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Antígona y el duelo

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Jordi Ibáñez
Tusquets Editores

 

El 31 de octubre de 2007 se aprobó en el Congreso de los Diputados la Ley de Memoria Histórica. Como ocurre con toda legislación que toca fibra muy sensible (y pienso asimismo en la ley del aborto, o en esa otra cuestión todavía pendiente y que es la eutanasia entendida como derecho a tener una muerte digna) la Ley de Memoria Histórica quedó muy lejos de saldar y dar por zanjada una situación que era profundamente injusta y dolorosa antes de la intervención parlamentaria, y que continúa siendo injusta y dolorosa después de la misma.

                La tramitación, redacción y aprobación de dicha ley se extendió desde el año 2004 al 2006, es decir, a todo lo largo de una legislatura en la que el Partido Popular, casi siempre en solitario pero todavía bajo la influencia directa de José María Aznar y el equipo de gobierno que éste le impuso a su sucesor, Mariano Rajoy, llevó a cabo una labor de oposición intransigente, vociferante y barriobajera, todo ello con el apoyo público y explícito de la Iglesia Católica. O para decirlo con algo más de exactitud, el apoyo público y explícito de la Conferencia Episcopal.

                La idea inicial era reconocer y ampliar los derechos de quienes padecieron persecución o fueron objeto de violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura. La falta de definición clara del planteamiento, objetivos  y alcance de la ley, unido a la desproporción de la respuesta por parte de quienes se opusieron a ella desde el primer momento hizo temer que el país se dividiría de nuevo en dos bandos irreconciliables y que coincidirían más o menos con los que en su día estuvieron a uno y otro lado de las trincheras. A ellos habría que añadir un tercer bando (asimismo presente durante la contienda civil por mas que su voz se viese acallada a cañonazos) y que pedía cordura y serenidad a ambos bandos argumentado que desde el insulto y la descalificación mutua difícilmente cabía esperar un consenso mínimo.

                Curiosamente, y según pasaban los meses y se iban agriando las disputas, empezó a verse muy claro que el país ya no estaba dividido verticalmente en dos mitades enfrentadas (izquierda y derecha, nacionales y republicanos, o como quiera llamárseles)  sino que la división real era horizontal, con una capa superior integrada por quienes hicieron la guerra o quedaron profundamente marcados por la dinámica posterior (represión, persecución, cárcel, despojo de bienes y/o derechos civiles, etc.), y otra capa inferior compuesta por jóvenes que veían con creciente perplejidad, y no sin cierta alarma, cómo subían de  tono las trifulcas entre los mayores a costa de unos hechos ocurridos hacía ya sus buenos sesenta años y que a ellos les sonaban como las batallitas que contaba en casa el abuelo. El propio autor ilustra esa situación al narrar cómo, una vez que les planteó a sus propios alumnos si veían algún tipo de paralelismo entre Antígona y la situación que se estaba viviendo en España, ellos, progresivamente incómodos,  terminaron por confesar que no veían relación alguna entre la heroína trágica y los debates públicos o parlamentarios,  lo cual demuestra hasta qué punto se sentían ajenos a la problemática de los cadáveres que iban apareciendo en fosas comunes situadas al borde las carreteras españolas.

                Esa irrupción correctora de la realidad en el desarrollo de la reflexión moral que propone Jordi Ibáñez a costa de la Memoria Histórica es una de las características más determinantes de Antígona y el duelo.  La redacción del libro es contemporánea de muchos de los debates y acontecimientos que iban teniendo lugar según se iban redactando los  sucesivos artículos de la ley, y ello obliga al autor a intervenir personalmente en el desarrollo de la argumentación para matizar algún aserto, confirmar un supuesto o reorientar el discurso debido a que la realidad (por ejemplo un auto dictado por el juez Baltasar Garzón o una resolución de un tribunal superior revocando el mencionado auto del juez estrella) habían modificado sustancialmente el planteamiento vigente cuando se hizo la primera redacción.

                Otra circunstancia, directamente relacionada con lo anterior y que marca igualmente el carácter del libro, es el hecho de que gran parte de las fuentes y sucesos  citados por el autor siguen estando vigentes en internet, lo cual posibilita que, llegado el caso, el lector  acuda directamente al hecho e inicie desde ahí su propia navegación investigadora. Desde el punto de vista de las disciplinas clásicas, un planteamiento así conlleva toda clase de riesgos porque la propia inmediatez o contemporaneidad de los  hechos motivo de reflexión puede minimizar las ventajas de la perspectiva y el distanciamiento. Pero en cambio el método ofrece una ventaja impagable  porque la misma dinámica e inmediatez de los sucesos impone un sistema de autocorrección  automática que impide el dogmatismo o la excesiva rigidez en los planteamientos. O dicho en otras palabras, Antígona y el duelo es un texto vivo, vacilante, abiertamente basado en la intuición y permanentemente abierto a la rectificación. Un texto que plantea, propone, sugiere o invita a la reflexión partiendo de la transitividad y aleatoriedad de lo planteado, propuesto o sugerido. Todo ello a partir de hallazgos tan felices como la apuesta  por la memoria compartida frente a la memoria colectiva,  o del recurso a plumas tan afiladas como la de Juan Benet y su concepto de "venganza de la literatura" frente a los intentos de dogmatizar la historia, o de Rafael Sánchez Ferlosio y su polémica con el filósofo Fernando Savater a costa de la distinción entre educar o instruir. Es decir que se trata de un libro perfectamente contemporáneo y que va a suscitar tantas adhesiones y rechazos como la propia Ley de Memoria Histórica que lo motivó. Y otra cosa más: está impecablemente escrito porque, además de profesor universitario, Jordi Ibáñez es novelista y poeta, y esa doble condición es algo que se nota (y agradece) en su prosa.

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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