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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mario Benedetti. Un mito discretísimo

Hortensia Campanella

Alfaguara

 

Con la publicación de su biografía, acertadamente titulada Mario Benedetti, Un mito discretísimo, la editorial Alfaguara renueva el testimonio de su apuesta total por el más conocido, leído y apreciado de los escritores  uruguayos vivos, del que tiene en catálogo al menos  diecisiete de sus obras.

El título da una idea bastante exacta de la imagen de Benedetti que  le cabe esperar al lector que decida leer el trabajo realizado por Hortensia Campanella: la de un hombre poco dado al protagonismo y a la presencia pública, ello a pesar de que probablemente sea el poeta latinoamericano actualmente más leído y un novelista que en los años sesenta ya vendía muchos miles de ejemplares y estaba siendo traducido a una docena larga de lenguas cultas. Es más, pese a su relevante labor "de batalla", primero en su Montevideo natal y luego en la Cuba del momento álgido revolucionario, o a pesar de sus sonados choques con los poderes establecidos (y que le costaron largos periodos de ostracismo, la pérdida de puestos de trabajo y aun el exilio), esa discreción a la que alude el título fue siempre una de sus principales normas de conducta.

Otra de sus normas nunca quebrantadas, pues  todavía la mantiene vigente a sus ochenta y muchos años de edad, es la del compromiso. Pero no un compromiso entendido como una obediencia ciega a una ideología política (como más de una vez han dicho sus adversarios) sino como un batallar sin tregua ni componendas por aquello que de verdad importa. Por decirlo como él mismo lo ha dicho en más de una ocasión "si el deber del revolucionario es hacer la revolución, el deber del escritor es hacer literatura". Otra cosa es que su compromiso personal, o su lealtad hacia alguna opción política que un día fue capaz de ilusionar a muchos (por ejemplo la revolución castrista) le haya llevado a continuar defendiendo  dicha opción mucho tiempo después de que la desilusión haya cundido en los primitivos valedores.  Pero al  fin y al cabo  nadie puede mantener en serio que la lealtad, incluso manifestada  a destiempo, sea un pecado que de veras llegue a desvirtuar una trayectoria ética tan intachable como la de Mario Benedetti.

Hay sin embargo otra cuestión, también relacionada con la lealtad, que bien merece una pequeña reflexión al paso. En el apartado de Agradecimientos,  Hortensia Campanella  deja constancia muy clara de la generosidad y calidez que Mario Benedetti demostró para con ella y su proyecto. Y tras declararse partidaria sin dobleces de su personaje, dice confiar en que su propia admiración y cariño hacia él no empañen su trabajo. Y ahí reside la característica fundamental de la presente biografía.

No cabe la menor duda de que contar con el apoyo y la  generosa colaboración del personaje biografiado  significa una gran ventaja para el investigador, pues ello es garantía de que éste  va a manejar información de primera mano y disponer de documentación que difícilmente se encontrará en archivos y bibliotecas. Y en el caso de un escritor ello es garantía asimismo de que se van a dar conocer gran cantidad y variedad de detalles relacionados a la génesis, circunstancias y desarrollo de muchas de las obras que se mencionen. Detalles, como digo, de primera mano y que sólo el propio escritor puede aportar.

En los países anglosajones la costumbre exige que ese tipo de trabajos incluyan en el título la indicación de que cuentan con la autorización expresa del personaje objeto de estudio.  Hasta cierto punto esa indicación es como las advertencias que las autoridades sanitarias empiezan a exigir a la industria alimentaria para información de los posibles consumidores. En el caso de una biografía reconocida como "autorizada" el lector potencial ya sabe que el trabajo  que tiene en las manos probablemente contenga  material de primer orden,  pero también sabe que (y aquí entra en juego de nuevo la lealtad, pero esta vez referida al biógrafo) los aspectos más sensibles,  contradictorios o indelicados del personaje estudiado  van a ser tratados con mucho tacto y discreción. O como de pasada. En cuyo caso la cuestión se demuestra genérica, y la pregunta es si una persona muy cercana al personaje biografiado y que cuenta con su total confianza, es la más adecuada para hacer una biografía, tal y como se entiende cuando hacemos referencia a los mejores logros del género.

En este sentido no cabe duda de que Mario Benedetti. Un mito discretísimo, es un trabajo que va a ser referencia  indispensable para cualquier biografía futura del escritor uruguayo, y asimismo un libro de gran interés para sus muchos seguidores e incondicionales. Primero porque resulta de lectura fácil y amena debido a que está muy bien escrito, y segundo porque aporta una valiosa información personal y bibliográfica. Pero detrás de tanta discreción sigue quedando oculto un ser que adivinamos noble y digno de ser conocido en toda su profundidad, incluidas  sus contradicciones.



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9 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Media docena de robos y un par de mentiras

Mercedes Abad

Alfaguara

 

La base que fundamenta la estructura de esta amena serie de relatos reunidos bajo el título de Media docena de robos y un par de mentiras es la transgresión de la propiedad intelectual. Curiosamente, el tema de la originalidad y la autoría, es decir, los derechos inalienables de autor, es una cuestión que preocupa mucho en la antes llamada República de las letras.  No voy a entrar ahora en el gigantesco tinglado que hay montado al respecto y que va desde los derechos de reproducción en internet hasta la versión libresca del top manta. La cuestión es muy compleja y, además, esa batalla se libra a un nivel que no tiene nada que ver con la clase de robos que se cometen en esta media docena de robos firmados por Mercedes Abad.  Aquí la cosa está en la línea de esas periódicas noticias y referidas a un oscuro escritor de provincias que acude a los tribunales con la pretensión de crucificar al autor de campanillas que le ha plagiado su obra.  También nos movemos aquí  en la órbita de esos escritores en ciernes que antes incluso de sentarse a escribir corren a la oficina de la propiedad intelectual para inscribir al menos el título, por no hablar de quienes, una vez terminada la obra, renuncian a mandarla a un premio  por temor de verla publicada un día bajo la rúbrica de una estrella de las letras patrias. Es decir, que muchas veces se trata de autores  domingueros, o casi.

