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Blogs de autor

Media docena de robos y un par de mentiras

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Mercedes Abad

Alfaguara

 

La base que fundamenta la estructura de esta amena serie de relatos reunidos bajo el título de Media docena de robos y un par de mentiras es la transgresión de la propiedad intelectual. Curiosamente, el tema de la originalidad y la autoría, es decir, los derechos inalienables de autor, es una cuestión que preocupa mucho en la antes llamada República de las letras.  No voy a entrar ahora en el gigantesco tinglado que hay montado al respecto y que va desde los derechos de reproducción en internet hasta la versión libresca del top manta. La cuestión es muy compleja y, además, esa batalla se libra a un nivel que no tiene nada que ver con la clase de robos que se cometen en esta media docena de robos firmados por Mercedes Abad.  Aquí la cosa está en la línea de esas periódicas noticias y referidas a un oscuro escritor de provincias que acude a los tribunales con la pretensión de crucificar al autor de campanillas que le ha plagiado su obra.  También nos movemos aquí  en la órbita de esos escritores en ciernes que antes incluso de sentarse a escribir corren a la oficina de la propiedad intelectual para inscribir al menos el título, por no hablar de quienes, una vez terminada la obra, renuncian a mandarla a un premio  por temor de verla publicada un día bajo la rúbrica de una estrella de las letras patrias. Es decir, que muchas veces se trata de autores  domingueros, o casi.

                Obviamente, y a pesar de que en conjunto se trata de un océano de paranoias inútiles y propias de "creadores" escasamente profesionales,  es bien conocida la figura del plagiador profesional, un tipo (o tipa, pues también las hay) que una vez desenmascarado(a)s aluden vagamente a la existencia de "archivos olvidados" en la memoria del orden ador. Aunque también se les ha visto reivindicar el derecho a la "inspiración" en los escritos ajenos y al derecho a "citar" a sus inspiradores. Con ser pocos, los casos de plagio son tan jaleados y morbosamente seguidos en los medios que parece que sean una práctica habitual. Y que tal vez lo sea, pero con una precisión: antes o después, todo maestro honrado le susurra a la oreja a su discípulo predilecto una máxima que él a su vez le susurrará a su propio discípulo aventajado. Y que dice así: "Tú copia bien y no mires a quién". Y la clave está en el "bien" y no en la acción de copiar. Al fin y al cabo, después de dos mil años y pico de cultura narrativa, o cuatro mil y pico si contamos  las culturas orientales, pretender que un escritor diga todo el rato lo que nadie había dicho hasta ahora es demencial.  Y bromas aparte, quien no aprende a copiar bien acaba arrastrando su pecado toda la vida como una penitencia, y si  no que se lo digan a Dino Buzzati, feliz autor de esa excelente novela que es  El diesierto de los tártaros, pero que incluso después de muerto sigue aplastado por el gran pecado de no haber sabido ir un poco más allá de su modelo, Franz Kafka.  Claro que, bien pensado, menudo enemigo se buscó el pobre Dino.

                Los relatos de Mercedes Abad no son robos a escritores de fuste. Por lo general son obras desechadas por amigos, o gruesos manuscritos que le dan a leer y de los que, a modo de compensación por la tostada, se queda un relato suelto, aunque también puede ser una argentina que vende sus composiciones poéticas, musicales, narrativas o culinarias en un puesto callejero. Y la excusa para el robo no es del todo eximente, pero sí elocuente: si uno lee un texto – dice la voz narradora -,éste puede producirle un impacto profundo y perturbador, pues en cierto modo es algo que él, el narrador-lector , hubiera querido escribir. Y si  decide apropiarse de él, en cierto modo es para "descubrir qué se siente al escribir algo tan bueno", pero sobre todo porque está adentrándose en un terreno en el que apropiarse de esa expresividad ajena es un acto de afirmación. Insisto en que no es eximente, pero sí hay algo que convierte el robo en un acto noble (con perdón):  la pasión con la que el plagiador hace suyo lo ajeno a veces confiere a lo robado más valor del que le daba el propietario legítimo.

                Hay otro aspecto que contribuye a amenizar la lectura, y es el juego de espejos en el que se inserta la voz narradora. Quien firma el libro es una mujer, pero el narrador del hurto puede ser un hombre que le ha robado la idea a una mujer, la cual había encarnado su relato en una voz narradora masculina. Sobre todo en el primer relato robado, "A mí la regla me vino en Salamanca", esa entrega de la antorcha narrativa que va pasando de unas a otros y de otros a  unas,  produce efectos cómicos muy notables.  Los restantes relatos son desiguales, aunque cumplen con su objetivo de proporcionar un rato de lectura intrascendente pero amena, y a ratos de calidad.

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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