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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Poesía cortesana (Siglo XV)

Que la poesía se ha convertido en una actividad vocacional y casi clandestina es un hecho, por desgracia, largamente probado. Resulta curioso ver a los poetas jóvenes de provincias acudir a la conferencia magistral o cualquier otro acto social oficiado por un Maestro.  Por lo general se camuflan en las últimas filas o incluso aguardan fuera a que terminen los aplausos y los parabienes. Y entonces, en un discreto aparte, proceden a un intenso intercambio de libritos de poemas casi clandestinos, algunos impresos a costa del propio autor. Buen conocedor del ritual, el Maestro nunca sale de viaje sin echarse al bolsillo un puñado de sus propios libritos que entrega a cambio de los que le aportan los jóvenes vates. Un saludo cariñoso por parte del Maestro, y no digamos un elogio público a costa de algún librito anterior, son como un espaldarazo para el poeta novel, que ve de pronto aumentar su prestigio y autoridad ante sus pares. Lo vi hace años con Jaime Gil de Biedma y Gabriel  Ferraté, y lo he visto después con Pere Gimferrer y Félix de Azúa. El prestigioso poeta te abraza y felicita públicamente. Que más puedes pedirle a la vida, pues si lo que esperabas eran piscinas y mujeres de lujo está claro que te has equivocado de oficio. O de época.

                Y si esto describe con más o menos justeza la situación de la Poesía contemporánea, pedir a un lector normal y corriente que preste la atención debida a un libro como este, dedicado a la poesía cortesana del siglo XV encarnada por los Manrique suena como a desatinada prédica en el desierto. Con el agravante, sea dicho a favor de quienes se muestren reticentes a embarcarse en semejante aventura, de que hasta cierto punto tienen razón.

                El tiempo, ese mismo tiempo frente al que tan altivamente despectivo se mostraba el propio Jorge Manrique, es inmisericorde en su labor destructiva. El autor de la antología, Vicenç  Beltrán,  ha realizado un notable esfuerzo  a favor de la comprensión y para ello ha actualizado  las formas fonéticas, morfológicas y léxicas propias de la época y que tanto fatigan al lector actual.

                El resultado es un lenguaje diáfano y que se lee sin la menor dificultad. A pesar de lo cual ningún antólogo/adaptador puede (pues cómo podría) reconstruir en su totalidad el ámbito de significación que multiplicaba el sentido último de una poesía, y que para los contemporáneos era evidentísimo. El propio Vicenç  Beltrán afirma que, si fuera posible recrear  el aparato crítico adecuado, a partir del poemario de Gómez Manrique se podría trazar no sólo la trayectoria biográfica de su autor sino un análisis de la situación política y el devenir histórico de su época. Pero el ejemplo más claro quizá sea el de las "Coplas" de Jorge Manrique, sobrino del anterior e hijo de don Rodrigo Manrique, gran señor y  comendador de la Orden de Calatrava. Sus lectores de entonces, gente conocedora de los vericuetos de la poesía de la época,  supieron ver los mismos valores literarios, morales y místicos que todavía impresionan al lector actual. Y por descontado que también ellos debieron de estremecerse ante la idea de que tanto los señoríos como los ríos iban camino de  ese  mar que es el morir, "derechos a se acabar e consumir".

                La gran diferencia entre ellos y los lectores actuales estriba que en su momento todo el mundo sabía que esas coplas tan sentidas y honestas eran además un manifiesto político de manifiesta intención,  pues a raíz de la muerte de su destinatario la familia Manrique estaba pasando serías dificultades y tenía gravemente comprometidas su ascendencia política y su patrimonio. Resaltar la fidelidad a la Corona del fallecido,  recordar (con la debida humildad, eso sí) los grandes servicios prestados  a los futuros Reyes Católicos y poner de manifiesto las persecuciones que por ello había sufrido el finado era una forma de reivindicar su propia causa y de poner de manifiesto al servicio de quién estaban  su fidelidad y su espada. 

                Que Jorge Manrique muriese con las armas en la mano durante una escaramuza librada en 1479 a favor de Isabel la Católica fue otra de las muchas ironías de la tan maldecida fortuna. En primer lugar porque no le dio tiempo de sacar rédito alguno a sus afanes bélicos y en segundo lugar porque, muerto sin haber cumplido los cuarenta años de edad, no llegó ni a sospechar que la tan despreciada fama (¿qué se hizo del rey don Juan?/ los infantes de Aragón,/¿qué se hicieron? ) le iba a deparar el rarísimo honor de que, quinientos años después, cualquier persona medianamente culta puede recitar de memoria el arranque de las "Coplas" y al menos unos cuantos versos dispersos.

                Pero  si antes se ha utilizado el término "aventura" para describir el acto de leer (leer a los Manrique desde luego, pero es una práctica que debería generalizarse a cualquier lectura, incluida la de los periódicos) es porque  actualmente se puede leer con el libro en una mano  y la otra sobre el teclado del ordenador. Cualquier cosa que ponga un libro, por rara que sea, basta encomendarse a San Google para que la duda te sea disipada, y con un poco de suerte enriquecida con unas cuantas posibilidades más que puedes satisfacer allí mismo. O dicho en otras palabras, que quien no se enriquezca leyendo a los poetas amorosos del siglo XV es porque no tiene curiosidad, ni ganas de crecer, ni el conocimiento necesario para beneficiarse de tantas otras ventajas como ofrece el pertenecer a una cultura rica y plagada de grandes hombres el pasado.

 

Poesía cortesana (Siglo XV)
Rodrigo, Gómez y Jorge Manrique
Biblioteca Castro
 



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1 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Faulkner y Nabokov: dos maestros

A simple vista, o a ojos de maltratador, Faulkner y Nabokov: dos maestros, puede parecer un simple aprovechamiento de textos sacados de aquí y de allá para ofrecerlos en un volumen de bolsillo a ver qué pasa. Quede claro sin embargo que Javier Marías en ningún momento trata de ocultar de qué va el libro y tanto en la contraportada como en las páginas interiores hay toda clase de datos acerca de fechas, lugares de publicación y circunstancias que rodearon la redacción de los diferentes textos. O sea que el lector sabe a qué atenerse tanto si decide pasar por caja o abstenerse.