                Obviamente, y a pesar de que en conjunto se trata de un océano de paranoias inútiles y propias de "creadores" escasamente profesionales,  es bien conocida la figura del plagiador profesional, un tipo (o tipa, pues también las hay) que una vez desenmascarado(a)s aluden vagamente a la existencia de "archivos olvidados" en la memoria del orden ador. Aunque también se les ha visto reivindicar el derecho a la "inspiración" en los escritos ajenos y al derecho a "citar" a sus inspiradores. Con ser pocos, los casos de plagio son tan jaleados y morbosamente seguidos en los medios que parece que sean una práctica habitual. Y que tal vez lo sea, pero con una precisión: antes o después, todo maestro honrado le susurra a la oreja a su discípulo predilecto una máxima que él a su vez le susurrará a su propio discípulo aventajado. Y que dice así: "Tú copia bien y no mires a quién". Y la clave está en el "bien" y no en la acción de copiar. Al fin y al cabo, después de dos mil años y pico de cultura narrativa, o cuatro mil y pico si contamos  las culturas orientales, pretender que un escritor diga todo el rato lo que nadie había dicho hasta ahora es demencial.  Y bromas aparte, quien no aprende a copiar bien acaba arrastrando su pecado toda la vida como una penitencia, y si  no que se lo digan a Dino Buzzati, feliz autor de esa excelente novela que es  El diesierto de los tártaros, pero que incluso después de muerto sigue aplastado por el gran pecado de no haber sabido ir un poco más allá de su modelo, Franz Kafka.  Claro que, bien pensado, menudo enemigo se buscó el pobre Dino.

                Los relatos de Mercedes Abad no son robos a escritores de fuste. Por lo general son obras desechadas por amigos, o gruesos manuscritos que le dan a leer y de los que, a modo de compensación por la tostada, se queda un relato suelto, aunque también puede ser una argentina que vende sus composiciones poéticas, musicales, narrativas o culinarias en un puesto callejero. Y la excusa para el robo no es del todo eximente, pero sí elocuente: si uno lee un texto - dice la voz narradora -,éste puede producirle un impacto profundo y perturbador, pues en cierto modo es algo que él, el narrador-lector , hubiera querido escribir. Y si  decide apropiarse de él, en cierto modo es para "descubrir qué se siente al escribir algo tan bueno", pero sobre todo porque está adentrándose en un terreno en el que apropiarse de esa expresividad ajena es un acto de afirmación. Insisto en que no es eximente, pero sí hay algo que convierte el robo en un acto noble (con perdón):  la pasión con la que el plagiador hace suyo lo ajeno a veces confiere a lo robado más valor del que le daba el propietario legítimo.

                Hay otro aspecto que contribuye a amenizar la lectura, y es el juego de espejos en el que se inserta la voz narradora. Quien firma el libro es una mujer, pero el narrador del hurto puede ser un hombre que le ha robado la idea a una mujer, la cual había encarnado su relato en una voz narradora masculina. Sobre todo en el primer relato robado, "A mí la regla me vino en Salamanca", esa entrega de la antorcha narrativa que va pasando de unas a otros y de otros a  unas,  produce efectos cómicos muy notables.  Los restantes relatos son desiguales, aunque cumplen con su objetivo de proporcionar un rato de lectura intrascendente pero amena, y a ratos de calidad.



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4 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Vallejo en los infiernos

Eduardo González Viaña

Alfaqueque ediciones

 

                De todos los grandes poetas latinoamericanos que surgieron en la primera mitad del siglo XX, César Vallejo  quizá sea el menos conocido de todos ellos, al menos en lo que se refiere a su biografía y circunstancias personales.  Ello a pesar de que su nombre figura invariablemente en las habituales  enumeraciones de aquel espléndido elenco poético:  Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Nicolás Guillén, etcétera.  Su destacada actuación a favor de la República española antes y después de 1936, y el posterior silenciamiento de su nombre por parte de las autoridades franquistas no explican su relativa falta de popularidad porque también Pablo Neruda fue un conocido comunista y antifranquista y ello no le ha impedido ser muy conocido de todos.

                Vallejo en los infiernos  es una biografía novelada  del mejor de los poetas peruanos, aunque en lugar de abarcar su vida de principio a fin se centra en su traumática estancia en la Cárcel Pública de Trujillo: en noviembre de 1920, y cuando contaba 28 años y empezaba a ser una figura muy conocida en los medios culturales dentro y fuera de Perú, César  Vallejo fue encarcelado en Trujillo bajo la acusación de haber participado en un oscuro pero sangriento incidente ocurrido en su localidad natal de Santiago de Chuco. Las circunstancias que rodearon el suceso (Vallejo había pronunciado allí unos días antes una conferencia en la que defendió apasionadamente a los campesinos pobres y atacó con  idéntica pasión a las instituciones que permitían impunemente los abusos a los poderosos), o las razones que adujeron las autoridades para acusar y encarcelar al poeta nunca quedaron del todo claras. Aunque también es posible que tales razones carecieran de importancia y lo único relevante fuera que Vallejo se había creado unos enemigos muy poderosos y capaces de recurrir a la compra de jueces y testigos o al amaño de firmas y declaraciones que lo inculparan.

                El propio director de la prisión,  impresionado por el aspecto del preso que acaban de poner bajo su custodia  se asombra del poder y la mala fe de unos enemigos que además de encarcelarlo han presionado para que sea llevado al ala más peligrosa y temida de la prisión, con el agravante de que en la celda a la que ha sido destinado le aguarda un demente brutal  armado con un martillo y que ha sido comprado para que mate o de un susto de muerte al recién llegado. Como dirá otro compañero de celda, Vallejo ha sido arrojado "al infierno".

                Esa  descripción le cuadra de lleno a César Vallejo, un hombre al que sus propios contemporáneos atribuían una sensibilidad compleja debido a la mezcla de ascendencia india, por parte materna, y española por parte del padre. De niño incluso llegó a ser encaminado hacia el sacerdocio, y esa profunda formación cristiana le proporcionó gran parte de la simbología que daría sustento a otras constantes de su poesía, como por ejemplo las vivencias del ámbito familiar, la presencia constante del dolor humano, el afán de justicia o la esperanza de una revolución salvadora.

                Gracias a una campaña popular que puso en pie de guerra a los sectores más combativos del país, las autoridades no se atrevieron a mantener en tan espantosas condiciones a su preso más conocido y en marzo de 1921 (es decir, más de cien días después de su ingreso en prisión) aceptaron concederle  una suerte de libertad condicional que no le exoneró de las acusaciones, pues la idea era seguir más adelante la causa judicial abierta contra él.

                Comprensiblemente, César Vallejo aprovechó la circunstancia para trasladarse a Europa (dividiendo su tiempo entre España y Francia, aunque también visitó otros países europeos y realizó un famoso viaje a la Unión Soviética) sin sospechar que emprendía un exilio de por vida puesto que las acusaciones contra él se mantuvieron vigentes hasta el día de su muerte, acaecida en París el 15 de abril de 1938.

