Javier Fernández de Castro
Fernando Savater
En los centenares de entrevistas concedidas desde que le concedieron el Premio Planeta, Fernando Savater se ha hartado de advertir que La hermandad de la buena suerte es una novela de aventuras ambientada en el mundo de los caballos de competición. Tratándose de un profesor de ética -y todo el mundo sabe que los profesores de ética sólo dicen la verdad- nadie debería buscar otra cosa en esta novela que una serie de aventuras contra un fondo de carreras de caballos.
Y la promesa queda sobradamente cumplida. Lo que pasa es que el lector va a encontrar unos cuantos alicientes más porque Fernando Savater, primero como lector desmedido y luego como escritor con una vocación digna de elogio, ha llegado a conocer como por instinto los muy agradecidos recursos del género y sin renunciar al entusiasmo desbordante que le caracteriza, los usa con habilidad y cierta cordura. Además, por debajo de la maraña de personajes pintorescos y situaciones disparatadas se desarrollan unas vías de reflexión sobre el azar, la suerte, la vida y la muerte (e incluso la belleza, ya que sale la muerte) que por venir de quien vienen suenan a inevitables. Casi obligadas. Y ahí está esa curiosa cofradía de la buena suerte cuyo regocijo se basa en que haya suerte, siéndoles indiferente que ésta sea buena o mala. O ese Narciso Bello (sí, en efecto, como el primo del Pato Donald) terror de los casinos debido a su habilidad para hacer saltar la banca basándose en un método tan estrafalario que hasta vergüenza da llamarlo método. A pesar de lo cual se forra, claro. O el inefable carterista conocido como "el Pinzas" , un filósofo de la escuela pesimista que entre cartera y cartera no puede evitar una inclinación por la consideración general, incluso filosófica, del empeño humano. Quizás porque su negocio son los apostadores, él se ve obligado a asistir asiduamente a las carreras de caballos, pero no se considera a sí mismo un aficionado sino un trabajador del hipódromo. Que conste.
La trama es relativamente sencilla: José Carvajal Ferreira, apodado "el Dueño", es un hombre de negocios y propietario de una cuadra en la que destaca Espíritu Gentil, un caballo fuera de serie que no hace honor a su nombre porque, cuando lo conoces, resulta ser un auténtico hijo de perra. El archirrival de "el Dueño" es Ahmed Basilikos, conocido como "el Sultán", un rico hombre de negocios y también propietario de una cuadra de caballos. Después de años de enfrentamientos y jugarretas cada cual más sucia, esos dos machos alfa han decido solventar de una vez por todas su rivalidad y aprovechan para ello la celebración de la Gran Copa, el acontecimiento más importante del año hípico. La ordalía será una suerte de todo o nada al amparo del caballo que logre llevarse el trofeo. Por lo tanto, según se vaya acercando el gran día, las cosas no tardarán en ir cobrando velocidad y emoción.
Y para empezar ocurre que Pat Kinane, el único jockey del mundo capaz de meter en cintura a Espíritu Gentil y hacerle ganar tan importante carrera, hace unas semanas que ha desaparecido sin dejar rastro. Sospechando que pueda ser otra jugarreta de su aborrecible enemigo, "el Dueño" encarga la búsqueda del desaparecido a una peculiar banda integrada por "el Príncipe", "el Doctor", "el Profesor" y "el Comandante", al son de cuyas pesquisas irá desarrollándose la narración.
El lector mínimamente avezado en los relatos de aventuras sabrá ver de inmediato que el desaparecido Pat Kinane hace las veces del célebre Macguffin inventado por Hitchcock y que en las películas de éste solía quedar encarnado en un maletín negro por el que todos se peleaban a muerte pese a que lo único que se sabía de él era que su posesión resultaba de vital importancia. Aquí, la búsqueda del misterioso jockey da ocasión a que "nuestra" banda (porque queda claro que "el Príncipe" y su gente son nuestra gente) vaya metiéndose en un lío detrás de otro sin terminar de rematar la jugada. Y qué líos. Cuántas pesquisas, traiciones de agentes dobles, islas mediterránea guardadas por feroces leones, ensaladas de tiros narradas por diferentes voces que se complementan o se contradicen, o que se lían con sus propias locuras, pues si a uno le gusta la música clásica y a otro le provoca un éxtasis asistir a una representación de El elixir de amor, no falta quién es aficionado al pensamiento de Franciscus Van den Borken, mientras que a otro, al Comandante, nuestro asesino, le encanta pensar que se parece al capitán Haddock, el de Tintin. Y aun suponiendo que sí, que sólo sean bromas recuperadas de la infancia, por debajo de tan equívoca superficie se desarrollan parábolas tan hermosas como la del jockey cuya vida fue una sucesión de desgracias, la primera de las cuales, ocurrida a los cinco años de edad, fue perderse en el puerto y hacer que su familia – unos pobres emigrantes camino de América – perdiesen el barco con él. Salvo que el barco, faltaría más, era el Titanic. O sea que eso de la buena suerte viene con segundas. Y que de primeras parece que aquí todo vale, pero sólo según y cómo.