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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¡Mamá!

 

¡Mamá!

 

El título original, Missing Mom, deja bien claro un matiz de ausencia, pérdida, falta. Ese ¡Mamá! que se ha  elegido para la versión castellana resulta mucho más ambiguo, sobre todo puesto entre admiraciones. Porque puede sugerir cariño, pero también exasperación, queja, enfrentamiento, riña, odio, lo que sea. Salvo que la Oates, a la que se puede acusar de muchas cosas pero no de carecer de oficio, se ocupa de dejar las cosas claras casi desde el principio: ella, la narradora, vuelve a la casa familiar para celebrar el Día de la madre. Está algo tensa porque su condición de oveja negra la hace susceptible de ser reconvenida pase lo que pase, y eso la pone en guardia. Y en efecto. Nada más abrir la puerta que desde el jardín da acceso a la cocina, su madre exclama a verla: "¿Qué le has hecho a tu pelo?". Quede claro, sin embargo, que suena como si la madre hubiese dicho: "¿Qué le has hecho a mi pelo?". Pequeña pero sutil diferencia, ¿no?

A poco avezado que sea el lector, ya sabe que va a asistir a una pugna sorda, inmisericorde y sin tregua, y que no se resolverá en las cuatrocientas y pico páginas que faltan. Y si  además de estar al tanto de las reglas de juego habituales en las novelas de madres e hijas (cosa bastante posible porque últimamente se publican cada año varios millones de relatos sobre el tema), el lector ya ha leído otras obras de Joyce Carol Oates, puede tener una razonable certeza de que en este caso el enfrentamiento materno filial va a llegar envuelto en brutalidades, humillaciones, agresiones físicas con posible violación sumaria y hasta asesinato, no necesariamente entre ellas dos, pero si en el entorno que se creará en el curso del relato.

                Sepa, el seguidor fiel de la Oates, que va a encontrar todo ello. Pero no de la forma habitual. La acción transcurre en Mount Ephraim, una población situada al norte del estado de Nueva York y poblada de familias de clase media. Gwen Eaton, la madre, es una mujer de casi sesenta años, viuda desde hace cuatro, madre de dos hijas y actualmente dedicada a dar sentido a su vida colaborando en labores asistenciales para la comunidad y cocinando exquisiteces para su familia y amigos. Todos ellos, por ejemplo, tienen los frigoríficos atestados del celebrado pan que hornea para ellos la infatigable Gwen. Clare, la hija mayor, es una de esas mujeres que entienden la educación de sus hijos como una misión trascendente que le ha encomendado la sociedad y todo lo que implique apartarla un milímetro de su misión recibirá una contundente y merecida respuesta. El padre, cuya presencia se deja notar de continuo por las alusiones de la narradora, fue un hombre ocupado fundamentalmente en llegar al final de su vida sin haber tenido que enfrentarse a grandes problemas y sobresaltos. O sea que se entiende la escasa popularidad de Nikki, la narradora, que a sus treinta y dos años ejerce de periodista en un diario  de pueblo, mantiene una relación sentimental con "un hombre no disponible" y, por ende, ahora que se ha emancipado y lleva la clase de vida sexual que le apetece, en su horizonte no hay ni el menor asomo de niños. Cosa que le es continuamente reprochada. Bueno. Eso, y su apariencia, pues viste como una punky y lo que le ha hecho a mi pelo incluye un severo rapado en la nuca y un corte a fondo para quedarse con cuatro pelillos de rata, encima de punta a base de gomina y por si fuera poco teñidos de un color imposible pero a juego con el color de labios y uñas, tanto de las manos como de los pies. Por lo tanto se trata de una familia perfectamente normal, con una hija menor algo rarita, pero no tanto.  Allá por la página sesenta y dos el lector avezado empieza a preguntarse cuándo va a empezar la violencia marca de la casa.

                En la página sesenta y tres. La madre es salvajemente apuñalada por un ex convicto y la narración emprende un doble camino independiente. De un lado la investigación del crimen, que a J.C. Oates parece no interesarle gran cosa y se lo despacha como por obligación. La otra línea narrativa, en cambio, está claro que la fascina, en parte porque, según  ella misma se ha encargado de airear en montones de artículos y entrevistas, es parcialmente autobiográfica. Nikki, la narradora, se transforma de pronto en una especie de Orfeo punky decidido a rescatar a la madre del infierno de la respetabilidad, el amor al prójimo o la disponibilidad de su vida en bien de los demás. Por lo tanto, la humanización de la madre, la entrada de ésta en el reino de los vivos (en contraposición a la muerta en vida que fue durante muchos años) cobra la forma de un ajuste de cuentas sordo, inmisericorde y sin tregua, como siempre que madre e hija se quitan las caretas. Aquí es donde aparecen las brutalidades, las humillaciones y los abusos marca de la casa, pero todo expuesto de deforma sutil, educada y sin perder las maneras. Pocos gritos y portazos. A ratos parece crítica social.

Quede claro que si donde dice lector se pone lectora, ésta puede tener la certeza de que se va a ver retratada de principio a fin. Y que no va a ser un espejo favorecedor.

 

¡Mamá!

Joyce Carol Oates

Alfaguara



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2 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las vidas de Joseph Conrad

   

Hace un par de años, y coincidiendo con el ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Joseph Conrad, Editorial Lumen le dedicó un homenaje particular editando la biografía de John Stape, un state of the art en lo que se refiere al aparato crítico referido al gran escritor de origen polaco. Quienes no tuvieran entonces ocasión, o mejor aún, quienes no hayan sentido nunca curiosidad por saber cómo era el hombre que vivía detrás de la imponente figura del escritor, puede aprovechar la aparición de la edición de bolsillo de aquella biografía y subsanar ahora tan lamentable error. Porque Stape lleva a cabo una operación fascinante, muy lejos de los ejercicios biográficos al uso.