                Pero el primero, el que pese a todo decida comprar, habrá de estar al menos de acuerdo en una cosa: parece mentira que en un librito como este quepan tantas cuestiones más o menos relacionadas con la literatura y que bien podrían ser motivo cada una de ellas de un libro más extenso. En Vidas contadas Javier Marías ya dejó claro lo que se puede hacer con las vidas de los escritores. Y tiene mérito porque salvo excepciones (por ejemplo aquél  que por vocación o destino resulta imposible distinguir entre vida y obra)  el escritor suele ser un tipo más bien aburrido. Sólo Dios sabe la de horas que hay que meterle a una novela para que quede medianamente bien escrita, o sea que imagina esos que han escrito veinte o cincuenta, sin contar además sus poemas, biografías, ensayos y demás.

                Lo que pasa es que, aun así, sus lectores dan por descontado que unos tipos capaces de escribir El ruido y la furia, o Ada, tienen  por fuerza que ser interesantes y que poseen unos valores ocultos pero dignos de conocer. De ahí que se resistan a aceptar que, en tanto que ciudadanos,  este o aquél  sólo fueron unos seres grises y sin el menor interés, o que sólo eran capaces de poner un poco de pasión en su discurso si se hablaba de dinero.  Queda por tanto a cargo del biógrafo hablar de ellos de tal forma que sin adornarlos inmerecidamente, expliquen en cambio cómo es posible, en los casos que ahora nos ocupan,  que Faulkner escribiera lo que escribió. O cómo se entiende que Nabokov, un ruso recién llegado y que no conocía ni el país ni la lengua, fuese capaz de enriquecer extraordinariamente el inglés y de paso inventarse la América de los moteles y las carreteras, todavía hoy uno de los iconos más recurrentes en la literatura y el cine estadounidenses.

                Otro tanto cabría decir de la todavía hoy enconada discusión entre poesía y prosa. Tanto Faulkner como Nabokov podrían ser públicamente expuestos como ejemplos de la diferencia que hay entre el decir (poético) y el contar (narrativo). El lector tiene aquí ocasión de juzgar si Faulkner era, como él mismo decía, "un poeta fracasado", o si la vieja distinción entre poesía y prosa tiene matices que se resisten a ser despachados sin antes echar una segunda ojeada a estrofas como ésa en la que Faulkner encomienda a las golondrinas la tarea de vaciar los días azules y soñolientos posteriores a la muerte de una cortesana pese a su juego sutil... (A ver un momento: una cortesana que ha muerto pese a su juego sutil, sí, con puntos suspensivos y todo, pero de inmediato pasamos a que la primavera vendrá y habremos de alegrarnos. ¿Pero qué pasa con la cortesana sutil? Ni una palabra más, salvo que "queda en el aire una vieja aflicción, acre como el humo de madera en el aire". Vaya con la poesía. O con los narradores que escriben poseía. O con los lectores que se quedan enganchados con la cortesana de juego sutil... y quisieran saber algo más al respecto). Y ya que sale, cómo asegurar que Nabokov exageraba al ver poesía en determinadas jugadas de ajedrez, refiriéndose quizás a ese trazo que dibuja la mano sobre el tablero al ejecutar un mate y que, caso de reseguirlo con un trazador, a lo mejor resulta que, en efecto, ha dibujado un haiku.  O un caligrama. Y ya que sale, también, qué decir del viejo y espinoso tema de la traducción, sobre todo al poner en castellano la obra de Nabokov, capaz de traducirse a sí mismo del ruso al inglés y luego, con la vana intención de que Lolita se leyese en Rusia, capaz de traducirse a si mismo del inglés al ruso.  Ambos, Faulkner y  Nabokov, fueron tachados en su día de ser unos viejos cascarrabias, egoístas y solitarios. Y sin embargo, como deja claro Rodríguez Rivero en su peregrinar a Yoknapatawpha, Faulkner demostró que es posible crear un ámbito de significación en  el que todavía viven sus personajes, ahora que el tiempo ha borrado casi todos los vestigios que permitían reconocerlos fuera de las páginas escritas. Faulkner a duras penas recorrió físicamente las treinta millas que separan su pueblo natal, New Albany, del Oxford donde eligió vivir (espiritualmente) toda su vida y escribir su obra. Nabokov por su parte nació en San Petesburgo y luego se pasó la vida entre Alemania, Estados Unidos y Suiza.  Pero su obra no es una memoria doliente ni una autoafirmación sobre lo que puso haber sido su vida y no fue. Y por descontado que el libro no da respuesta a estas y otras cuestiones como éstas, pero las va planteando una tras otra, como si de una incitación a la lectura se tratara.

 

Faulkner y Nabokov: dos maestros

Javier Marías

Debolsillo

 

 

 



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25 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Noche sobre noche

Se trata de una colección de cuentos, doce en concreto, que al menos en apariencia no presentan ardides ni buscan paliativos. Quiero decir que no tienen una temática común subyacente, ni un estado de ánimo único o un propósito que permita considerarlos un ciclo, ni tampoco sospechar la existencia de un metalenguaje unificador o cualquier otra argucia destinada a esconder lo que son, o sea, una colección de narraciones cortas que empiezan y terminan en sí mismas y cuyo ritmo, estilo y longitud  se adaptan en cada caso a las necesidades que impone lo narrado, razón por lo cual se trata de unos relatos perfectamente tradicionales y ajustados a las leyes del género.