                La ventaja de novelar un episodio que haya marcado profundamente a un poeta es que, con un poco de sensibilidad, el autor puede encontrar en los versos de su personaje la expresión de sus estados de ánimo, su dolor o incluso las negras premoniciones que le sugieren el poder y la vesania de sus enemigos.  Y el lector sólo necesita una cierta familiaridad con Vallejo para apreciar el uso inteligente que hace de esa ventaja  Eduardo Gonzalez Viaña. Así por ejemplo (p. 348) cuando Vallejo habla con don Salomé, un compañero de celda que ejerce de curandero, pasando de un tema a otro van a parar a la muerte. Y dice el preso Vallejo:

-La muerte me avisó todo lo que estaba a punto de ocurrirme aquella noche [...] No me anunció que iba a ser detenido. No, fue mucho más allá, más allá. Me hizo verme acostado en un ataúd y rodeado de gente extraña en París con aguacero. Una mujer extraña y bonita estaba a mi lado.

                Basta acudir a poema  "Piedra negra sobre una piedra blanca" para ver de dónde sale esta ocurrencia carcelaria. Pero el texto está repleto de otros guiños similares, y su identificación es un aliciente más para la lectura, ya sea del libro o de los poemas. O de ambos.  

 

 



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27 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Vidas y muertes de Luís Martín-Santos

José Lázaro

Tusquets Editores

El autor de esta brillante biografía de Luís Martín Santos, José Bermejo, expone  su punto de vista acerca del biografiado incluso en el título, pues al hablar de "vidas" y "muertes" está diciendo de forma chocante y llamativa lo mismo que en la página 79, y bajo el epígrafe "El hombre multidimensional", va a decir de manera más razonada: "A medida que se profundiza en los escritos de Luís Martín-Santos - se dijo el inquiridor - y se van recorriendo los recuerdos de quienes le conocieron, se dibuja la imagen de un hombre que era a la vez varios hombres [...] Quizá lo que le proporciona a alguien un carácter "excepcional" sea la abundancia y la riqueza de los múltiples yos que le constituyen. [Luís Martín-Santos] era un hombre multidimensional: seductor irresistible y gélido displicente; metafísico vocacional y científico positivista; militante político clandestino que lucha en vano por cambiar su país e inesperado escritor que cambia su literatura [...] afectuoso padre de familia recordado por sus hijos y alegre juerguista conocido por sus amigos noctámbulos...".

                Para llevar a cabo su retrato de ese personaje múltiple  y contradictorio José Lázaro ha recurrido a su vez a una metodología polifacética (el reportaje, el testimonio oral y escrito, la biografía, la disquisición teórica, las citas de textos, cartas o artículos del propio autor, etcétera) que a él, el biógrafo, le resulta muy próxima, pues de eso vive: cuando no se dedica a escribir biografías da clases en la Universidad Autónoma de Madrid de humanidades médicas,  una disciplina que propone la aplicación a la medicina de todas las ciencias humanas y sociales. Y lo que vale para la medicina, parece haberse dicho el autor, por qué no aplicarlo a la biografía.

                El epígrafe citado es asimismo revelador de una peculiaridad del  método elegido y que al principio, y hasta que te acostumbras, resulta un tanto desorientador. Y me estoy refiriendo a ese "inquiridor" que aparece todo el rato preguntando, reflexionando y divagando,  y que no es otro sino el propio biógrafo, oculto tras esa convención supongo que por huir del yo y en busca de un elemento distanciador/objetivador.  Otro tanto cabría decir de algunos de los amigos, conocidos y contemporáneos de Martín-Santos,  y que unas veces aparecen con sus nombres y otras bajo apelativos tales como "el oftalmólogo", "el cineasta", "el abogado", etc. La identificación  no plantea excesivos problemas porque al principio del libro se ofrece una lista de actores en las que figuran el nombre y el apelativo que luego se les aplicará. O no. Pero tratándose de un personaje complejo y misterioso como fue Luís Martín-Santos, esta dificultad adicional, o la insistencia del autor en presentarse como "el inquiridor" y otros sistemas de distanciamiento es, cuanto menos, innecesaria.

                Sin embargo se trata de un mal menor y la fascinación que irradia el biografiado acaba por imponerse a toda consideración otra que no sean las figuras que se van superponiendo según pasan los capítulos: "La muerte", "El hombre", "El psiquiatra", El socialista" ,etc. Son facetas del biografiado que resultan indispensables para su cabal comprensión, entre otras cosas porque aportan una información muy poco conocida sobre el entorno y los primeros años de la vida de Martín-Santos. Que ni siquiera sus más íntimos amigos sean capaces de coincidir en las circunstancias que rodearon la muerte del escritor a causa de un accidente de automóvil  es muy significativo, pero sobre todo revelador de las dificultades que entrañará la exposición de otros aspectos mucho más complejos, como por ejemplo la influencia de la psiquiatría en su escritura. En cambio queda claro desde el primer momento que su faceta como político quizá tuvo una gran importancia en su formación personal y su correlativa relación con el mundo, pero que apenas tuvo repercusión en el desarrollo de los acontecimientos en aquellas fechas decisivas para la perpetuación del franquismo. Tras un breve, intenso pero altamente insatisfactorio paso por las altas esferas del socialismo español, Martín-Santos se retiró de la política con discreción y sin acritud.

En cambio, desde que aparece "El escritor" y hasta elfinal,  la biografía experimenta un manifiesto salto cualitativo, pues no cabe duda de Tiempo de silencio (1962) no sólo es una novela excepcional en sí misma sino que tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de la literatura española de su época, llegando a ofrecer una alternativa de gran valor frente al otro gran fenómeno literario de la época, es decir, el boom de la novela latinoamericana. La construcción del libro, las aportaciones de quienes vivieron el proceso de su creación y el análisis literario que lleva a cabo José Lázaro son muy valiosos. Y si la memoria, las diversas facetas de un mismo hecho que surgen de la mera  evocación o  la posibilidad de proyectar como futuro un imaginario propio  fueron temas fundamentales y constitutivos del entramado de eso que hoy conocemos como Tiempo de silencio, José Lázaro se ha valido de esas mismas armas para terminar la elaboración de aquel personaje múltiple, "excepcional" y entrañable que fue Luís Martín- Santos.