                Conrad tuvo una vida - o  vidas, como dice Stape - plagada de sobresaltos, aventuras y situaciones extremas, con la particularidad de que encima tuvo un final feliz. En las reseñas biográficas se suele decir que hasta los veinte años fue un polaco errante, huérfano, sin patria y sin oficio ni beneficio. De los veinte a los cuarenta fue marino mercante inglés, por cierto que con una carrera profesional bastante calamitosa, o al menos no acorde con la imagen de marino que urdieron él mismo y sus hagiógrafos. (Leyendo a Stape da la sensación de que Conrad pasó más tiempo en tierra buscando empleo que embarcado, y que cuando se enroló en algún  barco casi siempre fueron fierros que se encontraban ya en la fase previa al desguace, aparte de que por lo general ejerció oficios de escasa categoría). En la tercera y última etapa de su vida, sin embargo, ejerció de figura indiscutible de la literatura universal.

                Como es lógico, tan singular trayectoria vital le suministró material de sobras para la veintena de libros que escribió. Y como es asimismo lógico, él manipuló, tergiversó y adaptó ese material tan arduamente recolectado, ocultando lo que debía ser ocultado y resaltando lo que de más valioso tenía. Cuando llegó a ser famoso y empezaron a salirle exégetas en las cuatro esquinas del mundo (incluso en Tokio hay actualmente una opulenta fundación Conrad dedicada a la investigación de su vida y obra), los aspectos más singulares y espectaculares de ese material previamente manipulado y reciclado fueron utilizados para urdir la casi divinizada figura pública que ha llegado hasta nuestros días. Es de resaltar que  una parte nada desdeñable de las tergiversaciones y exageraciones fueron propaladas por el propio Conrad. Quede claro sin embargo que todo ello (la manipulación del material biográfico) no es sólo una operación lícita sino que casi cabría decir que necesaria en el caso de un escritor, pues el único compromiso que tiene éste es con su literatura, y la verdad, la historia, la confesión o el testimonio quedan por entero supeditados a las exigencias narrativas. Ya vendrán después los biógrafos a desentrañar la otra verdad, la no literaria, el cómo ocurrió en realidad.

                Y en este sentido, John Stape ha realizado un trabajo impagable. Desde un punto de vista estrictamente profesional, no hay engaño posible: ochenta años después de la muerte de Conrad, ya no quedan con vida testigos directos que puedan aportarle a un biógrafo actual datos o testimonios directos y hasta ahora desconocidos. Y los innumerables e incondicionales entusiastas han rebuscado hasta lo indecible en archivos públicos y privados, bibliotecas y hemerotecas de medio mundo, de forma que tampoco por ahí cabía esperar ninguna novedad trepidante. Lo único realmente novedoso en el trabajo de Stape son las aportaciones de la correspondencia de Conrad, puesta a disposición del público desde 1980. La otra aportación digna de elogio realizada por Stape al cabo de tantos años de reunir y elaborar material no le va a gustar, en el caso harto improbable de que algún día llegue a leer estas líneas. Y me refiero al hecho de que, a juzgar por su trabajo,  John Stape es un hombre metódico, disciplinado y tenaz, de lenguaje sobrio y mente ordenada, pero absolutamente privado de imaginación, o incluso de creatividad. Y conste que lo digo como elogio, o como elemento positivo de cara a lector imaginativo y que ya tiene una idea previa bastante clara de todos los florilegios, exégesis y exageraciones tramadas para exaltar a la figura pública y lo único que quiere saber es qué  pasó. Y en este sentido Stape es insuperable, pues ha seguido los pasos de Conrad casi día a día y está en situación de decir a quién vio de verdad ese día, si dichos encuentros tuvieron consecuencias o no y, en caso de que sí tuvieran consecuencias, en qué forma fueron manipulados a la hora de crear tal personaje, embellecer tal secuencia famosa o aportar material para una trama determinada. Y sin entrar para nada en valoraciones o interpretaciones literarias. No es un crítico ni un teórico. Sólo el día a día. Quién fue quién en la vida real, y en qué forma entró a formar parte de las novelas. Y por si aún queda alguna duda, al final hay una serie de secciones que permiten al lector insaciable terminar de componer el personaje Conrad.   

Las vidas de Joseph Conrad

John Stape

Debolsillo

 



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18 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El juicio del Dr. Johnson

 

Los Swift son un joven y altruista matrimonio norteamericano que llega a Europa con la misión de establecer contactos en la sociedad inglesa que permitan al Departamento de Estado calibrar la reacción oficial británica ante un eventual  levantamiento en las colonias del Nuevo Mundo, y también calibrar si dicho levantamiento podría dar lugar a una guerra civil. Es decir que, a su manera, los Swift son unos espías.

                Por aquellas cosas de las comedias,  los esforzados  jóvenes no desembarcan en cualquiera de los ajetreados puertos ingleses, donde hubieran pasado  totalmente desapercibidos, sino que aparecen en un agreste lugar de las Islas Hébridas. Allí encuentran a un matrimonio local que, valiéndose de un grueso caldero, está a punto de prepararse (faltaría más) un té.  Con idéntica sinrazón de pronto aparecen por aquella apartada playa tres caballeros que por lo visto  están disfrutando de un ameno paseo. Dos de ellos son el Dr. Johnson y su inseparable James Boswell, que durante toda la obra parece como que vaya pidiendo razones y precisiones de sus actos  a tan sabio doctor con destino a la futura y monumental biografía que escribirá sobre él.

                Cuando se tiene un talento como el que Chesterton tenía no se necesitan mayores mimbres para urdir una comedia que es, de un lado, un preciso análisis político del concepto de nación y de paso del nacionalismo, la nacionalidad, la independencia o la vieja discusión de si la bondad del fin justifica lo canallesco de los métodos. Al mismo tiempo es una crítica social en la que el matrimonio, la amistad, la fidelidad, las costumbres o el amor son pasados por el tamiz de una ironía inteligente y sutil, o sea, amablemente corrosiva.

                Al paso de una continua serie de casualidades y equívocos  sólo tolerables cuando el autor resulta tremendamente simpático y por ende susceptible de serle perdonada cualquier trapacería que le permita llevar las situaciones hasta sus últimas consecuencias, el Dr. Johnson ejerce al final su facultad de juzgar y facilita la huida del matrimonio aun a costa de mentir como un bellaco. Por suerte, ya antes había sido dilucidado eso de los fines y los medios para conseguirlos, aparte de que el taimado doctor niega lisa y llanamente que él haya conocido nunca a los jóvenes espías, por lo que difícilmente ha podido mentir en su beneficio.

