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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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Cuidadores de mundos

Ander Izagirre

Col. Heterodoxos

Altaïr

Según se descubre de la lectura del presente libro, los cuidadores de mundos son gentes que no parecen haberse enterado de la clase de mundo en que vivimos. /upload/fotos/blogs_entradas/cuidadores_de_mundos_med.jpgPor eso actúan como si continuasen vigentes una serie de valores y comportamientos que en su día determinaron sus vidas o las de sus antepasados. Hoy, pese a ser conscientes de la enorme desproporción entre las corrientes de la historia que han barrido aquellos valores y la sola fuerza de sus propias manos - porque la mayoría lleva a cabo su labor literalmente con las manos - esas personas siguen empeñando sus días en dejar constancia de que en una vez  la vida no fue como es hoy y sin embargo era vida; dar testimonio de la verdad (le pese a quien le pese), mantener en pie una estructura hoy dejada al albur de los tiempos o luchar por el bienestar de los demás con la sola ayuda de una hoz. Y de su tesón, por descontado.

Un ejemplo podría ser Eustaquio Martín, un alavés de ochenta años de edad que toda su vida la ha pasado en Añana, un vallecito situado al sur de Vitoria y no lejos de Nanclares de Oca.  Desde tiempos inmemoriales los habitantes de ese valle han vivido de la sal que portaban las aguas de un arroyo que todavía hoy surgen por el mismo nacedero de siempre, el manantial de Santa Engracia. Para aprovechar el tesoro salino que surgía de la tierra se terracearon ambas laderas del valle y se construyeron eras donde se evaporaba el agua; y si para llevar ésta hasta allí hubo que levantar una compleja red de canalizaciones, su uso exigió la creación de una no menos compleja legislación destinada a lograr que los derechos de agua de cada vecino fuesen escrupulosamente respetados. Hoy continúan intactos lo muros de contención, las eras de evaporación y los canales de conducción, con la particularidad de que la madera con la que éstos fueron construidos no se deteriora debido a la acción protectora de sal. La única diferencia es que ya no se usan porque la vida discurre ahora por otros cauces. Pero el anciano  Eustaquio, que en su día se ganó el sustento construyendo esos canales, se ha impuesto como objetivo desde hace años mantener en pie tan gigantesca estructura. Y ahí sigue, mientras las fuerzas se lo permitan.

Y si no contra el tiempo y sus efectos devastadores, hay quien lucha contra la tozudez oficial. Porque, oficialmente, una de las muchas singularidades que diferencian a los vascos de sus vecinos es que allí nunca estuvieron los romanos, por lo que los actuales pobladores no serían descendientes de unos vascones que se doblegaron ante la romanización.

Una de las muchas consecuencias de esta verdad oficial es que cualquier vestigio de la presencia romana - y más si se trata de una presencia prolongada - contradice la leyenda inventada.  En cuyo  caso se ignora la validez o la importancia del vestigio y todos tranquilos.  A menos que salga uno de esos (molestos)  irreductibles que desean conocer la verdad verdadera y pongan en evidencia lo que hay de mentira de la verdad oficial.

Tal es el caso de Mertxe Urteaga, una arqueóloga que conocía viejos informes dando cuenta de la existencia cerca de un pueblo de Guipúzcoa llamado Oiarzun de una importantísima explotación romana de galena argentífera. Es muy probable que esos yacimientos ya estuviesen siendo explotados desde el Paleolítico, pero los informes -  uno de un ingeniero alemán comisionado por la Corona en 1804, y otro que lo firmaba en 1897 otro ingeniero llamado Gascue - hablaban de un entramado subterráneo compuesto por 42 galerías y 82 pozos, totalizando unos dieciocho kilómetros de subterráneos. Nada menos. Para evitar que se inundase tan importante infraestructura los ingenieros romanos construyeron un  canal de drenaje que, pasando por debajo del río Arditurri, aflora en un arroyo que fue la vía de acceso para redescubrir el ingente complejo que  dio vida a la ciudad de Oiasso y fue el origen de un importante puerto hoy conocido como Irún.  Sin más ayuda que la prestada por otros compañeros, la arqueóloga guipuzcoana va sacando a la luz poco a poco una realidad de la que, aun a regañadientes, las autoridades no han tenido más remedio que darse por enteradas y prestar ayuda a quienes están poniendo en evidencia la importancia de la presencia romana, allí como en toda España, sin excepciones.

Pero también hay viejos mineros construyendo un museo en el que guardar memoria de la que fue una de las principales explotaciones mineras del mundo (en los montes Triano, cercanos a Bilbao), carpinteros de traineras a la antigua usanza; constructores de fuentes y caminos o el campesino devenido en arqueólogo a fuerza de desenterrar maravillas antiguas con el arado de su tractor. El libro es apasionante y la única  pena es que el autor se haya limitado a ofrecer ejemplos únicamente del  País Vasco y Navarra, pues hubiera sido de agradecer que ampliase el campo de investigación por aquello de abrir horizontes. Pero el puñado de cuidadores de mundos que ofrece  constituye un microcosmos en el que no cuesta ver  la historia de los hombres y sus afanes por hacerse un hueco en cualquier rincón del mundo.

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18 de diciembre de 2008
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Relatos después de la batalla (1808-1823)

Antonio Alcalá Galiano

Ramón de Mesonero Romanos

Gaspar de Jovellanos

Antonio de Capmany

Mariano José de Larra

Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad

Los sucesos del Dos de Mayo en Madrid y la subsiguiente Guerra de Independencia, la proclamación de la Constitución liberal en un Cádiz cercado por las tropas napoleónicas o el posterior regreso de Fernando VII y la sañuda destrucción de cuanto se había logrado durante su prolongado eclipse público fueron sucesos fundamentales y que no sólo marcaron decisivamente el devenir del siglo XIX en España sino que sus consecuencias se dejarían notar hasta bien entrado el siglo XX.