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25 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Estas ruinas que ves

Jorge Ibargüengoitia
Seix Barral

 

Ganadora del premio México correspondiente a 1974, Estas ruinas que ves es una es una novelita sencilla, entrañable, divertida y diabólicamente bien escrita. Ya lo dije cuando dí noticia de  la aparición en editorial Redonda de una selección de sus trabajos periodísticos: Jorge Ibargüengoitia parece mantener con el lenguaje una suerte de pacto contra natural ( léase no muy normal, o, como se decía antes, nada católico)  que le permite crear universos de ficción sin el menor esfuerzo aparente, de la misma forma que puede destruir una Revolución como la cubana o cargarse  a un personaje molesto sin necesidad de exabruptos ni términos altisonantes. Pongo dos ejemplos minúsculos pero muy significativos, ya que los más brillantes el lector los sabrá degustar por sí solo.

                Recién llegado a su pueblo natal de Cuévano, el narrador, Francisco Aldebarán, está siendo objeto de toda clase de confidencias y deferencias por parte del esposo/amigo al que está traicionando gracias a la eficaz y entusiasta ayuda de Sarita,  la ardorosa esposa de aquél. Cuanto más afable se muestra el esposo traicionado mayor es la irritación del amigo traidor. Hasta que, llegado un momento determinado, el narrador ya no puede más y decide reducir a escombros a su insignificante rival, recurriendo para ello a su admirable técnica de demolición sin aspavientos:

"Seguimos caminando y el sol empezó a pegar con fuerza. Espinoza [que así se llama el afable cornudo] sacó el pañuelo y se lo puso en la cabeza sujetándolo con cuatro nudos en las esquinas.

-Ese árbol que ves allí - me dijo señalando un eucalipto- es un cedro".

                Unas vez retratado el personaje ya no vuelve a insistir. ¿Para qué?.

Ejemplo segundo. El joven Angarilla es el clásico alumno destacado y pedante, alma y motor de la publicación universitaria local. El tal Angarilla se empeña en hacerle una entrevista al recién llegado profesor Aldebarán. El cual, una vez comprobado que el alumno  es un pelmazo, se lo despacha en apenas dos líneas:

"El joven Angarilla es experto en preguntas inhibitorias:

-Sabemos que es usted un cuevanense destacado. ¿Quiere explicar a qué se dedica?, etcétera".

                Todo el rato es así, pues la trama no puede ser más sencilla: tras pasar unos años en la capital, el profesor Aldebarán regresa a Cuévano, "la Atenas de por aquí", para ocupar una cátedra de literatura en la universidad de su pueblo natal.  En el mismo tren de llegada, llamado General Zaragoza, ya establecemos el primer contacto con algunos de los personajes que le acompañarán en esa vuelta al origen. Los primeros, el matrimonio Espinoza. Del marido, también profesor en la universidad,  ya conocemos su ojo infalible para las especies arbóreas. Y de la esposa, Sarita, no tardaremos en conocer su amoroso comportamiento extramatrimonial. Y en el tren viaja  un tercer personaje, el ingeniero Rocafuerte, al que el narrador identifica de inmediato como "un joven de porvenir" y que resulta ser el llamado a casarse con la chica más guapa de Cuévano, la llamada Gloria Revirado, una divinidad de muchacha que podría buscarle la ruina al recién llegado con sólo un gesto de complicidad que, ¡ay!,  nunca se producirá.  Luego irán apareciendo Ricardo Pórtico y su esposa Justine, que pese al nombre no es francesa sino venezolana; el doctor Revirado y su esposa Elvira Rapacejo, padres de la incomparable Gloria. Isidro Malagón, el historiador, y Carlitos Mendieta, el pintor más famoso de Cuévano, y los antros donde matan todos ellos las noches a fuerza de mezcal y cubalibres,  o los jardines de recreo y las casas de unos y otros.

                Pasar, la verdad es que no pasa gran cosa, pero a las pocas páginas empiezas a sentir una  extraña familiaridad con ese pueblón cuyos habitantes ( a los cuales también tienes de inmediato  la sensación de conocer de toda la vida) no hacen gran cosa por recuperar el esplendor de antaño. Y como ocurre con todo relato que no tiene nudo ni desenlace, el final llega porque sí, de forma tan arbitraria como empezó, y cierras el libro con cierto pesar porque te gustaría saber cómo se las van a apañar con su amor la encantadora Gloria y el joven de porvenir, si Carlitos Mendieta logrará el reconocimiento que reclama, si el rector Sebastián Montaña logrará comprarles su biblioteca a precio de saldo a las hermanas Begonia, o si el propio narrador se decidirá a escribir su libro sobre unas asesinas seriales locales.

                Cuando Javier Marías publicó Revolución en el jardín, yo hice votos por el éxito de ese libro con la esperanza de que en vista de lo sustancioso de sus ventas  algún otro editor se decidiera a publicar los restantes libros de Jorge Ibargüengoitia, hoy por hoy  inencontrables . Pues bien. Con independencia de ese posible éxito en Redonda, Seix Barral anuncia ahora el inicio de la Biblioteca Ibargüengoitia, en la que irán saliendo las restantes novelas de este excelente escritor mexicano prematuramente muerto hace ya casi veinticinco años.



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19 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Antígona y el duelo

Jordi Ibáñez
Tusquets Editores

 

El 31 de octubre de 2007 se aprobó en el Congreso de los Diputados la Ley de Memoria Histórica. Como ocurre con toda legislación que toca fibra muy sensible (y pienso asimismo en la ley del aborto, o en esa otra cuestión todavía pendiente y que es la eutanasia entendida como derecho a tener una muerte digna) la Ley de Memoria Histórica quedó muy lejos de saldar y dar por zanjada una situación que era profundamente injusta y dolorosa antes de la intervención parlamentaria, y que continúa siendo injusta y dolorosa después de la misma.

                La tramitación, redacción y aprobación de dicha ley se extendió desde el año 2004 al 2006, es decir, a todo lo largo de una legislatura en la que el Partido Popular, casi siempre en solitario pero todavía bajo la influencia directa de José María Aznar y el equipo de gobierno que éste le impuso a su sucesor, Mariano Rajoy, llevó a cabo una labor de oposición intransigente, vociferante y barriobajera, todo ello con el apoyo público y explícito de la Iglesia Católica. O para decirlo con algo más de exactitud, el apoyo público y explícito de la Conferencia Episcopal.