                Unos cuantos de ellos tienen por escenario la Europa antes llamada del Este y ocurren justo antes o después de la caída del comunismo, aunque  los hay ambientados en Barcelona u otros lugares cuya identificación carece de importancia. Por lo general están escritos en tercera persona, pero la persona del escritor está siempre presente por si es preciso echar una mano si la trama se enreda en exceso o si conviene dar un salto temporal y espacial. No he realizado un recuento minucioso pero la impresión que queda después de la lectura es que los personajes son estrafalarios, desesperados, cómicos dentro de su trágica existencia y perfectamente cercanos y reconocibles. Ello a pesar de que el autor no hace el menor esfuerzo para que parezca que está haciendo el retrato de una época o una galería de singularidades.

Y en cuanto a los relatos en sí, los hay profundamente cómicos, como el de los dos descerebrados que se valen (sin permiso) de la casa de los padres de uno de ellos para montar una granja cinegética clandestina y en la que pretenden cazar osos. Hay relatos de evocación, como "El chino de la foto", en el que a partir de una foto de clase surge el retrato de una generación y un montón de historias minimalistas, más adivinadas que descritas.  Pero tampoco falta eso que antes se llamaba "experimental", y me refiero al último relato, el que da nombre a la colección, "Noche sobre noche" y que puede ser considerado así porque el autor se vale reiterativamente de un recurso técnico para agilizar un relato en primera persona que en realidad lo está contado una voz interpuesta y no identificada.

                A todas estas creo que ya va siendo hora de dejar claro que se trata de unos relatos  muy bien escritos y que ponen de manifiesto dos circunstancias: una, que haciendo camino a su aire, es decir, sin estridencias ni golpes de efecto, Ignacio Vidal-Folch se ha convertido en un escritor sólido y eficaz, irónico y capaz de manejarse con soltura en toda clase de situaciones y con técnicas muy dispares.

                La otra circunstancia que pone de manifiesto la calidad de Noche sobre noche es la gran  y generalizada equivocación que entre todos hemos provocado en torno a los relatos. Los editores no quieren ni oír hablar de ellos porque, aseguran, no se venden. Los escritores evitan escribir cuentos y cuando les sale uno que no está mal prefieren alargarlo como sea hasta convertirlo en una novela. Dada la rutina que impera en los despachos de tantas editoriales, un relato artificialmente estirado y repleto de parches y remiendos tiene más probabilidades de colar como "novela" que si lo despojas de los añadidos y lo llamas "cuento".  En cuyo caso, si los editores no publican cuentos porque no se venden y los escritores no los escriben porque luego cuesta Dios y ayuda  colocarlos, el resultado es que entre unos y otros hemos logrado que el género esté justamente desprestigiado y en plan cenicienta, por lo cual los lectores - que no siempre son tan incurablemente imbéciles como se piensa - sueltan de inmediato el ejemplar que están hojeando en la librería así que ven la palabra "cuentos".  Y cuánto se equivocan, unos y otros, pues sólo se necesita echar una ojeada a las librerías anglosajonas para comprender lo que es un género saludable y en plena expansión. Y si alguien cree que las librerías anglosajonas le caen a desmano, puede probar a leer Noche sobre noche. Y a ver qué pasa.

 

Noche sobre noche
Ignacio Vidal-Folch
Destino

 

 



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18 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Guía para sobrevivir a una isla

Preguntarse acerca de la realidad de lo real es una práctica saludable pese a que no ofrezca garantías de utilidad.  Es más. Según se van cumpliendo años cada vez se acentúa más la sospecha de que estás en vísperas del apagón definitivo y sigues sin estar seguro de nada, pues nada te asegura que lo vivido hasta ese momento se corresponda mínimamente con la realidad, o que ésta no sea sino un interminable juego de espejos o un (macabro) baile de disfraces. El más ilustre predecesor en la mala sospecha sobre la realidad fue Platón, y Zarkadakis lo pone como aval de su propia desconfianza: "Todas las cosas que percibimos son sombras de la verdad, proyectadas sobre la pared de una cueva en la que estamos retenidos, prisioneros de nuestra ignorancia. La verdad existe únicamente en el mundo de las ideas perfectas".

Esta cita le es oportunamente recordada a un hombre al que le han detectado un tumor cerebral que está creciendo inmoderadamente, lo cual impone una extirpación urgente. El neurólogo partidario de tan contundente actuación está seguro de la necesidad de la misma, pero no tanto de sus consecuencias. Lo más probable, le dice al paciente, es que se produzca un antes y un después, y que de la mesa de operaciones surja un ser nuevo, ajeno a lo que fue y necesitado de empezar desde cero.

A todas estas el enfermo, Alexander Eleftheriou, hace meses que tiene crecientes problemas con la realidad, pues no en vano lleva meses con el enemigo anidado en el cerebro y haciéndole toda clase de perrerías. Por ejemplo, no dejarle verse reflejado en el espejo, aunque se las hace peores: esa misma mañana Alexander ha salido de su apartamento con intención de pasarse por el periódico para el que trabaja y, una vez arregladas sus cosas allí, seguir viaje hasta el hospital donde ya le aguarda el cirujano empuñando el bisturí. Pero nada más salir de casa ha advertido una agitación inusual y al preguntar es informado de que acaba de ocurrir un atentado y que le han disparado a alguien un tiro en la cabeza.

Alexander prosigue con el programa previsto. Va al periódico y después se desplaza hacia el hospital, aunque como tiene tiempo visita el museo Benaki (magnífica la descripción del joven de los cabellos ensortijados y que probablemente oliesen a mirra dos mil años atrás) y luego una librería regentada por un tío suyo. Sin embargo, la avalancha de informaciones que surge de esa fantástica librería (fantástica tanto en el sentido admirativo de la palabra como en el de maravillosamente irreal) ya no toma desprevenido al lector porque para entonces ya ha caído en la cuenta de que están pasando cosas raras y que éstas, las cosas que pasan, no son nunca lo que parecen que son. El atentado, sin ir más lejos, no lo ha sufrido un joven ruso, o quizás albanés, sino que la víctima es el propio Alexander, que yace en el lecho del hospital, unas veces por el balazo en la cabeza y otras, al parecer, por la operación que le ha sido practicada. Por si fuera poco la acción se complica debido a la aparición de personajes desaparecidos (la bella y misteriosa Mina) o nuevos, como  el taxista proxeneta de menores, el Chico de las Pizzas, el Grandullón y la Grandullona o el Guerrero Bushido, todos los cuales parecen como surgidos de un sueño por más que actúen con gran realismo.