                Si ya de por sí resulta ocioso aconsejar a nadie que asista al teatro (aunque sólo sea por las nunca suficientemente alabadas virtudes del directo) esperar del público que lea obras de teatro roza el absurdo.  Y sin embargo hay al menos una poderosa razón que juega a favor de esta obrita aparentemente liviana e intrascendente y que (si no me equivoco) nunca ha sido representada, al menos en España: El juicio del Dr. Johnson no sólo suscita de inmediato el apetito por (re)leer a Chesterton sino que gracias entre otras a las editoriales Valdemar y El Acantilado hay ahora mismo en las librerías seis o siete obras del otrora tan alabado escritor inglés. De paso, fundamentalmente si los posibles lectores pertenecen a la generación de la posguerra, es una excelente ocasión para desagraviar a un autor que tuvo la desgracia de ser apadrinado por el franquismo y ensalzado hasta la saciedad por aquella detestable cohorte de exégetas que aprovechaban las páginas de Arriba y los restantes medios de comunicación del Movimiento para imponer la ideología del nacionalcatolicismo.

                Reconozco que el propio Chesterton les facilitó mucho  la tarea  al abrazar públicamente el catolicismo y al escribir cosas como las biografías de San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino, que no sólo estaban en las bibliotecas de todas las familias decentes sino que en muchas de éstas eran de lectura obligada para los miembros  más jóvenes. Y para terminar de complicarnos la vida a quienes siempre hemos creído que un autor es bueno o malo con independencia de la iglesia que frecuente, Chesterton escribió libros de influencia tan cristiana como El hombre que fue jueves (también de lectura obligada), aparte de la inmensa  y merecida popularidad del Padre Brown.

                Quien sea lo bastante mayor como para degustar, y por lo tanto admirar, la inteligencia y el sentido del humor por encima de las ideologías, tiene ahora una excelente ocasión de repasar la obra de un autor al que otros congéneres más jóvenes (y tan diferentes entre sí como puedan ser Juan García Hortelano o Fernando Savater) no se han cansado de alabar.  Al fin y al cabo es un caso muy similar al de Graham Greene, también católico converso y también de lectura obligada en las casas decentes (entre otra cosas porque tampoco había mucho para elegir) y que no por ello deja de ser un escritor excelente.

 

El juicio del Dr. Johnson

Comedia en tres actos

Gilbert K. Chesterton

Ediciones Espuela de Plata



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3 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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'Locus amoenus'. Antología de la lírica medieval de la Península Ibérica

La lírica es una forma de expresión que continúa dando muestras de una espléndida vitalidad. Una de las muchas pruebas de ello es el hecho de que durante estos últimos meses hayan coincidido en las librerías españolas tres muestras de tan hondo calado como pueden ser el volumen dedicado a los Manrique (Fundación Castro), los 1.000 Años de poesía europea (edición de Francisco Rico para Backlist) o este Locus Amoenus que ofrecen ahora Carlos Alvar y Jenaro Talens en Galaxia Gütenberg. Tres verdaderas joyas y otros tantos motivos para felicitarnos de que, a día de hoy, haya gente contemporánea que sigue haciendo posible disfrutar del legado dejado por unos antepasados que en cierto modo también son nuestros contemporáneos. O al menos muy próximos y solidarios porque, novecientos años después, sus sentimientos siguen siendo los nuestros. Ellos ya pasaron por aquí y, lo dicen con su canción, también hay lugar para el gozo.

                Jenaro Talens, catedrático de Literatura Hispánica, traductor y poeta, y Carlos Alvar, Catedrático de Literatura Española medieval y del Renacimiento, y también traductor, ofrecen una copiosa antología de la lírica medieval producida en España entre la desaparición del Imperio Romano y la eclosión del Renacimiento. Todo un viaje que empieza con la poesía amorosa latina conservada en el Cancionero de Ripoll y que luego sigue con muestras de la poesía árabe, poseedora ésta de una imaginería límpida y certera pero del todo ajena a la tradición grecolatina: "¡De cuántas casas fui la lluvia durante la sequía!", exclama el guerrero malherido y cuyo único consuelo frente a la muerte que está arrancándole el alma es que dentro de ésta siente "un amor que hace más llevadero verse privado de la vida". Es decir, lo mismo solo que dicho de forma diferente. El paso sucesivo a la poseía hebrea, mozárabe, provenzal, galaico-portuguesa, catalana y castellana (que constituye el grueso de la antología, aparte del hecho de que todas las demás lenguas han sido traducidas al castellano) constituye un fascinante recorrido por la otredad y permite hacerse una idea muy exacta de lo que debía ser la Península Ibérica antes de que se impusiera el invento de esa entelequia escondida tras el término España. 

                La imagen de variedad y riqueza que transmite este Locus Amoenus es tanto más meritoria cuanto que al hablar de esas ocho lenguas localizadas en un espacio común, y en algunos casos contemporáneamente, suele utilizarse la palabra "coexistencia", la cual, a su vez, sugiere la idea de "pacífica". Coexistencia pacífica. Pero nada más lejos de la realidad. No es preciso evocar aquí el largo y sangriento contencioso entre moros y cristianos. Ni la proverbial tendencia de los hebreos a entrar en conflicto con los pueblos que los acogen en su diáspora, o el interminable rosario de alianzas y traiciones que se desgrana de la historia de las naciones.  Pero curiosamente, incluso en una situación de conflicto y cohabitación forzada o contra natura, el ser humano ha dado muestras sobradas de su capacidad de superación y su espíritu creativo, y ahí están aquellos catalanes haciendo uso de la lengua de oc, de los castellanos rimando en gallego, los portugueses expresándose en castellano, o, escándalo de los escándalos, un hebreo educado por los árabes (Moshé ibn Ezrá) que escribía poesía en hebreo pero utilizando la métrica y la imaginería habitual árabes. Aunque no es menos escandaloso  el ejemplo de aquellos grandes señores castellanos que al empuñar la pluma desdeñaban la lengua que hizo grandes a Ovidio o Cicerón en favor del habla tosca y rudimentaria que usaban sus vasallos y sus soldados.  Obviamente, quienes así obraban no sólo no pusieron en peligro la conservación de la tradición de Occidente sino que sentaron las bases para que, no mucho después, gente como Cervantes o Santa Teresa pudiesen decir lo que tenían que decir.