/upload/fotos/blogs_entradas/relatos_despus_de_la_batalla_18081823_1_med.jpgLa idea de recurrir al testimonio de grandes escritores que a la vez fueron testigos e incluso protagonistas de algunos de esos hechos era en principio una magnífica idea. En cambio resulta algo más discutible la elección de los autores. De Jovellanos, probablemente uno de los pensadores españoles más honestos y comprometidos, nada se puede objetar salvo que su intervención, titulada "Memoria en que se rebaten las calumnias divulgadas contra los individuos de la Junta Central...", difícilmente puede ser considerada un relato. Es, en todo caso, un alegato jurídico y moral en favor del derecho que asistía a la Junta Central para asumir el mando supremo sobre los destinos de una nación profundamente perturbada por la presencia de Napoleón al frente de 300.000 soldados. Y en otro orden de cosas lo mismo cabe decir de la intervención de Antonio de Capmany y Montpalau, cuyo título, "Centinela contra franceses", ya dice bien a las claras de qué va el contenido. Es evidente que Napoleón no era precisamente un caballero y que su actuación en España merecía de sobras un juicio severo y muy negativo. Pero incluir como relato un panfleto patriotero y repleto de improperios, insultos y descalificaciones ("vanísimo y soberbio", "malvado", "infame", "usurpador", etc.) resulta de una notable monotonía. Aparte de que tampoco es un relato.

Lo cual no es en absoluto el caso de Alcalá Galiano y Mesonero Romanos, cuyos escritos constituyen el grueso del volumen. Aparte de testigos directos de los sucesos que narran, ambos eran antes que nada periodistas. Y aunque muy conscientes de la trascendencia del momento, con sus escritos no trataban de emular al historiador ni pretendían aportar datos que sirvieran en el futuro a los científicos. Ambos eran conocidos cronistas de la actualidad y lo que les preocupaba era el retrato social, la vida cotidiana, la vestimenta y las costumbres, los periódicos que se leían: en suma, el reportaje de aquello que estaban viviendo. Uno, Alcalá Galiano, era gaditano y participó activamente en la creación de su propio tiempo. Son espléndidos los capítulos dedicados al desastre de Trafalgar (tocándole dar cuenta de la muerte de su propio padre en el mar) y las descripciones del Cádiz cercado por los franceses con las fiestas, la vida cotidiana y la galería de tipos curiosos locales o recién llegados a la ciudad; o los capítulos posteriores, ya en Madrid (1808), y de nuevo en Cádiz durante la proclamación de la constitución luego conocida como "la Pepa".

Y lo mismo con respecto a Mesonero Romanos, otro cronista de la Corte que era un niño cuando el alzamiento del Dos de Mayo pero que escribe sus memorias muchos años después y va mezclando recuerdos personales con hechos más generales y que conocería ya de mayor. Es impagable su relato de las revueltas populares previas al Dos de Mayo y durante las cuales el pueblo asaltó y destruyó primero el palacio de Manuel Godoy, después las viviendas de sus familiares y por último las de sus allegados, entre los cuales don Leandro Fernández de Moratín, que debió huir por el tejado para salvar la vida (que no los muebles) huyendo de un populacho exacerbado por las arengas de una cabrera tuerta, vecina y vieja enemiga de Moratín.

Y una sorpresa: acostumbrados a ver denigrada hasta el paroxismo la figura y la obra de Manuel Godoy (y los improperios que le dedica Capmany en su intervención son similares a los que le propinan los historiadores posteriores, desde el conde de Toreno hasta hoy) sorprende el respeto que le muestran tanto Alcalá como Mesonero. Ambos parecen coincidir en que le perdió la vanidad y que tratar de manipular a Napoleón en su propio beneficio fue un gesto insensato dictado por la soberbia. Pero ni rechazan de plano su obra de gobierno ni reducen a escombros su trayectoria humana. De lo cual cabe deducir que el autoproclamado Príncipe de la Paz era un hombre más complejo e interesante de lo que la propaganda contra los afrancesados ha dejado entrever. Y que merecería un buen biógrafo.

La intervención final de Larra, siendo simpática y dotada de la agudeza crítica que le caracteriza, vuelve a sembrar la duda en el lector normal, que cierra el libro preguntándose si de verdad en la España del XIX no hubo otros auténticos cronistas capaces de hacer buenos relatos de las batallas. La verdad es que cuesta creer que sea necesario recurrir a textos jurídicos, panfletos antibélicos o artículos ingeniosos como material de relleno.

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15 de diciembre de 2008
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El viaje a la ficción

Mario Vargas Llosa

Alfaguara

Lo normal es que si a un gran escritor le da por escribir acerca de otro gran escritor el resultado sea un gran libro. Y lo curioso es que, en desvelando al otro, el uno quedará desvelado a su vez. /upload/fotos/blogs_entradas/el_viaje_a_la_ficcin_med.jpgEn cierto modo la razón de ese doble desvelamiento vendría a ser la que ofrece Gabriel García Márquez en su prólogo a los Cuentos completos de Hemingway (Lumen) cuando dice que es inútil darle a leer una novela a un novelista porque a éste sólo le gustan las novelas de los demás hasta que logra desentrañar la tramoya o estructura interna que las sustenta. Una vez averiguado cómo funciona -insiste Gabo- el invento pierde todo interés para el novelista.
 
De ahí, creo yo, ese fenómeno tan reiteradamente observado y según el cual no hay que hacer demasiado caso de un novelista cuando recomienda calurosamente una novela de otro porque - la inmensa mayoría de veces -, lo que le ha gustado no tiene nada que ver con la calidad de la prosa, la novedad del argumento o la emoción del desenlace, esto es, lo que suele buscar un lector corriente. Y encima, si le dices al novelista recomendador "Vaya muermo me hiciste leer", lo normal es que responda con toda placidez: "Sí, pero fíjate que utiliza la tercera persona del plural como si fuese un observador singular quien habla, con lo cual logra un curioso efecto de inmediatez que aún se acentúa más cuando recurre al presente histórico". O lo que sea. Es decir, un rollo de la misma categoría que si un gran chef te suelta un curso sobre las ventajas de usar perejil (mucho perejil) en lugar de limón para evitar que se pongan negras las alcachofas durante la cocción. Qué tendrá que ver el uso del presente histórico con la emoción que provoca una buena escena de amor (caso de una novela) o con la sinfonía de sabores que te estalla en la boca cuando pones en ella la primera cucharada de una menestra hecha como Dios manda (si es que estamos en la cocina).

