
el comandante tenía y tiene todavía al loco definitivo, al caudillo, de
larga trayectoria, capaz de llevar a su isla al descalabro total. 
Merecía algo como "El otoño del patriarca en el laberinto de su muerte
anunciada".  No una obra, si no la obra para resumir todo.

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21 de marzo de 2006
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ANDRÉS Y LAS AMERICAS

¿Por qué leemos las columnas de Andrés Oppenheimer?  Dos veces por semana, en docenas de diarios de EEUU y de América Latina, demuestran con una eficiencia implacable, que el mundo no es lo que parece.  Sabemos que casi siempre hay al final un párrafo que empieza por las palabras "mi conclusión" donde el columnista se atreve a pronunciarse sobre una situación política, económica o social.  Pero no creo que esa conclusión, muchas veces excelente, es lo que buscamos.  Me explico, pero antes tengo que añadir una fe de erratas inmediata: Oppenheimer no es columnista, sigue siendo un reportero, lo que da el toque particular de sus artículos.

Oppenheimer es siempre un reportero.  Incluso cuando hace un libro, como el último, Cuentos Chinos (Editorial Sudamericana) que se publicó  hace un semestre.  Acabo de leerlo, a la manera de los periodistas, hojeando, saltando páginas y mirando todo con un detector de fuentes como herramienta fundamental.  Sobran la información, las confidencias de responsables políticos y las exclusivas.  El conjunto forma un cóctel único en América Latina, tan único que llegué a hacerme aquella pregunta.  ¿Por qué leemos las columnas de Andrés Oppenheimer?  No voy a esconder que soy de sus amigos.  Quizás, esto afecta la respuesta que voy a dar:  creo que leemos a Oppenheimer para creer en América Latina.  Me pareció obvio al ver cómo en su libro intentaba adivinar cuánto tiempo Madelaine Allbright, que fue secretaria de estado de Bill Clinton, dedicaba a América Latina.  Es lo mismo que busca el reportero en una de sus últimas columnas, cuando analiza la plata que Bush destina al patio de atrás.  Sea cual sea la época, Oppenheimer mantiene la misma pasión: entender un continente siempre decepcionante.

A su manera, informada, entusiasta, estimulante, Oppenheimer es en el fondo un idealista.  Va a Washington pensando que los gringos se enterarán de la importancia de sus vecinos del sur.  Y va a América Latina pensando que los líderes políticos tienen un deseo sincero de salir adelante para mejorar la situación de su continente.  Oppenheimer es un puente entre las Américas.
No existe otro periodista que sea reconocido como él, tanto en el norte como en el sur.  En el fondo no lo leemos tanto por sus respuestas sino por su ánimo en el momento de repetir las mismas preguntas con la fe sincera de que un día desaparecerán la corrupción, la ineficiencia y el autoritarismo.

Hay que reconocerle su lucidez:  al momento de escuchar las respuestas desaparece la ingenuidad.  Se necesita más que el suéter de Evo Morales para hacer creer a Oppenheimer que Bolivia va por buen camino.  Como Argentino que huyó de su país en la época de los generales, mantiene también una postura antiautoritaria cuando habla de Chávez o de Castro.   Oppenheimer
es un amante de América Latina que cree en la democracia, lo que basta para meterlo en una situación poco cómoda.

Al final, si pensamos en las instituciones que dan un sentido formal de existencia a América Latina, no se puede ignorar la mirada exigente de ese profesional.  Es por eso que siento mucho ver que cuando describe los países de América Latina utiliza dos palabras:  son, dice, "cuentos chinos".

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17 de marzo de 2006
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JEROME DAVID FONSECA

Para mí, Rubem Fonseca no es un autor brasileño. Suelo leer los autores brasileños en francés. Puedo leer un diario en portugués, pero una novela sobrepasa mis capacidades lingüísticas. La literatura brasileña es un producto traducido. Las Memorias póstumas de Bras Cubas, para citar una cumbre de la literatura, es algo que leo, como todos los autores de Brasil, en una traducción francesa. Todos, menos Rubem Fonseca, a quien descubrí en español y voy siguiendo en español pues las casas editoriales francesas no hacen su trabajo; es decir, traducir todo lo que publica un cuentista cuya vitalidad sigue siendo un modelo.

Muchas veces, viajar a países hispanohablantes es traer a Francia los libros de Fonseca. Cuando uno empieza a leer un autor en un idioma, no puede cambiar después, sería como escuchar la voz del autor en un doblaje malo. Como descubrí la literatura japonesa en EE.UU., leo los autores japoneses meramente en inglés, en libros comprados en Amazon o en aquella librería japonesa cercana a la pista de hielo del Rockefeller Center en Nueva York. No se trata de esnobismo sino de los accidentes que suelen ocurrir en una vida de lector.

