Jean-François Fogel
Desde el avión, el estado de Vargas es un paisaje ordenado: una sierra verde, continua, de donde sale, en cada quebrada, un charco de lodo coronado por edificios. Meramente, en la última vuelta para alinearse con la pista de aterrizaje, se ve, fugaz, Caracas con sus barrios suspendidos como los balcones de un teatro. La autopista vacía lo dice todo: desde que se rompió uno de los viaductos que sostienen la vía de tránsito entre Caracas y su aeropuerto, la capital de Venezuela es una meta remota. En un país que tuvo, en 2005, veinte mil millones de dólares de superávit por el alza del precio del petróleo, los habitantes de una ciudad de seis millones de habitantes tienen que hundirse en una sierra para tomar un vuelo.
Hay tres maneras de ir desde el aeropuerto de Maiquetía hacia Caracas. La pista de Galipán es la más rápida (una hora y media) pero para utilizarla se necesita un vehículo 4×4 y aguantar un recorrido poco cómodo. La carretera de Callaca es la más larga: cerca de cuatro horas para más de ciento veinte kilómetros; se va lento por la abundancia de los vendedores de todo tipo en una vía de salida hacia el ocio con sus tiendas y sus restaurantes. “Vamos a tomar la carretera de la dictadura” me dice el chofer. La carretera de La Guaira fue construida en la época de la dictadura, en la primera parte del siglo XX. Tendría que ofrecernos un paseo por la sierra: 29 kilómetros, que se traducen en realidad en tres horas de un tráfico surrealista entre los cactus. Los zamuros sobrevuelan una larga cola de vehículos. Naturaleza intacta. Serpiente de carros. Vendedores que salen de un bosque semiseco tropical para proponer cervezas al lado de soldados y policías que patrullan. Es un no-mundo: no es el monte a pesar de la vegetación y tampoco la ciudad a pesar del tráfico.
Por fin, culminando la subida a la sierra se ve abajo, muy abajo en el valle, una publicidad inmensa que grita: “paga tus impuestos”. ¿Para qué? Para el mantenimiento de un camino de cazadores que poco merece el nombre de carretera. En el aeropuerto, un hombre me había propuesto un salvoconducto del ejército para abrirme camino a través de “El Limón”, un barrio que conecta la autopista, antes del maldito viaducto, con la carretera de Guaira donde todos nos aburrimos con más ruido que música. Le dije que no: como todos los que viajan a Caracas de vez en cuando quería conocer la linda montaña que domina la ciudad. Ahora, no sé si tenía que rechazar la oferta, no sé si es tan linda una montaña que se llena poco a poco de botellas vacías y embalajes de plástico. De noche, la carretera solo sirve para los camiones que circulan durante unas horas en un sentido y después en otro pues la anchura no permite que se crucen. Es una invasión permanente, de día y de noche. Guerra del motor a explosión, bajo el sol y las estrellas, en contra de lo que fue un universo deslumbrante. Sigue la conquista de América y como todas las conquistas tiene una cara fea.