Lo cual es cierto por lo general salvo que el novelista que investiga a un compinche sea un compulsivo. O como tantas veces ha dicho Mario Vargas Llosa de sí mismo, "un escribidor", un tipo que vive envuelto en palabras como al apicultor le rodean los enjambres. En cuyo caso lo que de verdad interesa es la literatura tal cual (y he estado a punto de poner literatura en mayúscula) y no la tramoya. Salvo que ésta sea a su vez literatura, con lo cual vendríamos a dar con el reiterado tema de si es válido o no distinguir entre fondo (la narración misma) y forma (o tramoya). Y la respuesta es no.

Gracias a esa condición de escribidor, el lector que decida acompañar a Mario Vargas Llosa en este viaje a la ficción va a tener el privilegio de verle arremangarse y proceder a desmantelar pieza a pieza no una sino todas las novelas de Juan Carlos Onetti. Y quien todavía tema que vayan a endosarle una perorata docta, pierda todo cuidado porque, como dice el propio Vargas (p.28) , "Esta vida de mentiras que es la ficción [...] no debe ser considerada mera réplica de la vida de verdad, la vida objetiva vivida, aunque esta sea la tendencia con que suelen estudiarla los científicos sociales que, valiéndose de la literatura oral y escrita, ven en ésta un documento sociológico e histórico [...]".

Y un poco más adelante, insiste (p. 32): "Una obra [la de Onetti, claro], casi íntegramente concebida para mostrar la sutil y frondosa manera como, junto a la vida verdadera, lo seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imágenes tan mentirosas como persuasivas , donde ir a refugiarnos para escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es".

Y una última cita (p. 41), que muestra de forma todavía más expresiva el talante de Mario Vargas al adentrarse en las circunstancias que se daban en la vida de Onetti cuando estaba escribiendo sus obras: "Si su propio testimonio es cierto -sin duda no lo es, pero no importa, pues lo que de verdad interesa en la biografía de un escritor es lo que él mismo quiso o creyó que fuera su vida [...].

Queda claro pues que vamos a movernos por los escurridizos terrenos de la ficción de la ficción, y que si un dato que salga resulta no ser cierto peor para la verdad porque aquí la única verdad que cuenta es la literaria (o sea, la mentira). Pero ya he dicho antes que iba a ser un privilegio ver a Mario Vargas ir perfilándose por detrás de la inmensa figura de Juan Carlos Onetti.

Sólo una precisión. No es un libro universal, de esos que gustan a todo el mundo. Tendrá mucho ganado quien sea un seguidor incondicional de cualquiera de los dos, bien sea Mario Vargas Llosa o (mejor aún) Juan Carlos Onetti. Porque, aquí, no se habla de otra cosa.

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11 de diciembre de 2008
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El boxeador polaco

Eduardo Halfon

Editorial Pre-textos

Siempre resulta fascinante contemplar cómo de pronto surge una voz fresca y se las arregla para que también suenen como si fuesen nuevos y recién estrenados unos temas que en realidad son los de siempre. Y por lo tanto eternos.

/upload/fotos/blogs_entradas/el_boxeador_polaco_med.jpgTal es el caso de Eduardo Halfon, un guatemalteco que empezó a darse a conocer (sin hacer demasiado ruido, esa es la verdad) en los primeros años del presente siglo y que se descuelga ahora con este excelente libro de relatos titulado El boxeador polaco.

Enumero ahora sucintamente el contenido de alguno de ellos para que se pueda calibrar hasta qué punto se trata de un material literario común, y por ende al alcance de quien se atreva a usarlo una vez más. El primero va de un profesor de universidad que medio coquetea con una alumna de pechos turgentes pero al que todavía le preocupa más que se pierda para la poesía un alumno que parecía llamado a grandes destinos y que un buen día abandona las clases. Es una lástima que sea tan breve el viaje del profesor en busca del alumno porque esa inmersión en la Guatemala profunda es una delicia. Ni qué decir tiene que el profesor vuelve a sus clases con las manos ociosas y (se supone) sin mejor ocupación para ellas que las turgencias de la educanda.

El segundo es el encuentro del narrador con una desconocida y que también parece el preludio de algo grande: "cuando la conocí en un bar escocés, tras no sé cuántas cervezas y casi una cajetilla de Camel sin filtro, me dijo que a ella le gustaba que le mordiesen los pezones, y duro".

Twaineando relata una reunión de expertos en Mark Twain, y de ahí el título. A ratos parece que vaya a darle una nueva vuelta a la tuerca de "La lección del maestro", pero no me atrevo ni a parafrasear su contenido porque faltándome el deje guatemalteco podría quedar de una sosería alarmante. Y yo como un patoso. A partir de ahí, si lo leído hasta ahora parecían esos armoniosos y en ocasiones incluso brillantes fraseos que llevan a cabo los solistas de una orquesta antes de lanzarse a un "tutto" triunfal, la tensión narrativa sufre un notable crescendo que, de relato en relato, ya no dejará de crecer hasta el final. Hay un tipo que "antes de dar el brinquito a la cosmología judeo latinoamericana" dice estar seguro de "haber sido un jazzista negro de tercera categoría que tocaba en un prostíbulo de Kansas City", todo ello porque le han preguntado que si le gustaba el jazz ; su novia era una burguesita de lo más normal hasta que de pronto le dio por aprender capoeira y rasurarse el pubis; y el tercero en discordia es un curioso músico serbio y educado por los mejores intérpretes de música clásica de medio Europa aunque él, en el fondo, lo que quisiera es tocar como papá, un violinista zíngaro ambulante. El título es Epistrofe, título a su vez de una pieza del genial Thelonius Monk, que quizás sí o quizás no fue quien se inventó esa misteriosa palabra cuyo relato pone al lector en el estado de ánimo adecuado para adentrarse en la pieza estrella, El boxeador polaco, una sorprendente visión de Auschwitz -casi un apunte fugaz- realizado a través de la relación de un niño guatemalteco con su abuelo, un judío polaco que aún lleva grabados en el brazo unos números que no son, como creía el chico, un teléfono que bajo ningún concepto debía olvidar el abuelo. O sí, como bien se verá en el último y todavía más sorprendente colofón al cuento del boxeador, y que de hecho es un colofón a todos los cuentos y relatos del mundo.

