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Aeropuerto de Funchal

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Tanto para el autor, que ofrece por cuarta vez una colección de relatos, como para mí, que parece como si llevase una indesmayable cruzada en favor del más despreciado de los géneros literarios, Aeropuerto de Funchal es la enésima prueba de la gran calidad literaria que se puede alcanzar mediante historias deslavazadas y sin ilación aparente. Porque no la hay:

                El libro arranca con la relación de la desgraciada historia de amor del mánager de una orquesta de bodas y fiestas mayores mientras regresan de una de sus calamitosas actuaciones a bordo de una furgo tan tronada como todos ellos. El segundo cuento transcurre en una finca de veraneo en vísperas de que al narrador se le acabe la infancia. Después viene la historia de un tipo al que le encanta colarse en bodas ajenas. Y el siguiente es la historia de una niña enferma cuya curación, y posterior recaída irreversible, está misteriosa e inquietantemente unida a la suerte de un perro. Sin tiempo de reponerse hay que seguir las andanzas de un tipo que extrae un curioso placer en ilusionar, y luego desilusionar amargamente, a toda clase de vendedores de enciclopedias a domicilio. También está el relato de la falsa y desgraciada celebración de unas bodas de oro, falsa porque los padres no suman los reglamentarios cincuenta años de casados y desgraciada porque el padre no sólo está desahuciado sino que los hijos van a elegir tan señalado día para ventilar todos los agravios sentimentales acumulados desde la infancia. Y tras la perversa peripecia de un supuesto equipo dedicado a descubrir futuras actrices pero que en realidad vive de engañar a pobres provincianas a fin de acumular un material que luego se vende en los circuitos del porno blando, llega el último, que da título al volumen y es lo que suele llamarse un broche de oro.

                Aunque por temática y tensión dramática (lo que los anglosajones definen como mood, refiriéndose al estado del alma en un momento determinado) no pueden ser más diferentes, las narraciones comparten al menos dos características. Una, de orden puramente técnico, que están contadas en primera persona, con la salvedad de que en un par de ocasiones no es así pero da lo mismo porque la voz narradora está tan cerca del sujeto de la acción que sólo lo adviertes si después de leer el libro repasas cada cuento para comprobar quién habla en realidad.  La impresión, mientras lees, es que sólo hay una voz narradora. El segundo rasgo común no pertenece al orden técnico sino al moral: esa voz narradora transmite siempre una admirable sensación de serenidad y certidumbre (y no creo que sea exagerado hacerlo extensible a toda la narrativa de Martínez Pisón). Obviamente, esa cualidad es absolutamente positiva a la hora de sellar el pacto entre narrador y oyente que fundamenta la historia de la literatura desde las primeras narraciones orales hasta el creciente protagonismo "creador" del ordenador.

                Es como cuando oyes a un maestro ebanista hablar sobre las cualidades de las diversas clases de madera y los tratamientos que requiere cada una de ellas. O como cuando Joseph Conrad habla de barcos y las cosas del mar. El receptor, oyente, lector o lo que sea capta de inmediato que el narrador sabe de lo que habla (un poco más arriba, al intentar definir la narrativa de Martínez de Pisón he hablado de "certidumbre")  y que no parece propenso a perder la cabeza ("serenidad", decía yo). De lo cual se deduce que es una voz narradora digna de confianza y que uno puede dedicarse a lo único que cabe hacer en estos casos, es decir, servirse una cervecita recién salida de la nevera, tener a mano el tabaco por si se apetece echarse un cigarro y apoltronarse en el sofá para disfrutar del cuento (o los cuentos) que le van a contar. Y si uno es mínimamente creativo puede que incluso disfrute del momento y sepa sacarle el máximo partido posible. ¿Qué la cosa va de aquella prima un poco mayor y que tantas cosas nos enseñó y tanto nos hizo sufrir en el umbral de la adolescencia? Adelante sin miedo. ¿Qué desde las primeras líneas se intuyen los negros nubarrones que se ciernen en el horizonte de esa niña enferma, y que nos va a tocar asistir a ese momento atroz que es la muerte de un hijo ante la desesperada impotencia de los padres? Qué se le va a hacer, aunque aquí se pone felizmente a prueba el mecanismo de la confianza: cabe la razonable certeza de que el narrador no va a aprovechar la circunstancia para montarse un circo lacrimógeno y en el que los payasos se esfuerzan en hacer reír pese a tener el corazón destrozado. Como decía de mis cualidades militares la cartilla que me dieron como todo premio después de perder lastimosamente el tiempo durante trece meses de mi vida en el glorioso ejército español, "Valor: se le supone". Pues eso: duro y adelante sin miedo porque, por mal que vayan las cosas, seguro que acaba imponiéndose  alguna de las cualidades que todavía redimen al género humano, como la dignidad ante la iniquidad, o la entereza ante la desgracia. Y así hasta el relato final, que da nombre al libro y que es un pequeño prodigio de sutileza y solidaridad ante la demoledora capacidad de lo cotidiano para dar tres vueltas seguidas a la tuerca sin que, aparentemente, haya ocurrido nada digno de mención.  Como quien no quiere la cosa. Pero a la vuelta de unas vacaciones en Funchal puede que ya nada vuelva a ser lo que era.

 

Aeropuerto de Funchal

Ignacio Martínez de Pisón

Seix Barral

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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