                La idea inicial era reconocer y ampliar los derechos de quienes padecieron persecución o fueron objeto de violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura. La falta de definición clara del planteamiento, objetivos  y alcance de la ley, unido a la desproporción de la respuesta por parte de quienes se opusieron a ella desde el primer momento hizo temer que el país se dividiría de nuevo en dos bandos irreconciliables y que coincidirían más o menos con los que en su día estuvieron a uno y otro lado de las trincheras. A ellos habría que añadir un tercer bando (asimismo presente durante la contienda civil por mas que su voz se viese acallada a cañonazos) y que pedía cordura y serenidad a ambos bandos argumentado que desde el insulto y la descalificación mutua difícilmente cabía esperar un consenso mínimo.

                Curiosamente, y según pasaban los meses y se iban agriando las disputas, empezó a verse muy claro que el país ya no estaba dividido verticalmente en dos mitades enfrentadas (izquierda y derecha, nacionales y republicanos, o como quiera llamárseles)  sino que la división real era horizontal, con una capa superior integrada por quienes hicieron la guerra o quedaron profundamente marcados por la dinámica posterior (represión, persecución, cárcel, despojo de bienes y/o derechos civiles, etc.), y otra capa inferior compuesta por jóvenes que veían con creciente perplejidad, y no sin cierta alarma, cómo subían de  tono las trifulcas entre los mayores a costa de unos hechos ocurridos hacía ya sus buenos sesenta años y que a ellos les sonaban como las batallitas que contaba en casa el abuelo. El propio autor ilustra esa situación al narrar cómo, una vez que les planteó a sus propios alumnos si veían algún tipo de paralelismo entre Antígona y la situación que se estaba viviendo en España, ellos, progresivamente incómodos,  terminaron por confesar que no veían relación alguna entre la heroína trágica y los debates públicos o parlamentarios,  lo cual demuestra hasta qué punto se sentían ajenos a la problemática de los cadáveres que iban apareciendo en fosas comunes situadas al borde las carreteras españolas.

                Esa irrupción correctora de la realidad en el desarrollo de la reflexión moral que propone Jordi Ibáñez a costa de la Memoria Histórica es una de las características más determinantes de Antígona y el duelo.  La redacción del libro es contemporánea de muchos de los debates y acontecimientos que iban teniendo lugar según se iban redactando los  sucesivos artículos de la ley, y ello obliga al autor a intervenir personalmente en el desarrollo de la argumentación para matizar algún aserto, confirmar un supuesto o reorientar el discurso debido a que la realidad (por ejemplo un auto dictado por el juez Baltasar Garzón o una resolución de un tribunal superior revocando el mencionado auto del juez estrella) habían modificado sustancialmente el planteamiento vigente cuando se hizo la primera redacción.

                Otra circunstancia, directamente relacionada con lo anterior y que marca igualmente el carácter del libro, es el hecho de que gran parte de las fuentes y sucesos  citados por el autor siguen estando vigentes en internet, lo cual posibilita que, llegado el caso, el lector  acuda directamente al hecho e inicie desde ahí su propia navegación investigadora. Desde el punto de vista de las disciplinas clásicas, un planteamiento así conlleva toda clase de riesgos porque la propia inmediatez o contemporaneidad de los  hechos motivo de reflexión puede minimizar las ventajas de la perspectiva y el distanciamiento. Pero en cambio el método ofrece una ventaja impagable  porque la misma dinámica e inmediatez de los sucesos impone un sistema de autocorrección  automática que impide el dogmatismo o la excesiva rigidez en los planteamientos. O dicho en otras palabras, Antígona y el duelo es un texto vivo, vacilante, abiertamente basado en la intuición y permanentemente abierto a la rectificación. Un texto que plantea, propone, sugiere o invita a la reflexión partiendo de la transitividad y aleatoriedad de lo planteado, propuesto o sugerido. Todo ello a partir de hallazgos tan felices como la apuesta  por la memoria compartida frente a la memoria colectiva,  o del recurso a plumas tan afiladas como la de Juan Benet y su concepto de "venganza de la literatura" frente a los intentos de dogmatizar la historia, o de Rafael Sánchez Ferlosio y su polémica con el filósofo Fernando Savater a costa de la distinción entre educar o instruir. Es decir que se trata de un libro perfectamente contemporáneo y que va a suscitar tantas adhesiones y rechazos como la propia Ley de Memoria Histórica que lo motivó. Y otra cosa más: está impecablemente escrito porque, además de profesor universitario, Jordi Ibáñez es novelista y poeta, y esa doble condición es algo que se nota (y agradece) en su prosa.



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17 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sonetos

Whilliam Shakespeare

Pedro Pérez Prieto

Nivola

 

Junto con Hamlet, los Sonetos son la obra más  estudiada y controvertida de Shakespeare. Ello se debe, antes que nada, a la extraordinaria calidad de las 154  composiciones publicadas por vez primera en 1609. Pero si tanto interés y controversias suscitan los Sonetos también es debido a lo poco que se sabe de cierto sobre William Shakespeare, circunstancia que todavía se complica más por las deliberadas ambigüedades y pistas falsas dejadas por el propio dramaturgo. Curiosamente, a día de hoy sigue sin saberse de cierto quién es el Fair Youth al que están dedicados los 126 primeros sonetos, quién era la Black Lady que suscita  los impulsos amorosos de los poemas 127 al 152, ni quién sería el Rival Poet de trae a mal traer a la voz lírica hasta el final.

                Si la lectura de los Sonetos es un empeño que bien puede durar toda una vida, no digamos nada de lo que debe de ser traducirlos, encima rimados y conservando la métrica original, es decir, el pentámetro yámbico inglés o su equivalente castellano, el endecasílabo. Y eso es lo que ha hecho el traductor de la presente versión de los Sonetos, Pedro Pérez Prieto, que encima incluso ofrece el original inglés para ayudar a la mejor comprensión del poema, aunque también es una forma de mostrar que no hay trampa ni cartón y que el artista trabaja sin red. Sólo la enormidad del empeño ya suscita la simpatía inicial del lector. Pero es que en este caso es de valorar el notable resultado final de tan descomunal esfuerzo.

                 Cabe recordar que un inglés medianamente culto encuentra tantas dificultades para alcanzar una cabal comprensión de los textos de Shakespeare como pueda tenerlos su equivalente español actual para disfrutar del Quijote. Y en el caso de los Sonetos dicha comprensión es notoriamente más complicada porque el lenguaje amoroso gusta del secretismo y el doble sentido, la complicidad íntima y la deliberada transposición de significados a fin de crear un lenguaje ininteligible para los demás. A lo cual, cómo negarlo, hay que añadir unas dosis variables de porcheria que en los momentos más cálidos contribuye a subir aún más la temperatura amorosa. Y cómo extrañarse de que quinientos años y pico más tarde el lenguaje se haya vuelto críptico para el lector actual y obligue al traductor a echar mano de la (en muchos casos piadosamente llamada) libertad creativa.