                Como señalan los propios autores en el prólogo "toda aproximación a la poesía hispánica medieval debe asumir que las varias e irreductibles líneas de fuerza que la atraviesan no pueden ser integradas en un universo unitario y todo intento de articular lo diferente como variante de una cierta multiplicidad de lo mismo no hace sino perpetuar una prioridad jerárquica, que, no por casualidad, corresponde a quien está en uso de la palabra". Por si alguien la necesitaba, este libro es una prueba más de que el Espíritu tiene sus propias vías de expresión y que tratar de confinarlo a una sola lengua es inútil, con la particularidad de que si esto que digo es cierto seguirá siéndolo si en lugar del castellano recurro al euskera, al gallego, al catalán o al bable.

 

Locus amoenus
Antología de la lírica medieval
de la Península Ibérica
Edición bilingüe de Carlos Alvar y Jenaro Talens.
Galaxia Gütenberg

 

 



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27 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Obras completas III

Casi coincidiendo con el centenario de su nacimiento se publica el Tercer Tomo de las Obras Completas de Juan Carlos Onetti. Sin duda, el más laborioso y meritorio de los tres. Los dos primeros, dedicados a sus novelas, resultaron relativamente fáciles de editar. En cambio este tercero, en el que se recogen todos los cuentos y artículos, así como una inclasificable colección de escritos reunidos en un apartado genéricamente titulado Miscelánea, tiene todo el aspecto de haber sido un auténtico tour de force para los responsables del volumen.

                Ni siquiera el apartado dedicado a los cuentos ha resultado fácil. Como no podía ser menos, mientras los desarrollaba Onetti se fajaba por cualquiera de sus escritos hasta perder el resuello. En cambio, una vez terminados se desentendía de ellos hasta el extremo de considerar "detestable" la tarea de corregir las pruebas, fijar los textos, ponerles fecha y, en definitiva, hacer labores de edición. Como bien dice Mario Vargas Llosa en el libro que le dedicó, para Onetti escribir era una aventura y la corrección de pruebas puede ser todo lo necesaria y meritoria que se quiera, pero no responde ni de refilón a la idea que generalmente se tiene de una aventura.

                El problema es que como consecuencia de ello las primeras ediciones se hicieron con más entusiasmo que medios, mientras que en las últimas, por ejemplo el volumen de Cuentos Completos que publicó Alfaguara en 1994 y reeditó en 2005, se tomaron algunas decisiones bienintencionadas (como sustituir los americanismos por términos que resultasen más familiares al lector español) pero que en cambio pueden resultar chocantes para el lector latinoamericano.  Es posible que en la presente edición también se hayan tomado algunas decisiones discutibles, pero en conjunto resulta impecable en lo relativo al cuidado, la ordenación y fijación de los textos. Y al final hay unas Notas que no sólo dan noticias del lugar y la fecha de su aparición sino que muchas veces van acompañadas de acotaciones y comentarios del propio Onetti o de alguien muy próximo a él. Lo cual es un verdadero tesoro para los lectores que, además de acérrimos, sean capaces de hacer una creación con esta visión de conjunto que ofrece la presente recopilación.

                Algo similar puede decirse del apartado dedicado a los artículos. En este caso ni siquiera  los más acérrimos disponían de una fuente fiable a la que acudir, pues se trata de una labor ingente, fruto de toda una vida de trabajo, pero dispersa, tanto geográficamente (América y España) como por la variedad de publicaciones en las que aparecieron originalmente dichos artículos.  También aquí se han añadido unas notas que serán una ayuda indispensable para los buenos lectores. Muchos de ellos, y no digamos los escritos agrupados en la Miscelánea, son muy personales y a medida que se avanza en su lectura va surgiendo un Onetti que es y no es el que creíamos haber llegado a conocer a través de sus novelas. Ello confirma una  vez más esa característica tan común a los grandes escritores, es decir, la elaboración del material biográfico y aún cotidiano para elevarlo a la categoría de ficción. O si se prefiere, de Gran ficción. En esos artículos y misceláneas aparecen numerosos temas y situaciones que luego han formado parte del material narrativo de sus novelas. La posibilidad de verlo "en crudo", por así decirlo, y luego elaborado, es un verdadero privilegio. Pero ya digo que es indispensable ser un lector creativo y capaz de reflexionar mientras se lee. Que no es sencillo.

                Los responsables de esta edición de las Obras Completas de  Juan Carlos Onetti han sido, de una parte, Ignacio Echevarría, coordinador de todo el proyecto.  Hortensia Campanella, que ha ejercido las funciones de editora, y Pablo Rocca, autor de un muy documentado y completo prólogo y responsable del "hallazgo" de numerosos textos que andaban si no perdidos al menos muy dispersos y olvidados. Pero todos ellos han contado con la colaboración indispensable de Dorotea Muhr, familiarmente conocida como Dolly Onetti, la  compañera de este durante los últimos cuarenta años de su vida. Aunque, casi mejor que hablar de "colaboración" sería más justo calificar su aportación de conspiración, tanto en lo relativo a las facilidades de acceso a los archivos del escritor como por la puesta de sus  conocimientos a la servicio de los responsables de la edición. Los cuales reconocen que queda aún por investigar e inventariar un aspecto fundamental en la vida de un escritor y que es su faceta epistolar. A diferencia de tantos otros grandes hombres, poseedores de una conciencia tan clara de su posteridad que han tenido la precaución de guardar una copia de las cartas que escribieron a lo largo de su vida (cómo se podría, si no, leer la misiva del gran hombre junto a la respuesta de su corresponsal) Onetti ejercitó el arte epistolar con tanta asiduidad como descuido, por lo que el héroe que decida encargarse de editar su correspondencia le espera una labor hercúlea. Pero de momento el lector de Onetti tiene entretenimiento para rato.