Hoy, el placer que me da aquella vida es comprar en una librería de Santiago de Chile Pequeñas criaturas en la edición que publicó Norma en Bogotá. No podrá superar, claro, el placer que me procuró el libro que Fonseca había escrito en portugués para demostrar su pasión por el escritor ruso Isaac Babel. Se titulaba Emociones y pensamientos imperfectos y, como trataba de la adaptación al cine de un libro de Babel, era una especie de confusión insuperable entre idiomas y géneros donde yo sentía que hacía lo que me correspondía para seguir a Fonseca.

Pase lo que pase, con Fonseca no existe la decepción. Nunca le falta la energía vital. Se nota en su manera de combinar sexo y muerte, y también comida y amor, pero también en su manera de ser cuidadoso para mantener aparte tanto sexo y amor, como comida y muerte (creo que en su ficción, donde no faltan los muertos, solo se vincula la muerte y la comida en Bufo y Spallanzani, a ver si me equivoco: rercuerdo sapos venenosos pero también algo con setas mortales).

Como muchos, descubrí a Fonseca a través de El gran arte. Desde entonces, es algo que me sirve para saber cuál es el lector que tengo frente a mí. Si alguien me dice que El gran arte es una novela policiaca, tengo la respuesta: “Claro que sí, tal como En busca del tiempo perdido es un documento sobre la homosexualidad a principios del siglo veinte en el Faubourg Saint Germain”.

Rubem Fonseca es un escritor que se ubica en lo más alto de lo que la literatura nos dice sobre la condición humana. El abanico de sus preocupaciones supera todo. Un ejemplo (que sus seguidores van a reconocer como un extracto de “secreciones, excreciones y desatinos”) permite demostrarlo en una frase: “... estaba pensando en Dios y observando mis heces en la taza del retrete” dice el narrador de un cuento exquisito. Como Fonseca, no hay otro y acabo de comprobarlo en Internet, con un placer también exquisito, al introducir las palabras Rubem Fonseca en Google. En la segunda página aparece el enlace hacia lo que Rubem Fonseca opina de Juan Rulfo. Es un artículo del diario Crónica de hoy, que cuenta cómo Gabriel García Márquez entregó el premio Juan Rulfo a Fonseca en la Feria de Guadalajara en 2003. Todo parece normal salvo un detalle: el retrato del autor que viene al lado del titular: es la fotografía de Jerome David Salinger, el autor de The Catcher in the Rye.

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15 de marzo de 2006
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PIAZZOLA

Estoy en Buenos Aires. Amigos de Clarín me regalan una serie de doce CDs con tantos libritos como su diario hizo bajo el título Tango de colección. No falta nadie entre los maestros de la época reciente: Osvaldo Pugliese, Susana Rinaldi, Aníbal Troilo ... pero voy directo al número once de la serie: Astor Piazzolla.

A Piazzolla nunca le pasé la cuenta. En París, yo tenía un estudio en el piso cinco de un edificio donde él ocupaba un dúplex en los pisos dos y tres. No tengo nada en contra del bandoneón pero tener a un bandenoista como vecino es otra historia. Siempre dudaba, a pesar de la etiqueta «Piazzolla» en la puerta, que fuese el famoso músico el que me negaba el sueño, pues nunca nos habíamos cruzado en la escalera. La cronología al final del librito me saca de dudas: claro que sí, era Piazzolla el que mandaba a través del edificio el soplo melancólico de su instrumento. Es la misma melancolía que invade poco a poco a poco mi habitación en el hotel donde estoy escuchando veinte temas suyos. Por la ventana veo la fenomenal metrópolis bajo el sol. La verdad es que no puede hacer nada para detener la tristeza de la música de Piazzolla. Edmundo Rivero canta Jacinto Chiclana (letras de Borges) y ya estoy destrozado.

Un intento de escape por Internet no da ningún resultado. Encuentro sitios que se llaman terapiatanguera.com.ar o tangauta.ar; ni siquiera este último, al ser una buena combinación de Tango e internauta, trae alegría.

Cuando el CD toca el tema El gordo triste, homenaje al músico Aníbal Troilo (Pichuco), cantado por Amelita Baltar, Buenos Aires es la ciudad más oscura del mundo. Las letras son del poeta Horacio Ferrer y parten el alma de cualquier ser humano:

«Por gracia de morir todas las noches,
jamás le viene justa muerte alguna.
Jamás le quedan flojas las estrellas.
Pichuco de la misa en los mercados.

De qué Shakespeare lunfardo se ha escapado este hombre
que en un fósforo ha visto la tormenta crecida;
que camina derecho por atriles torcidos,
que organiza glorietas para perros sin luna?»

El tema musical que viene después no puede ponerme más bajo. Su título no me sorprende. Es, lo juro, Buenos Aires hora cero.

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13 de marzo de 2006
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