Quiero decir: cuentos de profesores metiéndose en líos con alumnas los hay a docenas, lo mismo que recuentos de reuniones de eruditos pomposos o de encuentros fugaces en bares para turistas. Y en principio se diría imposible aportar una nueva historia de Auschwitz que no se la misma retahíla de espantos que llevamos contabilizados a costa de los campos de exterminio, de la misma forma que en principio parece difícil ofrecer (sin que suene manido) un ejemplo enternecedor de la capacidad de supervivencia del ser humano antes, durante o después del horror. O, ya que sale, de cómo poner un matiz original al hecho mismo de contar una historia y al papel que juega la memoria (o su contrapartida, el olvido) en la dichosa manía que tiene el ser humano de fabular.

Pero todo ello viene a cuento, y nunca mejor dicho, de lo que decía al principio acerca de la capacidad de algunas voces frescas para hacer que también suenen como si fuera nuevos los temas de siempre. O sea, unos relatos que casi con toda probabilidad se vienen contando desde la época en que los seres humanos descubrieron el infinito placer que proporciona el juntarse al amor de un gran fuego y escuchar a uno de los nuestros contar un buen cuento. Y por algún extraño milagro, Halfon parece ser uno de ellos.

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9 de diciembre de 2008
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Novelas I

Vicente Blasco Ibáñez

Biblioteca Castro
 
Prosiguiendo con su discreta pero tenaz labor de mantener viva la mejor tradición novelesca española, Biblioteca Castro publica  ahora  el primero de los cinco tomos que acogerán la obra novelística de Vicente Blasco Ibáñez.

/upload/fotos/blogs_entradas/vicenteblasco_med.jpgArroz y tartana, Flor de mayo, La barraca y Entre naranjos son las cuatro novelas que integran este primer volumen, y no hay más que ver los títulos para entender que pertenecen al llamado ciclo valenciano, esto es, el de sus inicios.  A los críticos y los especialistas les entretiene señalar las tendencias naturalistas o los restos románticos ( que en su época eran respectivamente el futuro y el pasado del novelar) detectables en estas obras de formación. Y bien está. Pero al lector actual lo que de verdad le interesará es saber si Blasco Ibáñez es un autor que se puede (debe) leer o si se trata de una antigualla ilegible tipo Jacinto Benavente o José Echecharay, al hablar de los cuales te viene inevitablemente a los dedos un "don" que denota con toda claridad el venerable muro de cartón piedra que los cubre como un sudario.

Pero en el caso de Blasco Ibáñez la respuesta es un sí rotundo. Se le puede/debe leer porque, en primer lugar, es un escritor diáfano, vigoroso e imaginativo , que no sólo toma partido por sus personajes sino que los defiende ardorosamente hasta el final, incluidos los malos, siendo este uno de los rasgos que mejor definen a un gran escritor. Y en segundo lugar se puede/debe leer a Blasco Ibáñez porque, según vaya avanzando en su evolución personal, su escritura  irá poniendo progresivamente de manifiesto una conciencia moral perfectamente contemporánea y que bien pudiera servir de modelo ahora que ya no hay figuras señeras y capaces de marcar el rumbo a seguir. Al leer su biografía de inmediato empiezan a surgir términos  como "rebelde", "temerario", "generoso", "enamorado de las mujeres", "antimonárquico furibundo", etc. Un tipo capaz de batirse en un duelo a pistola con un oficial de artillería por defender un ideal. O sea, un loco encantador. La clase de compinche que todo joven debería tener a su lado para emprender con éxito la travesía de la vida.

Para no empantanarme ahora en la enumeración de las virtudes que distinguen a cada una de las cuatro obras que integran esta primera entrega, tomo por ejemplo La barraca, una novela de estructura compleja y con varias corrientes narrativas que de inmediato traspasan los límites del naturalismo  contemporáneo para irrumpir, de un lado, en la vertiente más mística y ancestral de la relación con la tierra, y de otro en la crítica social más dura y comprometida. En ella vale, además, lo que antes decía acerca del cuidado de los personajes o la precisión y belleza de la prosa.

Y sin embargo fue escrita en unas condiciones personales extremas, pues allá por 1895, y en respuesta a sus apasionados artículos contra las guerras coloniales,  Blasco Ibáñez estaba teniendo unos problemas con la autoridad militar que le costaron una serie de multas, juicios, destierros y estancias en la prisión. Claro que tampoco es de extrañar porque, por ejemplo, uno de los artículos contra la guerra de Cuba que le costó dar con sus huesos en la cárcel se titulaba Que vayan todos: pobres y ricos.

Según cuenta él mismo, escribió La Barraca durante las madrugadas, una vez que daba por finalizada la edición de un periódico de su propiedad llamado El Pueblo y en el que ejercía de director, redactor, corrector, tipógrafo e impresor. Allí fue publicando los diez capítulos de esa novela que luego sería ofrecida al público en forma de libro del que se editaron 700 copias y se vendieron 500, cerrándose la operación con unas ganancias netas de 79 pesetas.

Años más tarde, y tras el éxito fulminante de la edición en francés, el libro llegaría a superar el millón de copias, de las que 100.000 se vendieron en España. Pero ni siquiera cuando ya era un autor mundialmente consagrado dejó de luchar contra los opresores.  La llegada al poder de Primo de Rivera le sorprendió cómodamente instalado en el sur de Francia y a punto de formalizar su pecaminosa relación extramatrimonial con Elena Ortúzar. Tanto en Argentina como en Estados Unidos sus visitas se saldaban con éxitos clamorosos, y Hollywood le había distinguido dedicando a la adaptación cinematográfica de sus novelas a estrellas de la talla de Rouben Mamoulian y Vicente Minnelli, así como a Rodolfo Valentino, Tyrone Power o Rita Hayword. Incluso el gobierno español estaba apoyando activamente su candidatura al premio Nobel.  Momento que Blaco Ibáñez eligió para escribir un artículo  titulado Una nación secuestrada que le costó perder otra vez sus honores y su respetabilidad y el Nobel. Y el ayuntamiento de Valencia incluso le retiraría el nombre de la plaza que le había dedicado. Genio y figura.

Pero, con independencia de que personalmente fuera esto o aquello, lo importante es que se trataba de un escritor inmenso y que su prosa se mantiene tan fresca como pueda mantenerse la de Zola para los franceses. Y conste que la comparación no es casual ni gratuita.