Obras completas III

Juan Carlos Onetti

Galaxia Gutenberg

 

 



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20 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La familia Wittgenstein

Cabe la desgraciada posibilidad de que este bien documentado libro de Alexander Waugh se convierta en un foco de atracción para rencorosos desencaminados. Y dentro de dicha categoría incluyo a toda persona no profesional pero dotada de una considerable dosis de buena fe que deseando ingenuamente acercarse a la obra y el pensamiento de Ludwig Wittgenstein haya cometido la heroicidad de comprar el Tractatus lógico-philosophicus con la intención de empezar a leerlo por las primera página y  no cejar en su loable empeño hasta llegar a la última. Quien así haya procedido tiene un altísimo porcentaje de posibilidades de no haber pasado de la primera página, siendo casi inevitable que haya terminado cerrando el libro con un profundo sentimiento de frustración.

                Pero nadie debería sentirse así. Al fin y al cabo lo mismo les pasó a Bertrand Russell y George Moore, que eran  maestros  y mentores de Ludwig Wittgenstein desde que éste aterrizó en Cambridge huyendo de la carrera de ingeniero  que trataba de imponerle su padre. Russell incluso escribió una especie de prólogo explicativo del Tractatus que el propio Wittgenstein ordenó retirar en las siguientes ediciones porque - decía - el maestro no había entendido nada y con sus aclaraciones no hacía sino confundir aún más al lector. Tampoco a Moore le fue mucho mejor y si bien supo desde el primer momento que tenía en las manos una obra capital hubo de confesarle a su joven discípulo que no estaba muy seguro de qué había querido decir con su libro. Progresivamente alarmado, Wittgenstein se lo  mandó personalmente al muy prestigioso Gottlob Frege. Siendo los dos del mismo ramo - pensaba el lógico en ciernes - la comprensión sería inmediata. Pero quiá. Un desconcertado Frege no tardó en contestar a su joven colega que no había entendido una sola palabra de su escrito.

                En plena frustración el lector puede caer ahora en la tentación de probar un acercamiento  Wittgenstein por la puerta de atrás, o si se prefiere, de la mano de un buen biógrafo. Si éste acaba sabiendo todo lo pertinente en la vida del biografiado - puede pensar el lector - quién te dice que no te va a dar unas cuantas claves decisivas para entender su obra. Pero aquí sale lo del rencoroso desencaminado, pues si alguien quiere llevar a cabo esa operación de aproximación, tan digna o inútil como cualquier otra, debe encaminarse hacia la biografía de Ray Monk, Ludwig Wittgenstein: el deber de un genio, publicada por Anagrama en 2002.  Ésta si es una auténtica biografía de Wittgenstein y un loable esfuerzo por mostrar al personaje y dar pistas fidedignas acerca de su obra.

                Por el contrario Los Wittgenstein, como bien dice el título, tiene por protagonista a la familia entera y Ludwig sale mucho, pero sólo como uno más. Lo cual podría  ser motivo para cuestionar este libro en su conjunto, pues a quién puede caberle la menor duda de que si un investigador inglés escribe la historia de una riquísima familia vienesa de principios del siglo pasado, y que si esa historia se traduce ahora al castellano, se debe fundamentalmente a que uno de sus miembros, Ludwig, autor de un librito de apenas dos centenares de páginas, acabó siendo uno de los filósofos más prestigiosos y fructíferos del siglo xx. En cuyo caso, por qué tratarlo como uno más y por qué poner a los demás en plano de igualdad con quien de verdad dio fama a todos.

                Pero ahí, en su aparente limitación, radica también su mejor virtud. Los Wittgenstein eran tantos (el abuelo, Hermann Christian Wittgenstein tuvo once hijos, y el padre, Karl, otros nueve, el último de los cuales fue Ludwig, familiarmente conocido como "Lucki"); era todos tan ricos e influyentes, estaban tan bien relacionados en las altas esferas de la economía y la música, y (dicho esto de forma coloquial) estaban todos tan rematadamente desquiciados que sólo con seguirle detenidamente la pista a cada uno de ellos y sus circunstancias acaba saliendo la historia entera del Imperio Austrohúngaro  y con ella una panorámica muy variopinta de Viena y Europa antes de la Primera Guerra Mundial, es decir, en su último esplendor, y una visión terrible de las esperpénticas Viena y Europa después de la primera catástrofe universal y abocadas, irremisiblemente, al remate escenificado con motivo de la Segunda Guerra Mundial con Hitler, los nazis y toda aquella terrible parafernalia. Contra ese telón de fondo van naciendo, creciendo y muriendo los pobres ricos Wittgenstein, con sus suicidios, sus querellas personales y colectivas, sus manías y fantasmas  o sus respectivos desgraciados destinos. Y por qué será que siempre parecen más trágicos dichos destinos cuanto más ricos son quienes los padecen. Muy vistosa esa imagen casi al final, con Wittgenstein repartiendo entre sus hermanos su porción de la fabulosa fortuna paterna, todo para irse a ejercer de maestro en un paupérrimo pueblo de Austria del que hubo de salir a la carrera porque, en su afán por enseñarles alta matemática a aquellos pobres niños pueblerinos, muchas veces perdía los estribos y a uno le pegó hasta hacerle sangrar por los oídos mientras que a otro le hizo perder el sentido. Qué vidas.