Zarkadakis es un hombre culto y habla con solvencia sobre filosofía, física, neurología o cualquier otra cosa que se le pase por la cabeza, aparte de que se desenvuelve bien con la técnica del thriller y hace unas estupendas descripciones eróticas trufadas de sabias observaciones sobre los hombres, las mujeres (guapas) y el sexo (gozoso).

Pero su técnica, con ser impecable, tiene el inconveniente de dificultar parcialmente la vieja alianza o identificación del lector con el personaje que encarna la agonía. A la que el lector descubre que todas sus primeras conjeturas se revelan radicalmente inciertas (la acción va siempre varios cuerpos por delante de sus suposiciones) él mismo se provoca una reacción de retraimiento: antes que volver a equivocarse, prefiere quedarse en espectador a la espera de una nueva, y por lo general sorprendente, vuelta de tuerca. Como si dijéramos, el narrador se guarda para sí las claves últimas que justifican todo el tinglado, pero a costa de distanciar al lector. En el esquema tradicional, el lector era el punto de vista último y el verdadero motivo u objetivo de la narración, y el narrador tenía buen cuidado de invitarlo a participar en el juego. Es lo que hacen todavía los escritores anglosajones de novelas de crímenes y viejecitas y mayordomos sospechosísimos. Tampoco es que esta cierta exclusión de la que hablo invalide el gigantesco despliegue de imaginación realizado por Zarkadakis para enseñar a sobrevivir a una isla. Pero justamente  porque es un juego muy divertido, y estimulante, da una cierta rabia no poder jugar más, no ser un confidente privilegiado o que no te hagan partícipe de esas cuatro o cinco cosillas que te permitirían ver el todo sin desactivar lo que de deslumbrante o temeroso encierre cada una de las partes.

 

Guía para sobrevivir a una isla

George Zarkadakis

Ediciones B

 

 



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11 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El espíritu áspero

El lector que entre en contacto por vez primera con la narrativa de Gonzalo Hidalgo a través de su última novela, El espíritu áspero, debe prepararse a recibir una avalancha de signos -nombres de personas, de poblaciones y de montes, ríos o acontecimientos - que parecen puestos ahí para impedir deliberadamente cualquier referencia concreta con la llamada realidad.  No es en absoluto una narrativa compleja, ni conceptual ni técnicamente hablando. Al contrario: don Gumersindo, un viejo y respetado profesor que ha gastado los mejores años de su vida dando clases en el instituto de Murania se jubila y sus compañeros de claustro y las autoridades locales le dedican un acto de homenaje y despedida en el Salón Murtes del Hotel Valdeflor. Además de obsequiarle con la canónica estilográfica, autoridades y compañeros deciden que uno de ellos -justamente el narrador - reúna material para hacer un libro en que guarde memoria de los muchos años de labor pedagógica llevada a cabo por el viejo profesor. El cual aprovechará la estilográfica y sus últimos años de vida para escribir en papel de exámenes una sucinta biografía que con el tiempo, y todavía en vida del professor, irá a parar a las manos del narrador-compilador-biógrafo, quien decidirá incluir ese material en el libro homenaje que le ha sido encargado.

                Si este arranque es un clásico, también lo es el desarrollo elegido para llevar a cabo la semblanza de aquel muchacho que pasó los primeros años de su vida en Casas del Juglar, bajo la paternal pero exigente tutela de don Bonifacio, el cura, y don Ananías, el maestro. Cuando, culminados los años de su primera infancia en el pueblo le llegue la hora de ir interno a un colegio de la capital, Murania, los dos mentores le esperarán al regreso de las vacaciones para averiguar sus progresos y reforzar sus conocimientos allí donde en el colegio no sean lo suficiente generosos, por ejemplo en lo referente a la gramática y las literaturas griega y latina. Por descontado que dicho colegio no es de jesuitas, dominicos o de los hermanos de Lasalle, como le ocurre a todo el mundo: allí los docentes son hervacianos. Y por la misma razón cuando termine sus años de bachiller y deba ir a Madrid, no va a una residencia de estudiantes normal sino a un lugar llamado Unión Universitaria Universal, donde completará su formación para la vida en las asignaturas académicas al uso y también las de fuera de programa, es decir, nociones básicas acerca de la amistad, la bebida, las mujeres, el sexo y demás.

Tras unos años en Madrid, Sindo, como le llaman los amigos, se instala de nuevo en Murania para emprender su larga y después muy respetada trayectoria docente. Si de niño sus compañeros de correrías fueron Nicéforo y Teófilo, y aquellas  tuvieron como escenario los ríos Jayón o Murtes, o las poblaciones de Portazgo de Murania y Andarón, ahora como profesor sus referencias con el mundo exterior son los alumnos, por ejemplo la bella Minerva Cabañuelos, o Valentín Valiente Ruíz, mejor conocido como Mente Cato y  líder del conjunto musical más moderno de Murania. El relato de esas sucesivas etapas se presenta moderadamente alterado, en el sentido de que hay continuos saltos de tiempo y escenario pero que el lector puede ordenar sin mayores problemas mientras lee.

Ocurre sin embargo que ese doble aparato técnico - relato acompasado de muchas vidas estructuradas por la peripecia del personaje principal,  y un sistema de signos deliberadamente opacos para evitar referentes inmediatos - es una de las características más acusadas de la narrativa de Gonzalo Hidalgo. Y el lector ya veterano reconocerá de inmediato tanto los nombres como los accidentes geográficos que configuran una región imaginada cuya capital es Murania. Y lo mismo con los personajes, pues ese Lucas Cálamo que en El espíritu Áspero le proporciona el manuscrito de don Gumersindo al narrador, ya cumplía un papel muy similar en Mísera fue, señora, la osadía (1988), de la misma forma que personajes secundarios de ésta novela luego cobrarán protagonismo en El cerco oblicuo (1993). Es decir que Gonzalo Hidalgo lleva media vida construyendo un paisaje imaginario en el que hasta las batallas, como se ve en el espléndido pasaje de la invención de la batalla de Múrida, de 1044,  son fruto de la creación.