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1 de diciembre de 2008
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Un lugar llamado Oreja de Perro

Iván Thays

Anagrama

Es una novela triste y que transcurre en un lugar oficialmente llamado Oreja de Perro, un diminuto y perdido caserío que, siempre oficialmente, pertenece al distrito de Chungui, en el departamento de Ayacucho, Perú. /upload/fotos/blogs_entradas/un_lugar_llamado_oreja_de_perro_med.jpgSin embargo, y digan lo que digan los registros catastrales oficiales, el lector sabe reconocer de inmediato que ha sido conducido mediante engaños (o al menos utilizando como señuelo esa denominación de origen tan sugerente y singular) a uno de los confines más extremos del mundo. El cual, encima, ha sido erigido tan arriba en las montañas que sus visitantes padecen invariablemente el temido soroche, con sus inevitables y asquerosas secuelas.

Sería de plena justicia que los locales, ante las quejas de los recién llegados por las molestias físicas, la falta de comodidades e incluso de una mínima oferta de ocio, preguntasen a su vez: y quién se le ocurre venir a un lugar como Oreja de Perro.

Pero no hay queja porque, dentro de su homogeneidad (me refiero a que se trata de un estado del alma asumido, cotidiano y que afecta a todos por igual, sin altibajos) en la tristeza de Oreja de Perro no hay lamento. Porque éste, el lamento, es propio de quien ha perdido algo y nota su falta, o de quien vislumbraba una promesa de futuro y ha visto cerrarse esa puerta. Como si dijéramos, la queja es propia de quien sufre una irrupción de la realidad que marca un antes y un después, casi siempre para peor. Y de ahí la protesta, el lamento.

Pero qué novedad les cabe, y por lo tanto de qué van a quejarse los habitantes de un puñado de casas perdidas en uno de los confines del mundo y que desde hace veinte años, o sea desde toda la vida, han sido víctimas de la violencia imbécil, indiscriminada, alternada y bestial por parte de las guerrillas, el ejército y los paramilitares con sus respectivos regueros de muertes, torturas, violaciones y desapariciones cuyo fin parecen ser las (también respectivas) fosas comunes en las que los cadáveres son despedazados a bombazos para evitar una identificación posterior.

La cual es una práctica tan cruel como inútil porque el ser humano, qué menos, si no justicia, si no le son dados sus derechos fundamentales, aspira al menos a enterrar a sus muertos. Y contra esa voluntad ancestral no bastan las fosas comunes ni la identidad borrada a bombazos. La memoria, lenta, callada y tenaz -lo supieron en su día los militares argentinos y chilenos, acabarán por saberlo las autoridades religiosas españolas que tanto se oponen a dar sepultura a los muertos de hace más de setenta años-, continuará exigiendo concederles la paz a sus caídos.

Contra ese fondo, en semejante escenario, un capitalino que viene con su propia memoria a cuestas, trata sin demasiado éxito de implicarse en los trabajos que la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, aquella iniciativa puesta en marcha por el presidente Toledo y que se llevó a cabo con resultados dispares. El tiempo narrativo trascurre mientras los miembros de la Comisión tratan de cerrar definitivamente veinte años, toda una vida, de crueldad y de olvido. Y al tiempo de tratar de poner en orden a su propia memoria, al capitalino trasplantado a ese confín del mundo le van saliendo al paso nuevos sucesos que se suman a los pasados, propios y ajenos, para configurarle un futuro tan incierto como no deseado. Un matrimonio con quien no debía, los agravios de antes y después de la separación, la tragedia irreparable de un niño muerto mientras todos dormían o las inoportunas llamadas de la vida para que se reincorpore ya a su devenir son como una barrera que una conciencia doliente opone a los horrores que irán saliendo junto con los cuerpos (esos perros famélicos desenterrando cadáveres para saciar su hambre) y las muestras de indiferencia, cansancio o cinismo que aquellos sucesos suscitan hoy. La vuelta a casa, la recuperación del horror cotidiano o las nuevas vejaciones, propias de toda ruptura matrimonial, no significan de hecho un cambio notorio en esa tristeza infinita que recorre esta novela desde su primera a la última página.

Nota extemporánea: la novela, fuera ya del ámbito estrictamente literario, le ha cabido un inesperado final feliz, puesto que mereció el honor de ser señalada como novela finalista del Premio Herralde. Y ya se sabe que, en ese premio, cuando el jurado da a conocer una circunstancia así está diciendo que al final de las votaciones se produjo un empate y que cualquiera de las dos, la finalmente ganadora y la finalista podrían haberse llevado el premio. Y que le cayó en suerte a la otra. Pero después de una convivencia tan intensa como la que tiene lugar en Oreja de Perro, un reconocimiento así suena a victoria. Por fin.

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27 de noviembre de 2008
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La hermandad de la buena suerte

Fernando Savater

Planeta

En los centenares de entrevistas concedidas desde que le concedieron el Premio Planeta, Fernando Savater se ha hartado de advertir que La hermandad de la buena suerte es una novela de aventuras ambientada en el mundo de los caballos de competición. /upload/fotos/blogs_entradas/lahermandad1_med.jpgTratándose de un profesor de ética -y todo el mundo sabe que los profesores de ética sólo dicen la verdad- nadie debería buscar otra cosa en esta  novela que una serie de aventuras contra un fondo de carreras de caballos.

Y la promesa queda sobradamente cumplida. Lo que pasa es que el lector va a encontrar unos cuantos alicientes más  porque Fernando Savater,  primero como lector desmedido  y luego como escritor con una vocación digna de elogio,  ha llegado a conocer  como por instinto los muy agradecidos  recursos del  género  y sin renunciar al  entusiasmo desbordante que le  caracteriza,  los usa con habilidad y cierta cordura. Además, por debajo de la maraña de personajes pintorescos y situaciones disparatadas  se desarrollan unas vías de reflexión sobre el azar, la suerte, la vida y la muerte (e incluso la belleza, ya que sale la muerte) que por venir de quien vienen suenan a inevitables. Casi obligadas.  Y ahí está esa curiosa cofradía de la buena suerte cuyo regocijo se basa en que haya suerte, siéndoles indiferente que ésta sea buena o mala. O ese Narciso Bello (sí, en efecto, como el primo del Pato Donald) terror de los casinos debido a su habilidad para hacer saltar la banca basándose en un método tan estrafalario que hasta vergüenza da llamarlo método. A pesar de lo cual se forra, claro. O el inefable carterista conocido como "el Pinzas" , un filósofo de la escuela pesimista que entre cartera y cartera no puede evitar una inclinación por la consideración general, incluso filosófica, del empeño humano.  Quizás porque su negocio son los apostadores,  él se ve  obligado a asistir asiduamente a las carreras de caballos, pero no se considera a sí mismo un aficionado sino un trabajador del hipódromo. Que conste.