 La familia Wittgenstein

Alexander Waugh

Lumen

 

 



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13 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Aeropuerto de Funchal

Tanto para el autor, que ofrece por cuarta vez una colección de relatos, como para mí, que parece como si llevase una indesmayable cruzada en favor del más despreciado de los géneros literarios, Aeropuerto de Funchal es la enésima prueba de la gran calidad literaria que se puede alcanzar mediante historias deslavazadas y sin ilación aparente. Porque no la hay:

                El libro arranca con la relación de la desgraciada historia de amor del mánager de una orquesta de bodas y fiestas mayores mientras regresan de una de sus calamitosas actuaciones a bordo de una furgo tan tronada como todos ellos. El segundo cuento transcurre en una finca de veraneo en vísperas de que al narrador se le acabe la infancia. Después viene la historia de un tipo al que le encanta colarse en bodas ajenas. Y el siguiente es la historia de una niña enferma cuya curación, y posterior recaída irreversible, está misteriosa e inquietantemente unida a la suerte de un perro. Sin tiempo de reponerse hay que seguir las andanzas de un tipo que extrae un curioso placer en ilusionar, y luego desilusionar amargamente, a toda clase de vendedores de enciclopedias a domicilio. También está el relato de la falsa y desgraciada celebración de unas bodas de oro, falsa porque los padres no suman los reglamentarios cincuenta años de casados y desgraciada porque el padre no sólo está desahuciado sino que los hijos van a elegir tan señalado día para ventilar todos los agravios sentimentales acumulados desde la infancia. Y tras la perversa peripecia de un supuesto equipo dedicado a descubrir futuras actrices pero que en realidad vive de engañar a pobres provincianas a fin de acumular un material que luego se vende en los circuitos del porno blando, llega el último, que da título al volumen y es lo que suele llamarse un broche de oro.

                Aunque por temática y tensión dramática (lo que los anglosajones definen como mood, refiriéndose al estado del alma en un momento determinado) no pueden ser más diferentes, las narraciones comparten al menos dos características. Una, de orden puramente técnico, que están contadas en primera persona, con la salvedad de que en un par de ocasiones no es así pero da lo mismo porque la voz narradora está tan cerca del sujeto de la acción que sólo lo adviertes si después de leer el libro repasas cada cuento para comprobar quién habla en realidad.  La impresión, mientras lees, es que sólo hay una voz narradora. El segundo rasgo común no pertenece al orden técnico sino al moral: esa voz narradora transmite siempre una admirable sensación de serenidad y certidumbre (y no creo que sea exagerado hacerlo extensible a toda la narrativa de Martínez Pisón). Obviamente, esa cualidad es absolutamente positiva a la hora de sellar el pacto entre narrador y oyente que fundamenta la historia de la literatura desde las primeras narraciones orales hasta el creciente protagonismo "creador" del ordenador.

                Es como cuando oyes a un maestro ebanista hablar sobre las cualidades de las diversas clases de madera y los tratamientos que requiere cada una de ellas. O como cuando Joseph Conrad habla de barcos y las cosas del mar. El receptor, oyente, lector o lo que sea capta de inmediato que el narrador sabe de lo que habla (un poco más arriba, al intentar definir la narrativa de Martínez de Pisón he hablado de "certidumbre")  y que no parece propenso a perder la cabeza ("serenidad", decía yo). De lo cual se deduce que es una voz narradora digna de confianza y que uno puede dedicarse a lo único que cabe hacer en estos casos, es decir, servirse una cervecita recién salida de la nevera, tener a mano el tabaco por si se apetece echarse un cigarro y apoltronarse en el sofá para disfrutar del cuento (o los cuentos) que le van a contar. Y si uno es mínimamente creativo puede que incluso disfrute del momento y sepa sacarle el máximo partido posible. ¿Qué la cosa va de aquella prima un poco mayor y que tantas cosas nos enseñó y tanto nos hizo sufrir en el umbral de la adolescencia? Adelante sin miedo. ¿Qué desde las primeras líneas se intuyen los negros nubarrones que se ciernen en el horizonte de esa niña enferma, y que nos va a tocar asistir a ese momento atroz que es la muerte de un hijo ante la desesperada impotencia de los padres? Qué se le va a hacer, aunque aquí se pone felizmente a prueba el mecanismo de la confianza: cabe la razonable certeza de que el narrador no va a aprovechar la circunstancia para montarse un circo lacrimógeno y en el que los payasos se esfuerzan en hacer reír pese a tener el corazón destrozado. Como decía de mis cualidades militares la cartilla que me dieron como todo premio después de perder lastimosamente el tiempo durante trece meses de mi vida en el glorioso ejército español, "Valor: se le supone". Pues eso: duro y adelante sin miedo porque, por mal que vayan las cosas, seguro que acaba imponiéndose  alguna de las cualidades que todavía redimen al género humano, como la dignidad ante la iniquidad, o la entereza ante la desgracia. Y así hasta el relato final, que da nombre al libro y que es un pequeño prodigio de sutileza y solidaridad ante la demoledora capacidad de lo cotidiano para dar tres vueltas seguidas a la tuerca sin que, aparentemente, haya ocurrido nada digno de mención.  Como quien no quiere la cosa. Pero a la vuelta de unas vacaciones en Funchal puede que ya nada vuelva a ser lo que era.

 

Aeropuerto de Funchal

Ignacio Martínez de Pisón

Seix Barral

 

 



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8 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El País de la Canela

La segunda entrega de la vasta trilogía que el colombiano William Ospina está dedicando a la conquista de Perú y el descubrimiento del Amazonas llega avalada por la obtención del premio de novela Rómulo Gallegos correspondiente a 2009.  

La Conquista de América fue una hazaña desmesurada, cruel y sanguinaria hasta límites inverosímiles, pero también asombrosa.  Por lo tanto  no es de extrañar que el relato de unos pocos episodios  le den al autor para llenar tres gruesos volúmenes.  A pesar de lo cual la acumulación de información es tan ingente que, en ocasiones, para no abrumar en demasía al lector , el autor se ve obligado a caer en un cierto esquematismo. El primer volumen se llamaba Ursúa en honor del expedicionario navarro que supuestamente debía hacerse con el dominio del Amazonas en nombre de la Corona española. Este segundo volumen se llama El País de la Canela porque era así como se conocía la zona peruana del Alto Amazonas y cuya exploración por parte de Gonzalo Pizarro y Orellana permitió que éste navegase por vez primera a todo lo largo de un fabuloso río hoy conocido como el Amazonas. Es de suponer que en el tercer volumen, La serpiente sin ojos, regresará al principio para culminar  el relato de aquella desgraciada expedición iniciada por Ursúa y terminada a su manera por Lope de Aguirre, también conocido como el Loco o el Traidor.