Otra característica de la narrativa de Gonzalo Hidalgo es un humor que no se limita a la descripción de escenas chuscas (que las hay a docenas) o a la (elegante) manera de contarlas. Lo que más trasluce, y más se agradece, son unas infinitas ganas de jugar con el lenguaje. A  veces son simples malabarismos de puro artificio ("...el propio Gumersindo detesta como tal por cerro y por cencerro, por hucho y avechucho, por ripio y por repipio..."(p.21).  Pero a veces es un juego divertido y magistral que empieza con la burla a costa de un alumno (o alumna, pues en este caso se trata de Minerva Cabañuelas) y termina con una imaginativa lección sobre Grecia y Roma y las artimañas del lenguaje. Incluso el título es engañoso, pues el espíritu áspero al que hace referencia el título no se refiere a don Gumersindo (que es un hombre encantador) sino a una cuestión del sistema politónico de la gramática griega.  Ya ves.

 

El espíritu áspero

Gonzalo Hidalgo Bayal

Tusquets Editores



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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La caída de Troya

Andar media vida enredando con libros -ya sea como lector, buscador de rarezas, coleccionista, editor, traductor o incluso como escritor- acaba inevitablemente por crear una capa de profesionalidad que en tre otras muchas cosas condiciona decisivamente aquello que al principio de todo sólo era una afición (o pasión).

                Adentrarse en un libro que discurre por predios ajenos, y más aún si son inciertos y además voluntariamente distorsionados por el autor, ofrece una ventaja tan inestimable como es el recuperar aquella inocencia (o suspensión del juicio) que tan fascinante hacía las primeras lecturas.

                Tal es lo que probablemente le ocurra a quien decida echarle una ojeada a la última novela de Peter Ackroyd, La caída de Troya. Heinrich Obermann, el multimillonario de origen alemán que hace de protagonista, apenas se diferencia en nada de Heinrich Schliemann, el multimillonario de origen alemán que porfió toda su vida para que la comunidad científica reconociese que ese lugar perdido en la costa de Turquía y entonces llamado Hissarlik, era en realidad la mítica Troya de la Iliada. Y por la misma razón, la joven y bella Sofía Chrysanthis que hace de señora Obermann, es una copia exacta de Sofía Egastromenos, la joven y bella griega que se casó con Schliemann.

                Esa ocultación de identidades algo infantil - y que tiene todo el aspecto de responder a una sugerencia del departamento legal de la editorial para evitar posibles conflictos con los herederos o soslayar  las iras de los numerosos y muy poderosos académicos que todavía maldicen hasta la extenuación la figura de aquel psicópata y excavador obsesivo - podría haberse evitado porque casi desde el primer momento queda claro que la auténtica protagonista es Troya, y que las vicisitudes de ese ejército de hormigas que se afana entre las laderas  de una montaña de escombros carecen del menor interés. Pues a quién le interesa si  Sofía (ya sea la A o la A') estaba o no enamorada de aquel tramposo genial. O qué más dará si éste seguía casado o no con una primera esposa rusa demente y con la que (el de verdad) tuvo tres hijos (y sólo uno en la ficción). Lo que de verdad importa es si los restos que el riquísimo comerciante e intuitivo buscador de tesoros son o no la mítica Troya. Y, en el caso de que los restos hallados le permitan probar que lo es, hasta qué puntos esas evidencias corroboran la versión de Homero o demuestran que tan sólo era un impostor. Y puesto que el lector medio (por ejemplo yo) carece de razones de peso para inclinarse por una u otra opción, lo mejor es dejarse de juicios y entregarse al suspense.

                Y en ese aspecto es donde reside el mayor mérito de la novela. Porque Obermann/Schliemann, un entusiasta totalmente entregado a su trabajo, más que practicar la arqueología lo que hace es leer la Iliada en  los signos que le va arrancando a la tierra: esos cuadro pedruscos de ahí fueron trono de Príamo, esa otra piedra es la que escogió Palamedes para enseñarles a los griegos a jugar a los dados; y aquella muralla fue erigida por Poseidon y Apolo y que, como se dice en el texto, "Construí una muralla ancha y perfecta para que la ciudad fuese infranqueable"; y por si alguien lo duda todavía, ahí está ese sillar, perfectamente distinguible de los demás porque es de mármol, y que bien podría ser el altar que según Licofrón y Apolodoro le fue consagrado a Ate, la diosa fuerte y ligera que caminaba con suavidad y pies raudos sobre las cabezas de los humanos.

                Por descontado que si se hace una excursión es al monte Ida para identificar el lugar donde a Paris le fue tendida aquella asquerosa trampa, y que si de bañarse se trata dónde ir si no al Helesponto. Toda va así.

                Raro será el lector que, a partir de un momento determinado no se encuentre a sí mismo  acelerando el ritmo de lectura para enfrascarse en lo único que puede ofrecerle un placer superior, es decir, correr a buscar la Iliada y dejarse acariciar una vez más por la de los rosados dedos. Y eso es algo que, con toda justicia, hay que agradecerle a Peter Ackroyd: crear una ineludible urgencia por ponerte a leer el libro sagrado. Qué más se le puede pedir a una novela.

 

La caída de Troya
Peter Ackroyd
Edhasa

 

 



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27 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otras islas

Si alguna ventaja le veo a la fastidiosa obligación de cumplir años es que, a partir de un momento determinado, el naufragio es tan escandaloso que uno tiene la certeza de haberlo perdido todo. Y cuando digo todo incluyo los respetos humanos.