                Aprovechando que el propio autor pone un ejemplo muy claro en su prólogo, reproduzco el cuarteto final de ese mismo soneto 20 que él mismo comenta. Ese tercer cuarteto y el pareado final del soneto original inglés dicen:

 

And for a woman wert thou first created,

Till Nature, as she wrought thee, fell a-doting,

And by addition me of thee defeated,

By adding one thing to my purpose nothing.

 

But since she prick´d thee out for women´s pleasure,

Mine be thy love and thy love´s use their pleasure.

 

He aquí la traducción que propone Pérez Prieto:

 

Primero te creo mujer Natura

y, desvariando mientras te esculpía,

de ti me separó en la añadidura

de una cosa que a mí ya no servía

 

Si su placer envergadura puso,

mío sea tu amor, de ellas el uso.

 

Al llegar al pareado final, y más que nada por intuición, dices." ¡Ep!", aquí falta algo. Pero quizás no. Buscando un poco por ahí he encontrado estas dos versiones del pareado final que cito sin dar nombres porque el propósito es sólo ilustrativo, no crítico:

Versión 1:

Si para ser gozo de la mujer te ha hecho,

Sé mi amor y ellas usen tu amor en su provecho.

 

Versión 2:

Si es tu fin el placer de las mujeres,

Mío sea tu amor, suyo tu goce.

 

Volviendo al original resulta que la clave está en la palabra Prick, una acepción del miembro masculino que significa, literalmente, polla. Actualmente las mujeres educadas no suelen usarlo en la vida corriente si necesidad tienen de nombrarlo, recurriendo por lo general en esos casos al término penis. En el dormitorio, en cambio, hay momentos en que es incluso obligado, pues sonaría hasta ridículo hablar allí como un urólogo.  Sin embargo, y aunque en este caso la alusión sexual es muy explícita, en ninguna de las tres versiones citadas se hace una alusión evidente al objeto del que se habla. Aunque quizás sí, sobre todo en la propuesta de Pérez Prieto, y he aquí lo que él mismo dice en el prólogo:

"Después de desechar diferentes opciones di con esta palabra: envergadura.  Siendo la palabra clave del soneto, no podía ser de otra manera. [...] Lo que realmente hace que se produzca el juego verbal es la posición en el verso, pues, siguiendo el esquema rítmico, debería llevar el acento en la 6ª sílaba:

            Si a su placer envergadura puso

                La consecuencia es que la palabra (envergadura) que vemos, al ser leída, y debido a que el acento rítmico recae en la sílaba "ver", aparece al mismo tiempo como tres palabras: "en verga dura". [En ella] confluyen el nivel fónico, el semántico y el morfosintáctico".

                O se que ya se ve  la de vueltas que hay que dar para encontrar un término que refleje el lenguaje erótico sin caer en la cursilería ni el la grosería. Y ello, verso por verso, durante 154 sonetos. Qué locura.

 

 



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12 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Partes de guerra

Ignacio Martínez de Pisón (Ed.)

RBA

 

Este libro reúne una treintena de relatos sobre la Guerra Civil española contados unas veces por actores o testigos directos de la misma y otras por quienes la vivieron indirectamente. Pero es algo más que una mera recopilación de cuentos con un tema común. Pese a los setenta años transcurridos desde que estalló el conflicto, la Guerra Civil española está muy lejos de haber sido superada, así como tampoco han llegado a cerrarse totalmente sus heridas. Y basta ver lo ocurrido con esa desdichada ley de Memoria histórica para ver hasta qué punto el tejido sensible continúa estando a flor de piel. En este sentido debe ser bien acogido cualquier libro que contribuya a ampliar el conocimiento de aquellos hechos y que permita entrar ráfagas de aire fresco en tan enrarecido ambiente. Y mucho más si se trata de un libro bien hecho y con una clara voluntad de calidad literaria por encima de ideologías y ajustes de cuentas.

                El antólogo, Ignacio Martínez de Pisón, contaba con una ventaja para realizar su trabajo: si todo conflicto bélico suministra un material literario extraordinariamente valioso porque sus protagonistas viven y mueren sometidos a situaciones extremas, si encima se trata de una guerra civil la tensión emocional es todavía mayor por las excepcionales circunstancias humanas que afectan a los actores de uno y otro bando.

                Pero al mismo tiempo, y hablando estrictamente desde el punto de vista del antólogo, en el caso concreto de la Guerra Civil  española se da una circunstancia que no puede decirse que sea un inconveniente pero sí una dificultad añadida: la inmensa cantidad de material acumulada no surgió como resultado de una dialéctica equilibrada entre vencedores y vencidos. Bien es verdad que nunca ha ocurrido tal equilibrio porque el vencedor tiene por costumbre quedarse con todo, empezando por la épica de la victoria.  Pero en el caso de España ese desequilibrio es tanto más notorio debido a que el bando ganador mantuvo intacta su intransigencia para con el vencido hasta el último día de sus (interminables) cuarenta años en el poder. Como resultado, quienes pertenecían al llamado bando nacional contaron con toda suerte de facilidades y apoyos para publicar sus testimonios bélicos mientras que los partidarios del gobierno republicano, dispersos por medio mundo y en unas condiciones de vida harto precarias, encontraron graves dificultades para dejar su propia visión de los hechos.  Y en este sentido provoca auténtico dolor pensar en la cantidad de contribuciones valiosas que se habrán perdido para siempre o que andarán acumulando polvo en bibliotecas públicas y archivos particulares de acceso imposible.