 

                El relato de todo ello corre a cargo de un narrador, posiblemente hijo de un moro converso y una amerindia al que su padre dejó por toda fortuna una mentira piadosa, pues para asegurarse de que no correría la suerte de los mestizos en América hizo creer a todos que la  madre fue española y cristiana. Pero advierto desde ya que eso de que "el relato corre a cargo de un narrador" no es un eufemismo sino una férrea decisión estilística que condiciona decisivamente la fabulación. Porque se trata de un narrador omnipresente, indesmayable y único, que ha tomado la palabra en la primera línea del tomo primero y que posiblemente no la suelte hasta finalizar el tono tercero. Él dice, conjetura, juzga, recuerda y se encarga de dar voz a todos los demás personajes. No hay diálogos. Ni cambios de puntos de vista. Ni tampoco cualquier otro de los muchos recursos que los novelistas han inventado en nombre de la amenidad, la pluralidad y hasta la contradicción en lo fabulado.  Conste sin embargo que  esto no es tanto una crítica como una descripción de lo que el lector va a encontrar. La decisión estilística es tan férrea que no cabe otra sino entregarse incondicionalmente a lo que el narrador tiene que contar. Y que no es poco. Al contrario. Es como un volcán de acontecimientos alucinados y alucinantes, encadenados por una suerte de fatalidad que es lo más parecido a un despeñadero socavado por el delirio, la avaricia y una crueldad exacerbada por un valor y una capacidad de sufrimiento sólo comparable a la capacidad de provocar sufrimiento en los demás.

                Pero hay una circunstancia narrativamente perversa que viene a introducir una dimensión inesperada. Al lector que no esté muy versado en la historia de la conquista de América le basta navegar un poco por Internet para quedar sucintamente informado de quienes fueron Pizarro, Ursúa, Orellana, López de Aguirre y sus respectivas hazañas y tropelías. Con lo  cual, si el lector quedaba  al principio un poco inerme ante la omnipotencia de la voz narradora, una vez lograda la información necesaria recupera sin saberlo la condición del niño que escucha un cuento. Pues como bien sabe todo aquel que haya contado cuentos a niños, a estos no les preocupan en absoluto la moral,  la verosimilitud o la justicia de lo que se les cuenta. Lo único que de verdad quieren es saber  cómo acaba el cuento, pues a partir de ahí ya no deben ocuparse de nada más salvo disfrutar de la narración. Lo cual en este caso es más necesario porque el autor está tratando de reproducir un larguísimo cuento que un personaje (el supuesto mestizo) le cuenta a otro (el infeliz Ursúa) y el narrador muchas veces se deja llevar por la pasión y no siempre respeta el orden cronológico  ni la sucesión lógica de los sucesos. Pero quien acepte esta regla de juego tendrá su recompensa porque, como ya he dicho, la historia es alucinante y alucinada y el lenguaje narrativo es de una gran calidad y potencia evocadora. Además, el autor parece haber llevado a cabo una larga labor de documentación y ello es algo que enriquece y dignifica un texto, poniéndolo muy lejos del mero ajuste de cuentas histórico.

 

El País de la Canela

William Ospina

La otra orilla

 



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29 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mil años de poesía europea

Lo primero que se dice en el Preámbulo es que Mil años de poesía europea es una antología dirigida a quienes no son lectores habituales de poesía. Por lo tanto el lector ideal es aquella  persona dotada de curiosidad literaria pero que sólo de  cuando en cuando se acerca a la poesía quizá porque - para cerrar el círculo - tampoco tiene a mano los libros que le permitirían hacerlo. Y que no son pocos. Contando libros de referencia,  recopilaciones (tipo Romancero general) y títulos individualizados de cada autor,  ese supuesto lector no especializado debería tener acumulados en su biblioteca en torno a un millar de libros sólo para satisfacer su curiosidad si acaso un día le diera `por averiguar a qué se debe tanta fama como todavía enaltece a la Chanson de Roland o cómo suena el tan alabado Georg Trakl.  Aparte de que, para estar a la par con la presente antología, debería tener guardadas asimismo obras de gente tan poco habitual incluso en bibliotecas cultas como Wyslawa Szymborska, Pierre Réverdy o Umberto Sabra. O qué decir de autores otrora tan venerados  como Ronsard, Ausiàs March o Michelle Marullo.

                Con sólo ojear con cierto detenimiento el índice se observa que al antólogo e impulsor de todo el proyecto, Francisco Rico, se le han planteado de antemano dos problemas que de hecho son comunes a toda antología. Puestos a seleccionar, el peor problema es decidir a quienes se deja fuera, pues justificar la presencia de este o aquél resulta relativamente sencillo. Sobre todo en comparación con las razones a esgrimir para explicar por qué prescindes de una determinada figura nacional y en cambio le das voz a otra, quizás menos conocida. El segundo problema, directamente ligado con el anterior,  es el del número  de poemas que seleccionas de cada seleccionado. Es de suponer que Francisco Rico y su colaboradora, Rosa Lentini, habrán puesto todo su interés y sabiduría a la hora de buscar lo mejor - o lo indispensable - de cada cual. Y si aún así esta antología ocupa casi 1.300 páginas, es fácil  imaginar lo que hubiera pasado caso de mantener un criterio algo laxo y haberse dejado llevar por el mero gusto personal.  Obviamente, a todo antólogo se le plantea la disyuntiva de incluir muchos autores, a costa de poner unos pocos poemas de cada uno, o endurecer los criterios de selección y en cambio ofrecer una muestra más lucida del quehacer poético de cada cual.