                Para el oficio de escribir, ese presunto naufragio se trasluce en que, por fin, uno escribe lo que quiere, cuando quiere y como le da gana, porque ya no se estila fingir ni aparentar, ni tiene sentido pretender que eres lo que no eres. Te conoces de sobra, al menos tanto como te conocen los demás, y por lo tanto todos sabemos lo que hay. En cuyo caso, por qué no dejarte de historias y dedicarte  a hacer lo que de verdad te gusta y sabes hacer, es decir, contar historias. Así de fácil.

                Al menos esa es la sensación deja la lectura de Otras islas. Manuel de Lope lleva publicando libros desde la década de 1970 y Carlos Barral, que era un buen editor porque tenía un instinto especial para saber lo que tenía en las manos con sólo hojear un manuscrito, lo dijo desde aquél entonces: "Este tío parece que se camufle para escribir, pero es un gran escritor". En Otras islas no hay equidistancia entres las cuatro secciones que estructuran la narración,  los personajes no están equilibrados, tampoco existe una trama al viejo uso, ni mucho menos hay una preocupación prepotente (u ostentosa) por el estilo. Pero es que, justamente, a estas alturas Manuel de Lope dispone de recursos literarios suficientes para ventilarse una historia sin necesidad de recurrir a los trucos del oficio, ni mucho menos tiener necesidad de hacer ostentación de ese lenguaje impostado que pretende pasar por grand style. Lejos de ello, se ha limitado a situar a una serie de personajes en un entorno mitad real y en gran parte inventado (o sea, muy verosímil) y a seguir sus respectivas peripecias como si le intrigase averiguar a dónde van a ir a parar: un ingeniero que no acaba de saber muy bien qué hacer con su vida aparte de fastidiarla, un chico que se ha salvado de milagro en un accidente de coche en el que murieron sus amigos y que tampoco acaba se saber bien qué hacer consigo mismo, una mujer que parece vivir más a gusto en el reino de las sombras que en este, los dueños del hotel, el amigo triunfador del ingeniero, la putilla que ambos frecuentan con sumo gusto y algunos actores secundarios más. Todos ellos viven inmersos en una curiosa atmósfera a mitad de camino entre lo trágico y lo grotesco, en el sentido de que de inmediato se adivina que aquello no puede terminar bien (es imposible hacer las cosas tan mal y esperar salvarse) pero sin que sea posible adivinar por dónde les atacará el Malo porque en cualquier momento la acción puede virar hacia lo grotesco y abrir una vía de investigación inesperada. Y de pronto puede aparecer una escena del colegio o un drama espeluznante de la Guerra Civil, o puede intervenir el Psicólogo para poner los puntos sobre las íes o la ex esposa con sus rencores y cuitas por el fracaso amoroso. Salvo que dichas intervenciones no tienen nada que ver con aquellos flash backs en los que a veces incluso se cambiaba la tipografía para que el lector pudiera distinguir en todo momento el presente del pasado. Aquí la narración es un todo y el flujo de los acontecimientos un continuo que va aportando la información necesaria para que  no haya posibilidad de perderse o no saber quién es quién y qué le pasa a cada cual.

                Confío en que, a tenor de lo dicho,  no sea necesario precisar que no se trata de una novela facilona o escrita a la buena de Dios. De entrada, posee esa cualidad tan rara de ver pero que distingue de inmediato a la buena prosa castellana.  Y por descontado que si en esa prosa se cuida el matiz, o se busca el término adecuado a cada ocasión, el resultado es un ritmo pausado y una exigencia continua de atención. Y nada de todo ello tiene que ver con la narrativa al uso. Pero un lector mínimamente avezado (por no decir adulto) sabrá sacar todo el partido que ofrece esta novela.

 

Otras islas

Manuel de Lope

RBA

 

 

 



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20 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Historia de Castilla

Los parámetros elegidos para que el lector pueda hacerse una idea del periodo de tiempo estudiado  no pueden ser más expresivos:  Atapuerca es el nombre que reciben unos  yacimientos situados a 15 km de Burgos y en la cuenca del río Arlanzón, no muy lejos del nacedero de  éste en la Sierra de la Demanda. Los aportes fósiles provenientes de dichos yacimientos son  tan excepcionales que han permitido conocer fascinantes particulares acerca del  asentamiento allí del Homo antecessor y sus sucesores, así como detalles muy precisos acerca de los modos de vida, los útiles guerreros y venatorios o  los hábitos sociales de todos ellos. Fuensaldaña por su parte es un castillo situado al pie de los montes Torozos .  Este castillo fue construido en el siglo XV como residencia señorial por la familia Vivero-Guzmán y allí nunca ocurrió una batalla decisiva ni su  nombre figura en los anales por haber dado lugar a algún hecho real o simbólicamente decisivo para la creación de Castilla. Su mayor mérito para  ser elegido como sede del actual parlamento de  Castilla y León radica en su proximidad a la capital, Valladolid.

Aunque los dos puntos elegidos como principio y fin del estudio físicamente apenas distan 125 kilómetros, a los primitivos ocupantes del espacio físico hoy conocido como Castilla les costó 800.000 años llegar desde el punto en el que más ricas y abundantes son las huellas de su presencia (Atapuerca) hasta el lugar elegido para ubicar el cuerpo legislativo de la última encarnación  de esa entidad histórica, política y cultural hoy conocida como Comunidad de  Castilla y León. La ambiciosa y muy fascinante  propuesta del director del estudio, Juan José García González , y sus colaboradores, Julio Aróstegui Sánchez, Juan Andrés Blanco Rodríguez, José Luís Gómez Urdáñez y Pedro Luís Lorenzo Cadarso, es ofrecer al lector una descripción completa de esa larga marcha desde el  pasado más remoto (los útiles más antiguos encontrados en Atapuerca datan de hace 1.400.000 años) hasta la actualidad.