La trama es relativamente sencilla:  José Carvajal Ferreira, apodado  "el Dueño",  es un hombre de negocios y propietario de una cuadra en la que destaca Espíritu Gentil, un caballo fuera de serie que no hace honor a su nombre porque, cuando lo conoces, resulta ser un auténtico hijo de perra. El archirrival de "el Dueño" es Ahmed Basilikos, conocido como "el Sultán", un rico hombre de negocios y también propietario de una cuadra de caballos. Después de años de enfrentamientos  y jugarretas cada cual más sucia, esos dos machos alfa han decido solventar de una vez por todas su rivalidad  y aprovechan para ello la celebración de la Gran Copa, el acontecimiento más importante del año hípico. La ordalía será una suerte de todo o nada al amparo del caballo que logre llevarse el trofeo. Por lo tanto, según se vaya acercando el gran día,  las cosas no tardarán en ir cobrando velocidad y emoción.

Y para empezar ocurre que Pat Kinane, el único jockey del mundo capaz de meter en cintura a Espíritu Gentil y hacerle ganar tan importante carrera, hace  unas semanas  que ha desaparecido sin dejar rastro.  Sospechando que pueda ser otra jugarreta de su aborrecible enemigo, "el Dueño" encarga la búsqueda del desaparecido a una peculiar banda integrada por "el Príncipe", "el Doctor", "el Profesor" y "el Comandante", al son de cuyas pesquisas irá desarrollándose la narración.

El lector mínimamente avezado en los relatos de aventuras sabrá ver de inmediato que el desaparecido Pat Kinane hace las veces del célebre Macguffin inventado por Hitchcock y que en las películas de éste solía quedar encarnado en un  maletín negro por el que todos se peleaban a muerte pese a que lo único que se sabía de él era que su posesión resultaba de vital importancia.  Aquí, la búsqueda del misterioso jockey da ocasión a que "nuestra" banda (porque queda claro que "el Príncipe" y su gente son nuestra gente) vaya metiéndose en un lío detrás de otro sin terminar de rematar la jugada. Y qué líos. Cuántas pesquisas, traiciones de agentes dobles, islas mediterránea guardadas por feroces leones, ensaladas de tiros narradas por diferentes voces que se complementan o se contradicen, o que se lían con sus propias locuras, pues si a uno le gusta la música clásica y a otro le provoca un éxtasis asistir a una representación de El elixir de amor, no falta quién es aficionado al pensamiento de Franciscus Van den Borken, mientras que a otro, al Comandante, nuestro asesino, le encanta pensar que se parece al capitán Haddock, el de Tintin.  Y aun suponiendo que sí, que sólo sean bromas recuperadas de la infancia, por debajo de tan equívoca superficie se desarrollan parábolas tan hermosas como la del jockey cuya vida fue una sucesión de desgracias, la primera de las cuales, ocurrida a los cinco años de edad, fue perderse en el puerto y hacer que su familia - unos pobres emigrantes camino de América - perdiesen el barco con él. Salvo que el barco, faltaría más, era el Titanic. O sea que eso de la buena suerte viene con segundas. Y que de primeras parece que aquí todo vale, pero sólo según y cómo.

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24 de noviembre de 2008
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El comienzo de la primavera

Patricio Pron

Premio Jaén de Novela 2008

Mondadori

Así como las novelas de dictadores latinoamericanos han terminado por crear un subgénero que está en pleno auge*, también los profesores de prestigiosas universidades europeas empiezan a tener sus propios cultivadores dentro de la modalidad novela de misterio. /upload/fotos/blogs_entradas/el_comienzo_de_la_primavera_1_med.jpgHasta ahora predominaban las intrigas ambientadas en Oxford, quizás porque la mezcla de sabiduría, excentricidad y transgresión (a veces incluso con resultado de muerte) da mucho juego. Pero de un tiempo a esta parte el género ha saltado el canal y busca sus héroes y villanos entre profesores centroeuropeos, preferentemente alemanes. Uno de los ejemplos más obvios que me vienen a la mente es En busca de Klingsor, del mejicano Jorge Volpi, ganador del premio Biblioteca Breve de 1999.

Es evidente que ni las universidades alemanas ni los sabios que las pueblan tienen tanto tirón popular como el gótico de postal que enmarca las intrigas ambientadas en Oxford, con las abigarradas habitaciones privadas del profesor y la pipa, la chimenea, los ventanales de cristales emplomados o los sillones chester, donde una mente avezada en resolver problemas de inimaginable complejidad matemática puede desarrollar sus brillantes disquisiciones criminales.

A falta del glamour y de unas referencias visuales tan marcadas como las inglesas, las universidades alemanas ofrecen en cambio un material de fondo que sigue revelándose inagotable porque hasta el más desinformado de los lectores lo identifica de golpe, y porque ello le permite reconocer de inmediato sus siniestras implicaciones. Y me refiero obviamente a un pasado nazi que por convicción o imposición, o porque no se encontró la forma de aislarse y preservarse de la contaminación, no sólo afectó entonces a todos los alemanes sin excepción sino que todavía hoy, como acaba de ocurrir no hace tanto, basta la súbita aparición de un carné de afiliación a las juventudes hitlerianas para que alguien en apariencia tan por encima del bien y del mal como es (o era) Günter Grass sea pública, sumaria e inapelablemente crucificado. O sea, como decía más arriba, un material inagotable porque sigue vivo, y si un personaje actual resulta demasiado joven para asumir plenamente la culpabilidad de sus actos de entonces, casi seguro que no será así para sus padres, suegros y vecinos y delatores y quizás verdugos, todos los cuales continúan implicados hoy en esa lucha sin fin entre la culpabilidad individual y la colectiva.