                A la hora de resolver uno y otro problema se ha recurrido a la mejor solución posible, es decir, basarse en la experiencia, la profesionalidad, la intuición y la vastísima cultura literaria de Francisco Rico, un hombre que a estas alturas de su prolongada carrera académica y divulgativa ha dado pruebas suficientes de su criterio y solvencia.  O dicho en otras palabras, que se trata de un trabajo profundamente personal y en el que priman los criterios creativos por encima de cualquier otro. Y ello se deja ver de inmediato en el orden elegido para la presentación del material seleccionado. Aunque hay un respeto histórico evidente, la intención última es mostrar la evolución del lenguaje poético  desde sus inicios (esas tan deliciosas como asombrosas "Canciones de mujer" de los siglos XI y XII)  hasta la actualidad. Y aunque las técnicas de uno y otro  no tengan nada que ver, como lector no he podido dejar de recordar  (y correr a repasarlo una vez más) ese prodigio de la creación literaria que es Mímesis, de Erich Auerbach, y cuya lectura recomiendo de inmediato a toda persona mínimamente interesada en la literatura y que tenga la suerte de no haberlo leído aún. Si en el caso de Auerbach el objeto de su  investigación era la imitación de la realidad por parte del narrador (una fascinante pesquisa  que empieza con Homero y termina con Wirginia Woolf y compañía) en la obra de Rico lo que se puede seguir casi paso a paso es la capacidad expresiva de la poesía, y que vendría a dar la razón a Octavio Paz cuando concibe ésta como "palabra en el tiempo" , es decir,  una voz que resuena siempre, igual a sí misma y reconocible con independencia de cuándo fue lanzada al viento. O es que acaso no resulta perfectamente reconocible este  quebranto:

 

Que te quites de mi puerta,                        que  mejor me viera muerta.

Triste, el día que te amé.

                Que te quites de mi puerta        y que vayas por tu vía,

Que por ti estaría muerta                         y no lo lamentarías,

Vete, mozo, que te vayas,                          hazme esta cortesía,

Vete para no volver.

 

Que en este caso la voz corresponda a una mujer cuyo amor fue agraviado quizás en el siglo XII carece de importancia frente a la capacidad expresiva del decir poético. Y de eso van estos Mil años de poesía europea.

 

Mil años de poesía europea

Francisco Rico

Backlist

 

 



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15 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Papeles inesperados

Lo dice el propio título y lo han reiterado todos cuantos han reseñado la aparición de este "último" libro de Cortázar, Papeles inesperados: se trata de una recopilación de textos, por lo general cortos, y que por unas razones u otras no vieron la luz en su día, bien porque no se consideró necesario difundirlos  o bien se publicación en lugares hoy  imposibles de encontrar  para el lector medio.  Como por ejemplo los fondos documentales de las universidades de Texas y Princeton.

                De forma totalmente casual, es decir, sin que haya mediado intencionalidad alguna, la lectura de Cortázar se me ha solapado con la del también "último" libro de Ernst Jünger, Venganza tardía (último en sentido de que hace el número treinta  de los publicados por Tusquets Editores). Lleva como subtítulo "Tres caminos a la escuela" y se trata de un relato autobiográfico y muy simbólico en que los sucesivos caminos desde la infancia se ven decisivamente condicionados por la ominosa silueta de la institución docente que aguarda al final de cada uno de esos caminos.

                Quizás porque justamente por ni  estos dos escritores ni sus escrituras tienen nada que ver y resulta del todo ocioso cualquier intento de comparación, resulta más fácil de detectar  las diferentes lecturas que hace uno mismo de cada uno de  ellos.  En Jünger el lector va pasando de una página a otra con una creciente expectativa de trascendencia.   Libros como Tempestades de acero, Sobre los acantilados de mármol, Eumeswil, Sobre el dolor o El trabajador  son unos constructos lógicos que van desvelando desde una perspectiva fundamentalmente literaria una realidad que trasciende la realidad desde la que se partía. En cierto modo son capítulos sueltos de un gigantesco Viaje el centro de la Tierra, que Jünger, pero dentro de la tradición germana también los Hölderlin, Goethe, Rilke o Mann, llevan tratando de escribir entre todos desde antes de la invención de la escritura y que, si algún día (por fin) se completara, sería como un desvelamiento del sustrato último que da fundamento  este mundo en el que todos hemos venido a caer. Y conste que si hablo de Jünger y compañía es porque la casualidad ha puesto un libro suyo en mis manos, pero lo mismo diría si el regalo hubiesen sido Montaigne, Quevedo, Shakespeare o Melville o sabe Dios quién.

                Pero insisto en que no estoy plateando una comparación. Ni siquiera se trata de establecer un  ranking de calidad, o de profundidad en lo escrito. Sólo hablo de la muy diferente actitud que adopta el lector cuando se acomoda en un su butaca de lectura favorita y abre un libro de Cortázar, ya seas éste o cualquiera de los anteriores. La vía de aproximación elegida por Cortázar para dar respuestas a las grandes preguntas  que se nos plantean a todos ( sin ir más lejos: "¿qué hace un cronopio como yo en un mundo de famas y esperanzas como este") es  diametralmente opuesta a la de cualquiera de los autores antes mencionados. La prosa de Cortázar es la de un hombre culto y comprometido pero  que renuncia al tremendismo (en este caso, evitar el tomarse las cosas demasiado a la tremenda) y elige la vía de la bonhomie. De ahí una prosa diáfana, amistosa y transparente. E inequívocamente simpática. Eso es. Gozosamente simpática. Es  uno de esos escritores  poseedores de  un don impagable para la narración y que se atreven con todo sin necesidad de cambiar de registro.  Y que de cuando en cuando, casi al desgaire, o como quien no quiere la cosa, suelta un trallazo deslumbrante e iluminador como un relámpago. Intenso pero breve, pues casi a continuación suele aparecer un cronopio por ahí que nos devuelve al surrealismo cotidiano. Y me refiero, hablando de rayos deslumbradores, a las razones que da para explicar qué es a su entender un maestro. O por qué, nada más llegar a un país, lo primero que hace es ir a lustrarse los zapatos. Y todavía más luminoso, y siempre como al desgaire, cuando propone una forma de entender el misterioso un coup de dés jamais ne  abolirá le hasard.

                O sea: es cierto que se trata de una operación de rescate. Si Cortázar no hubiese publicado cosas como Rayuela y tantos otros textos, difícilmente habría logrado suscitar tanto revuelo como ha conseguido con estos Papeles inesperados.  Sin embargo es Cortázar en estado puro y aunque hay mucha página intranscendente, de cuando en cuando surgen verdaderas joyas  que provocan una sensación al mismo tiempo de deslumbramiento y pesar, justamente por su brevedad.

 

Papeles inesperados
Julio Cortázar
Alfaguara
 



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8 de junio de 2009
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