                La interpretación tradicional de esa entidad que hoy conocemos como Castilla remonta sus raíces a la dinámica de las colectividades protohistóricas asentadas en la zona central de la cornisa cantábrica, a la cual se sumarían los aportes culturales realizados, ya en época histórica, por romanos y visigodos, a lo que habría que añadir la influencia árabe ocurrida al mismo tiempo que se formaba el condado castellano.

                Los autores de esta Historia de Castilla conciben la formación de Castilla como "el resultado de un proceso muy largo, materializado en dos etapas complementarias, aunque de muy diferente duración y rango: la primera, milenaria, auténtico fondo de saco en que convergieron factores de orden natural y cultural muy diversos; la segunda, muy corta, apenas pluridecenal, verdadero crisol en que se amalgamaron los factores específicos que confirieron a Castilla su arquitectura originaria".

                Para sistematizar de forma comprensible tan prolongado como asimétrico periodo temporal, la obra ha sido dividida en tres tramos: uno que va desde el pasado remoto hasta el siglo XV, una segunda parte que abarca desde el Descubrimiento de América hasta la caída de la dinastía borbónica con Napoleón, y una tercera parte íntegramente dedicada a la Época contemporánea.

                Se trata de una obra más académica que divulgativa, realizada con los recursos de las modernas herramientas teóricas y metodológicas  de las que dispone actualmente la ciencia histórica. Pero admite perfectamente una lectura literaria en la que los sucesivos actores, tales como los  Homo antecessor, Homo heidelbergensis, Homo neandertalensis y Homo Sapiens, pero también los pueblos que dejaron su huella en los territorios que sirven de marco a la narración, irán dejando paso a los nuevos actores históricos, llámense romanos, visigodos o árabes, hasta conformar un gran fresco cada vez más reconocible y próximo. Es cierto que la entrada es algo dura, pues unas referencias temporales que se remontan a centenares de miles de años acaban por formar una sopa de cifras sin apenas significado, aparte de que las clasificaciones que se gastan los científicos tampoco son de gran ayuda desde un punto de vista narrativo. A pesar de lo cual resulta fascinante comprobar cómo las circunstancias geológicas y climáticas y ambientales, la alternancia de glaciaciones con periodos de bonanza, o las explosiones demográficas debidas a los avances tecnológicos,  van configurando poco a poco un hábitat reconocible, y en el que casi parece inevitable que pasase lo que acabó pasando. Quizá lo que estoy proponiendo es un tipo de lectura frívola, en la que se da más importancia a la melodía que a la letra, pero a quien le sepa a poco este tipo de aproximación siempre le cabrá la posibilidad de  volver a empezar desde la página uno, pero esta vez tomando notas y redactando fichas.

Historia de Castilla
De Atapuerca a Fuensaldaña
Dirigida por Juan José García González
Editorial La esfera de los libros

 



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30 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Trilogías I y II

Pío Baroja
Biblioteca Castro

Es muy de agradecer que, incluso si es muy de cuando en cuando, de pronto surja una excusa lo bastante fuerte como para justificar de forma  plausible el entregarse sin reservas al vicio nefando de la relectura.  Y tal ocasión la brinda ahora Biblioteca Castro con la edición de dos tomos de Trilogías de Pío Baroja.

                Quien desee probar la experiencia no tiene más que despedirse de los suyos y del mundo, abrir el Tomo I  y empezar con la primera Trilogía, Tierra vasca, integrada por "La casa de Aizgorri"  (escrita en 1901, es decir, cuando Baroja tenía veintinueve años), "El mayorazgo de Labraz" (1903), "Zalacaín el aventurero" (1909) y "La leyenda de Jaun de Alzate", que en principio no pertenece al mismo ciclo vital que las anteriores (es de 1922) pero que no desentona en absoluto al ser leía justo después de ellas. A continuación  viene La vida fantástica,  con "Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox "(1901), "Camino de perfección" (1902) y "Paradox, rey" (1906).  Los amantes de las emociones fuertes, o quienes no hayan tenido suficiente con este entrante de más de 1.000 páginas y quieran más, pueden emprenderla con el Tomo II, en el que encontrarán  La lucha por la vida y El pasado, con otras seis novelas que totalizan mil páginas más,  todas ellas escritas entre 1904 y 1907.

Si insisto en poner todas las fechas es porque quienes hayan leído a Baroja como yo, con una mezcla de insaciable fruición e incredulidad y pasión y maravilla pero sin orden ni jerarquía porque la urgencia de leer no dejaba tiempo ni ganas de ir completando y ordenando trilogías, ciclos, sagas o como mierda lo llamasen los críticos de aquella época, seguramente quedarán tan sorprendidos como he quedo yo al comprobar que esas doce primeras novelas (descontando Jaun de Alzate) fueron escritas en un plazo de ocho años y que por debajo de la sempiterna boina del malhumorado panadero ya bullía la idea de que esa colección de historias aparentemente dispersas y disparatadas, algún día aparecerían pulcramente ordenadas en gruesos y bien editados tomos (cinco, según los planes de Biblioteca Castro, y ello contando sólo las trilogías, pues todavía quedarán por sacar a la luz al amenos ocho novelas sueltas y otras tantas históricas y biográficas, aparte de los 22 tomos de Avinareta ("Memorias de un hombre de acción"), y los siete tomos de "Memorias de un novelista", con la controvertida "Desde la última vuelta del camino". O sea que, dicho en beneficio de los exagerados y los recién llegados, tranquilos porque hay tema para rato.

 Pero la pregunta es: para alguien que, como es mi caso, se ventiló hace cuarenta años y de una sentada todo lo que había publicado entonces de Baroja, ¿todavía le compensa el esfuerzo de leer estas dos mil primeras páginas y luego seguir con las seis o siete mil que vendrán?