                  La situación de desequilibrio y parcialidad era tan patente que hace aún más meritoria, a la par que justa y necesaria, la clara voluntad por parte del antólogo de ofrecer una visión global del conflicto. Y lo que es todavía mejor: porque es novelista, Martínez de Pisón es muy consciente del diálogo que los relatos van entablando en la mente del lector, no muy diferente de lo que ocurre con los capítulos de una novela, y de ahí que, a la hora de seleccionar y ordenar el material de que disponía, haya seguido varios criterios: porque buscaba que el libro tuviera un carácter verdaderamente global, los autores seleccionados lucharon indistintamente en uno u otro bando, o bien vivieron la guerra desde perspectivas contrarias. Tal es el caso de Ramón J. Sender, Mª Teresa León o Arturo barea, todos ellos conocidos republicanos que pagaron su pertenencia al bando la legalidad vigente con largos años de exilio, o bien Miguel Delibes, López Anglada o García Serrano, cuya implicación  con el bando vencedor fue muy diversa. Y para acentuar ese carácter global, el orden responde a un criterio cronológico, no con respecto a la fecha en que fue escrito cada relato sino al momento en que tiene lugar la acción, lo cual permite ir viviendo el desarrollo del conflicto entre julio de 1936, fecha de inicio del golpe de Estado de Franco, y abril del 1939 en que la guerra se dio oficialmente por acabada. El orden de aparición responde también a criterios geográficos, sociológicos, regionales y culturales, pues algunos fueron escritos originariamente en gallego, euskera o catalán; unos son netamente urbanos y otros rurales, en algunos predomina el aspecto puramente bélico del momento mientras que en otros destaca el  carácter humano de la situación.

                Cabe decir que el tiempo transcurrido desde aquella guerra ha obrado un efecto claramente benéfico en lo que respecta al aspecto literario. Una vez temperadas las pasiones - fundamentalmente en lo que se refiere al propio lector -  las ideologías y los afanes reivindicativos o propagandísticos han desaparecido casi por completo y los relatos de valoran por lo que son, y los que estaban bien escritos han resistido mejor el paso del tiempo que los malos, como debe ser.

                 Sin embargo, y partiendo de la base de que una antología nunca es del todo justa con los posibles elegidos - entre otras razones porque es materialmente imposible dar cabida a todos - llama la atención la ausencia radical de un hombre como Juan Benet, probablemente el autor español de la posguerra que más páginas haya dedicado a la Guerra Civil, hasta el extremo de que ésta figura como trasunto de sus narraciones incluso cuando no son directamente bélicas. A pesar de lo cual su nombre no aparece ni siquiera citado en el prólogo.  Y es una pena porque Partes de guerra es un libro muy completo y de gran calidad, y por un poco más no le hubiera costado nada incluir un guiño a Juan Benet.



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9 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La fuente enterrada

Carmen de Icaza

Backlist

 

Nacida en 1899, Carmen de Icaza se abrió paso en el mundo literario más o menos a la par que escritoras como Rosa Chacel (1899), María Zambrano (1904) María Teresa León (1904) o Mercé Rodoreda (1908).  Compartía con éstas una sólida formación cultural y literaria, realzada en su caso por una estancia en Berlín para estudiar lenguas modernas y clásicas. En cambio difería radicalmente de ellas en lo relativo al punto de mira o alcance de la ambición literaria, pues mientras sus contemporáneas optaron  por una obra de calidad que por lo general tardó años en serles reconocida, Carmen de Icaza se decantó desde el primer momento por la novela de amor y lujo, una vía de escape que se acentuaría según se fueron deteriorando las condiciones de vida en los años posteriores a la Guerra Civil.

La fuente enterrada (1947) era su cuarta novela y marcó un punto de inflexión  importante en la producción de Carmen de Icaza, por aquel entonces una de las escritoras españolas más leídas y traducidas. Se diría que, al amparo de su destacada posición en el ranking de ventas,  se hubiese propuesto elevar el listón y hacer una obra de más calidad, con personajes mejor perfilados y situaciones de una cierta complejidad y capaces de poner a prueba la fortaleza del tejido moral de quienes se veían inmersos en los sucesivos enredos. Ese plus de calidad le valió entonces entrar en las honestas bibliotecas de todas las honestísimas familias burguesas españolas.

Vista con la distancia de los cincuenta años transcurridos desde su publicación, y según se avanza en su lectura,  La fuente enterrada provoca un creciente sentimiento de perplejidad en el lector que probablemente sea todavía aún más acentuado en el caso de las lectoras que sean la versión actual de aquellas mujeres que se identificaban con las protagonistas de esta clase de novelas y vivían como propios  todos sus logros, amores, desamores y derrotas. Y digo perplejidad porque, al menos de entrada, resulta difícil imaginar que nadie se pueda identificar actualmente con Irene, una mujer cuyos valores supremos, aquello que pone en marcha unos sentimientos que le permiten sobrevivir a las peores ruindades y traiciones del amado son tales como el sacrificio, la entrega incondicional o la abnegación. Con el agravante de que todo ello se ejerce no como unas (por muy curiosas que sean ) vías hacia el placer propio y la autosatisfacción sino para uso y disfrute exclusivos del todopoderoso varón. 

Sin embargo, y quizá porque la novela está correctamente planteada y resuelta, o porque  la autora posee un  lenguaje fluido y con los suficientes matices como para conseguir que la narración transcurra con toda naturalidad, llega un  momento  en que la perplejidad inicial va dejando paso a una curiosa sensación de familiaridad.  De acuerdo en que hay rasgos y conductas de los personajes que ejercen un poderoso efecto distanciador (la protagonista, por ejemplo, es mujer de misa diaria, lo cual es una verdadera rareza en la actualidad) pero en el fondo su comportamiento tampoco se diferencia tanto de lo que hoy se considera normal.  Y al cabo de un rato te encuentras plateándote si no será que lo que de verdad ha cambiado es el lenguaje y no las conductas. O lo que es lo mismo, si la abnegación, el sacrificio y la entrega incondicional que de entrada tanto llaman la atención  no siguen hoy en plena vigencia aunque las manifestaciones verbales y conductuales sean muy otras. Y  pienso por ejemplo en esas muchachitas que en las encuestas sobre el embarazo adolescente declaran que no usan anticonceptivos porque "desean darle a él todo el placer". Desde ese (radicalmente equivocado) inicio en la vida de relación  hasta el epitafio de cuatro líneas apresuradamente leído en los telenoticias tras el asesinato de una mujer por su ex pareja, hay toda una tipología de la conducta femenina que incluye claudicaciones todavía tan generalizadas como la aceptación del trabajo fuera de casa y encima hacerse cargo de las tareas del hogar y los niños; el sistemático eclipse profesional de la mujer en nombre de la carrera del varón; el hacerse cargo de los ancianos de la familia incluso cuando en realidad sean familia del varón, o el caso de tantas mujeres inteligentes a las que vemos entregar su vida a un perfecto imbécil que ni siquiera las quiere. O sea que, dejando de lado las petulantes proclamas feministas o las declaraciones de buena intención (aquella vieja aspiración a ser juzgado por lo que uno dice y no por lo que hace), gran parte del comportamiento femenino parece confirmar la sospecha de que los comportamientos obedecen a unas leyes profundamente imbricadas en el alma y  que se necesitan bastante más de cincuenta años para cambiarlos de forma efectiva y liberadora. De manera que, mira por donde,  la Irene Fábregas de La fuente enterrada quizá no sea una mujer tan fuera de época como parece de entrada.