El comienzo de la primavera es un ejemplo notable de novela de intriga ambientada en una universidad alemana (en este caso Heildelberg) y con el pasado nazi como trágico telón de fondo que sirve para calibrar la talla moral de los personajes hoy y en el pasado. De paso es un excelente ejemplo de cómo, si alguien tiene una buena historia que contar y conoce a fondo aquello de lo que se dispone a hablar, tan sólo necesita una anécdota mínima para poner en marcha una intriga que va a tener ocupado al lector hasta el final. Y lo intrigante, aquí, no es que un prestigioso profesor de filosofía de la Universidad de Heildelberg se muestre reticente a avalar la traducción que un estudiante pretende hacer de uno de sus primeros libros. Al fin y al cabo se trata de un alumno desconocido, un tal Martínez, encima argentino, y él, el profesor, no tiene tiempo ni ganas de invertir energías en un proyecto que carece de interés para él. Lo que de verdad intriga a Martínez son los términos en que el profesor Hollenbach trata de disuadirle de su proyecto: "He escrito libros tratando de entender la Historia alemana y siento que no he obtenido ninguna respuesta a mis preguntas. A cambio, me he visto involucrado en asuntos penosos que sólo me han traído trastornos y me han acarreado incontables enemigos dispuestos a calumniarme. Créame, en Alemania sólo campea la muerte".

Ese fragmento de una de las cartas de Hollenbach a su pretendido discípulo es un resumen bastante ajustado de lo que éste, el discípulo Martínez, va a encontrar cuando se presente en Heildelberg y, progresivamente intrigado, inicie unas pesquisas que han de llevarle a diferentes localidades alemanas estirando de un tenue hilo que empieza en el desaparecido Hollenbach y le conduce a compañeros y rivales de éste, pero también a personajes históricos -el inevitable Heidegger y también otros más improbables, como la esposa de Göring- o a recabar información de una antigua reina del porno que hoy se gana la vida exhibiendo por unas monedas su estado de ruina. En resumidas cuentas, esas respuestas que el profesor Hollenbach no supo encontrar en su día son las no respuestas que Martínez encontrará durante sus pesquisas, y esa muerte que según Hollenbach campea en Alemania no se materializa en ningún acto violento sino en el pesado manto de culpa y delación y deseo de redención que todavía condiciona las vidas de cuantos Martínez llega a conocer durante su largo y bastante penoso periplo alemán.

*Véase la reseña Tirana memoria, de Horacio Castellanos Moya, en esta misma sección.

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20 de noviembre de 2008
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Escrito en España

Dionisio Ridruejo

Edición y Estudio introductorio Jordi Gracia

Centro de Estudios Políticos e Institucionales

Escrito en España empezó siendo una recopilación de artículos y conferencias que abarcaban de 1954 a 1958. /upload/fotos/blogs_entradas/escrito_en_espaa_2_med.jpgLa idea era ofrecer un amplio panorama de la situación en que se encontraban el Régimen de Franco y España en vísperas de la década de 1960. Pero el ensamblaje de un material tan disperso dejó tantos huecos a la vista que el autor decidió reescribir el libro todo de nuevo con ánimo de ofrecer una auténtica visión global. El resultado, lo dice él mismo en el prólogo, "aspira a ser un análisis objetivo sin dejar de ser un testimonio".

Para quien no conozca siquiera superficialmente las circunstancias vitales del autor -y pienso fundamentalmente en lectores muy jóvenes y/o de fuera de España- cuento a vuelapluma que Dionisio Ridruejo fue un falangista tan de primera hora que incluso le dio tiempo de participar en la redacción del himno de la Falange, el tan cantado como vilipendiado "Cara al sol". También fue un disidente tan de primera hora que tras ejercer cargos de responsabilidad, fundamentalmente el de Jefe de Propaganda durante la Guerra Civil, sus crecientes discrepancias con el bando ganador se tradujeron primero en un claro distanciamiento y luego en un enfrentamiento progresivamente enconado y que le costó varios juicios, multas y destierros hasta acabar en la cárcel. Tan complicada trayectoria le colocó en una situación imposible, pues si el gobierno franquista empezó a considerarle un traidor desde los primeros años 40, por su parte la oposición nunca acabó de fiarse de él ni le admitió como uno de los suyos. O sea, un auténtico paria que murió solo (1975) y sin que ningún grupo político avalase sus reiterados esfuerzos por participar en el proceso político que ya estaba teniendo lugar. Quien sienta curiosidad por este atormentado personaje tiene a su disposición Materiales para una biografía, de Jordi Gracia, el también editor y autor del excelente prólogo de Escrito en España.

Que un hombre como Ridruejo se decidiera en su día a "hacer un análisis objetivo" de la situación en que se encontraba España tras 20 años de franquismo tenía una ventaja evidente, pues los hechos y situaciones que analizaba los conocía de primera mano. Pero también tenía un inconveniente, y es la ya mencionada desconfianza que suscitaba un hombre cuya postura crítica frente a la situación sujeto de análisis no era fruto de una conversión violenta tipo Saulo sino de una lenta y madurada evolución que en el momento de ser escrito el presente libro, 1961, aún no había terminado. Lo cual no quiere decir que para entonces no mantuviese ya una postura crítica de una dureza extrema y desde luego insólita en un hombre que pretendía seguir viendo en España (fuera de la cárcel, se entiende) una vez publicado ese libro que finalmente hubo de ver la luz en Argentina.

El verdadero problema era, y en parte lo sigue siendo, de índole moral. Pues qué autoridad moral podía concederle el lector de entonces a un hombre que en buena parte era responsable de la situación que él mismo analizaba ahora con tanta crudeza.

Para el lector actual el problema es diferente, más que nada porque los casi 50 años transcurridos desde que Dionisio Ridruejo andaba escribiendo su libro "a ratos perdidos" han cerrado muchas heridas y atemperado los ánimos. Pero se pueden destacar dos circunstancias que estimulan la lectura de Escrito en España. Una es el hecho de leer hoy a toro muy pasado, cuando las predicciones y proyecciones de futuro que hace Dionisio Ridruejo ya son el pasado y se puede constatar el grado de acierto o yerro de aquél análisis.