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6 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El hijo del hijo pródigo

Soma Morgenstern

Funambulista

El hijo del hijo pródigo (1935) es la primera parte de la trilogía Destellos en el abismo, integrada también por Idilio en el exilio (1945) y El testamento del hijo pródigo (1951).

 

A quienes hayan leído las dos obras que hasta ahora eran las más asequibles de Salomo Morgenstern, Huida y fin de Joseph Roth y Alban Berg y sus ídolos, es muy probable que todavía les quede una cierta sensación de desconcierto. Ambos libros son espléndidos y al terminar su lectura tienes la certeza de que tu visión de Roth y de Berg ha cambiado para siempre, por no hablar del retrato estremecedor que surge de la Europa de entreguerras, justo en vísperas de la hecatombe. Pero en ambos casos el biógrafo se esconde de tal manera detrás de sus personajes que alcanza a parecer insignificante, un mero instrumento técnico puesto ahí para dar réplicas que ennoblezcan y magnifiquen la figura de los biografiados. Y ello es así hasta el punto de que llegas a preguntarte por qué Joseph Roth y Alban Berg, pero también personajes como Hermann Broch, Elias Canetti, Robert Musil, Anton Webern o Walter Benjamin, entre muchos otros, no sólo le honraban con su amistad incondicional sino que hablaban maravillas de ese (en apariencia) insignificante periodista judío al que ni siquiera le gustaba el fútbol (y esta era una carencia que a Alban Berg le costaba perdonar, y más si se y trataba de un amigo). Y sin embargo, insisto, todos coincidían en tratarle con una extraña deferencia y admiración. De los más grandes, decían. Inconmensurable. Un genio. Cosas así.

Ocurre sin embargo que hasta hace muy poco sus novelas resultaban casi imposibles de encontrar. Huyendo del terror nazi, Morgenstern acabó malviviendo en Nueva York y totalmente olvidado, pues una vez muertos sus más acendrados valedores nadie volvió a hablar nunca más de él, ni para bien ni para mal. Y ocurre asimismo que el tema de sus novelas tampoco es como para provocar avalanchas de compradores capaces de arrasar las librerías en busca de algún ejemplar. Salomo Morgenstern, Soma para los amigos, nació en 1890 en la Galitzia oriental, entonces un ignoto rincón del Imperio austro-húngaro. Desde entonces, y aparte de haber sufrido de lleno la política anexionista, racista y brutal de los nazis, la antigua Galitzia perteneció a cinco estados diferentes ante de quedar definitivamente repartida entre la actuales Polonia y Ukrania . Es por tanto comprensible la conciencia de pérdida irreparable del origen, y sobre todo en el libro sobre su paisano Joseph Roth, el tema del paraíso perdido es omnipresente, además de doloroso y obsesivo. El otro motivo omnipresente en Morgenstern es el de sus profundas raíces judías, realzadas quizás por el hecho de que tras unos años de ateísmo regresó al judaísmo con ese entusiasmo un tanto excesivo y reivindicativo de los conversos. Gracias a todo ello, la idea que se tiene de él es que se trata del oscuro cantor de un mundo desaparecido y evocado a través de las vidas insignificantes de ese pueblo judío que, y esto lo dice el propio Morgenstern, es "pobre, triste y desgraciado, pero no del todo dejado de la mano de Dios". O sea, nada como para tirar cohetes, ni suscitar entusiasmos multitudinsrios.

Y en efecto. El hijo del hijo pródigo es el relato de un congreso de judíos ortodoxos llegados a Viena en 1928. No se trata de los más doctos y respetados rabinos venidos de los cuatro rincones del mundo y que, al poner en común sus reflexiones y una sabiduría recibida de una tradición que cuenta con el respaldo de miles de años de experiencia, se junten en Viena para encontrar (por ejemplo) una fórmula capaz de atenuar, aunque sólo sea en parte, la hecatombe que ya se perfilaba en el horizonte del pueblo judío. Qué va. A esas buenas gentes venidas de pueblos remotos lo único que le interesa es buscar el modo de revitalizar la fe y la práctica de la religión judías. Y de eso van las más de quinientas páginas de esta fascinante novela. Da lo mismo que se trate de cómo enganchar adecuadamente un tiro de caballos a una calesa, de la siembra y recolección del trébol blanco, de la descripción de una serenata en el patio del palacio del príncipe arzobispo vienés, de la cita en uno de los míticos cafés del Ring o de la ceremonia en honor de los muertos que abre el congreso (por cierto que estremecedora). Conocedor de que su pluma es una herramienta preciosa, y porque se sabe uno de los últimos testigos de un mundo que en el momento de describirlo ya estaba condenado a desaparecer por la boca de un horno crematorio, Soma Morgenstern va reproduciendo campos, pueblos, paisajes, personas, vestimentas, costumbres, relaciones sociales y de parentesco, o simples circunstancias cotidianas, con una precisión tan prodigiosa que casi produce dolor. Son campesinos y rabinos de pueblo, pero también judíos que han renegado para abrirse paso en la Viena cristiana, nobles damas de almas atormentadas por su traición, o jóvenes herederos de nada salvo de la culpa que ha hecho recaer sobre él la apostasía paterna. Todo ello contra un telón de fondo que lo pone el lector, perfectamente consciente de lo que se estaba perpetrando y del destino que les aguardaba a quienes tanto les preocupaba conservar la fe de sus mayores. O el decoro en el vestir.

Pero no es un libro de lectura universal. Es un ejemplo deslumbrante de la gran prosa centroeuropea de entreguerras, y quien haya leído a Robert Musil y Germann Broch, y más cerca aún, al Joseph Roth de la Marcha Radetzky ya sabe lo que le cabe esperar de esta novela lenta, minuciosa, evocadora y subyugante. Y lo mejor es que la editorial Funambulista promete poner en la calle los otros dos tomos que faltan para completar la trilogía. Pero ya lo decían sus amigos: Inconmensurable. Un genio. Cosas así.



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2 de febrero de 2009
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