La otra circunstancia, la que a mí más me interesa, tiene que ver con el lenguaje, pues siendo un contemporáneo que habla de hechos todavía vivos y sujetos a discusión (y basta ver lo que está saliendo a la luz junto con los muertos que aparecen en las fosas de la Guerra Civil) el de Dionisio Ridruejo es un discurso antiguo, pues pertenece a una época en la que todavía se concebía como posible intervenir para provocar un cambio en la condición humana. Una época, asómbrese quien lea esto hoy, en que la Declaración de Derechos humanos, la defensa de la libertad, la aspiración a la dignidad o la creencia en el respeto a los demás todavía figuraban en la lista de prioridades de una persona y no una sarta de aspiraciones ilusorias y de una ingenuidad lastimosa. ¿Hay de verdad algún padre, hoy, que inculque a su hijo el valor supremo de la honestidad? Si es así, que cese de inmediato en su empeño porque, si no lo está condenando a muerte, al menos va a hacer de su hijo el hazmerreir de sus contemporáneos.

Ridruejo estaba tan convencido de que el hombre tenía en su mano la posibilidad de cambiar el destino de todos que, tras renunciar a todos sus cargos y prebendas, se alistó como voluntario (y soldado raso) en la División Azul para combatir en Rusia al comunismo. Curiosamente, debemos agradecer que también en esto estuviese equivocado pues si llegan a vencer, él y las Panzerdivisionen de Hitler, la catástrofe universal hubiera sido aún peor de lo que está siendo.

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17 de noviembre de 2008
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Ladrón de mapas

Eduardo Lago

Destino

La aparición de Eduardo Lago en el panorama de las letras con una novela titulada Llámame Brooklyn -ganadora del premio Nadal 2006 y de un montón de premios más- tomó por sorpresa  a la parroquia literaria. Lago, que ya andaba entonces por los 50 años, /upload/fotos/blogs_entradas/ladrn_de_mapas_med.jpgno sólo demostraba poseer una sólida formación sino que tenía una forma de contar tan diferente a lo que  se estaba haciendo en aquel momento que ni siquiera necesitó presentarse como anti lo que se estaba haciendo en aquel momento. Iba a la suya. Sin más. Y de ahí la sorpresa.

Para esta su segunda aparición pública Eduardo Lago ha elegido cambiar otra vez de registro en busca de una vía narrativa distinta.  Y para ello propone la historia de alguien que suelta anónimamente unos cuentos en internet con la esperanza de obtener respuesta. Y quien le responde es Sophie, o mejor dicho, alguien que ahora se hace llamar Sophie porque un día creyó atravesar una línea de sombra que la movió a replantearse su vida entera. Y empezó por el nombre.

Una vez puesta a rodar la bola del destino, los sucesos se encadenan. De una parte Sohpie cree reconocer en el anónimo autor de los cuentos a un hombre con el que tuvo una intensa relación años atrás. Ese reencuentro virtual hace que se ponga en camino hacia Venecia y Trieste por motivos no bien explicitados, pero que dan ocasión a diversas aventuras. Por ejemplo, el inesperado encuentro con un atractivo árabe al que Sophie reconoce de inmediato porque todas las televisiones están divulgando su imagen bajo la acusación de ser un ladrón de mapas. Ella, viéndolo acosado, acepta ayudarlo a escapar de París sin hacer preguntas.

Paralelamente tendrá  lugar  la narración de  los cuentos anónimos -tres de ida y tres de vuelta- que van intercalándose con la progresiva aproximación de Sophie al misterio triestino-veneciano  oculto tras ese encuentro quizás no tan casual en la red. Es sin duda el momento álgido del presente libro -al que me resisto a llamar novela para no desorientar al posible lector. Hay un momento en que, además de la narración personal de la propia Sophie,  suenan alternadas hasta seis o siete voces distintas -la mayoría en primera persona-  y que corresponden a personajes que viven en Rusia en el año 2000, Abisinia durante la invasión italiana previa a la Segunda Guerra Mundial y Bombay, 1978. Pese a la disparidad de fechas, lugares y sucesos, o pese la superposición de voces narrativas, no cabe posibilidad alguna de confusión. Los personajes rusos hablan y se comportan como uno cree que deben de comportarse los habitantes de una remota ciudad de la Rusia contemporánea, la esposa seducida por el (bellísimo) criado abisinio se comporta como uno imagina que reaccionaría una elegante dama italiana que acaba de desencadenar un drama colonial debido a su lujuria, y el encantador empleado de los ferrocarriles  indios, que en su día tuvo la suerte de ser el confidente de Kipling, también habla y se comporta de manera muy verosímil.

Hasta aquí Eduardo Lago hace honor a su fama y se muestra como un narrador sólido, imaginativo y de una cultura tan variada como versátil. Mientras Sophie continúa su acercamiento al desentrañamiento del misterio (a todas estas, hemos perdido de vista al apuesto ladrón sin que éste haya aclarado qué robaba o quiénes eran sus implacables persecutores), también van desarrollándose las historias de vuelta, esto es, las segundas partes (que no desenlaces) de las tres historias de ida. Y hasta ahora el desarrollo global de la narración es espléndido.

Sin embargo, a partir de ahí no es que se produzca un bajón, o que de pronto a Eduardo Lago se le haya olvidado el arte de contar historias. Algunos de los (muchos) cuentos que restan por leer son muy buenos y siguen estando tan bien contados como los primeros. Pero tienen una desventaja muy clara frente a los precedentes: en éstos, y mientras los va leyendo, el lector puede entretenerse en buscar la estructura general que los interconecta y hace que suenen de forma coral.  Lo cual  ya no ocurre en las dos partes siguientes. Es posible  que haya un flujo (o metaflujo) que las haga formar parte de un todo. Pero no es fácil de ver, y ni siquiera las ocasionales reapariciones  posteriores de Sophie bastan para integrar esos dos últimos bloques en la corriente narrativa inicial.

Y tampoco es que esté yo ahora priorizando la forma novela (suponiendo que exista tal cosa) sobre la forma cuentos. Pero, para decirlo en plan telqueliano, en la primera parte los significantes de cada historia penetran en las demás y las fecundan incluso retroactivamente, mientras que a partir de un momento dado en el Ladrón de mapas se produce una mera acumulación de material narrativo. Y una vez degustada la excelencia de la narración inicial, el lector pide más de lo mismo y no querrá conformarse con menos. Y ya sé que es injusto, pero qué quieres.  Pasa lo mismo con el amor. Si el amado se ha beneficiado de los arrebatos sublimes del amante, nunca aceptará actuaciones que no estén a la altura de las primeras.

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13 de noviembre de 2008
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