Antes de responder conviene recordar que de por medio ha ocurrido un hecho trascendente y que ningún lector de Baroja, ya sea neófito o reincidente, debe olvidar. Y me estoy refiriendo a la existencia de Baroja o el miedo, la triturante  "biografía no autorizada" de Eduardo Gil Bera (Península, 2001). Quien no la leyera en su día sepa que se trata de una obra de demolición brutal, impía y apasionadamente aniquiladora. Se diría que, profundamente irritado por la gigantesca mixtificación urdida en torno al más  universal de los escritores vascos (y en gran parte astutamente creada y alimentada por él a lo largo de toda su vida) Gil Bera se hubiera propuesto, primero, reducir a escombros la figura de Baroja, y después sembrar de sal el solar donde fue erigida tan fementida falsedad para impedir que nunca mas eche brotes, ni siquiera bordes. Y ya no lo recuerdo bien, pero en su afán de ir soltando una carga de profundidad detrás de otra, y a tal velocidad que el lector no llega a recuperar el resuello hasta el final, es perfectamente posible que Gil Bera afirmase que incluso en su famosa tahona los Baroja sólo vendían pan adulterado y medio ponzoñoso. Al enemigo, como suele decirse, ni agua.

Ocurre sin embargo que, conociendo el tono y la intención de las cargas de profundidad  que iba acumulando, Gil Bera adoptó la única precaución que cabe en estos casos para evitar que tu trabajo sea neutralizado tachándolo de simple exabrupto  malhumorado y carente de la más mínima objetividad o base real: y a tal fin llevó a cabo un asombroso trabajo de investigación y documentación de manera que cuando afirma que Baroja era falso, mentiroso, mezquino, superficial, vanidoso, humilde con los poderosos  y altivo con los humildes, y encima cobarde, frío, calculador y qué sé yo cuántas ruindades más, se podrá discutir si el tono adoptado para decirlo es el adecuado o si no se podría haber dicho eso mismo con más elegancia. Pero no se puede acusar al biógrafo de mentir porque cada afirmación suya sobre Baroja (por lo general injuriosa) viene avalada por la correspondiente investigación  previa, siempre exhaustiva.

El ataque frontal fue particularmente dañino porque, justamente, la literatura de Baroja está basada en una sutil pero muy profunda corriente de identificación entre el escritor y el espíritu libre, independiente, despegado, aventurero y solidario que transmite su escritura. Tras la barrera de pesimismo y profundo desengaño que por lo general se asocia con el ciudadano Baroja, surge un último mensaje de complicidad solidaria con los aspectos más positivos del ser humano que se desprende del Baroja escritor. O por mejor decir, de su escritura.

En cuyo caso, ¿se puede seguir leyendo a Baroja después del proceso de demolición llevado a cabo por Gil Bera?

La respuesta, un sí rotundo, sorprenderá al propio lector. Por descontado que ya no es posible la inocencia de antes, ni tampoco la simpatía que provocaba la identificación del escritor y su obra. Pero da lo mismo porque, como tantas veces se ha dicho, una buena narración crea un mundo real y que es verdadero en sí mismo, ya lo describan Homero o Baroja. Y de la misma forma que carece de importancia saber quién fue en realidad Homero, tampoco importa si Baroja era un miserable miedoso, o incluso si ni siquiera fue un autor original. El milagro de la literatura es que empieza y termina en sí misma, y que por lo tanto sólo puede ser juzgada según sus propias reglas de juego. Y lo lamento por el pobre Baroja, pues hubiera preferido seguir tomándolo por un ciudadano generoso y magnánimo. Pero lo que de verdad importa es que nunca quiso ser un notario de la pretendida realidad sino un tipo al que le gustaba contar las cosas como a él le preferiría que fuesen. Y en ese sentido sus libros siguen tan sanos y vivos como cuando salieron de su horno, por lo que se pueden leer con todo gusto y provecho.

 



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23 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sólo un muerto más

Ramiro Pinilla
Tusquets Editores

 

Desde luego hace falta tener la mano muy suelta - y el ánimo libre de pesadumbres tan ociosas como el miedo al qué dirán- para atreverse a plantear en plena España de los años setenta una propuesta literaria como  Sólo un muerto más. Se recordará que en aquella época aún imperaba en España una gran preocupación por la verosimilitud. La literatura debía ser un reflejo de la vida y si acaso alguien se salía de la norma siempre se le podía neutralizar con el exorcismo de la etiqueta: "surrealista", "de vanguardia", "experimental", lo que fuera con tal de conjurar todo peligro de desfachatez, descaro o inventiva que cualquier mente creativa pudiese urdir para sobresalto de las buenas conciencias. Y si ello es válido para los juicios que merecía el estilo en general de una novela, detrás venían los fanáticos desenmascadores de prácticas tan nefandas como el laísmo y elqueísmo, los crucificadores del adjetivo al desgaire o los guardianes de las cosas como deben ser (también  "como Dios manda"...).

                A lo que parece Ramiro Pinilla escribió esta novela a mediados de los años setenta y la guardó en un cajón sin ninguna razón espec ial, o por la misma (sin)razón que le llevó, después de ganar el premio Nadal de 1960 con Las ciegas hormigas,  a desaparecer sin dejar más rastro que Seno, semifinalista del premio Planeta de 1971. Tras estos logros que bien hubieran podido lanzar definitivamente su carrera, Ramiro  Pinilla se sumió en un empecinado silencio de casi treinta años de duración. Después se sabría que no había estado ocioso durante ese tiempo porque en  2004 se descolgó con La tierra convulsa, primer tomo de una monumental (y excelente) trilogía titulada Verdes valles, colinas rojas. Además escribió, entre otras cosas, este Sólo un muerto más que, fiel a su forma de gestionar su producción literaria, no había dado a conocer ahora, totalmente a destiempo y plenamente a contracorriente, pero conservando íntegra una frescura lozana y rayana en la desvergüenza.

                Véase si no, y de forma muy sucinta, en qué consiste la propuesta: en 1945, y con el desorden de la guerra civil todavía en la mente de todos, un librero de Getxo llamado Sancho Bordaberri decide darle un giro audaz a su (calamitosa) producción literaria. Siendo un devoto de Hammet, Chandler, Cain y demás gurús de la novela negra, y sabiéndose un mediocre imitador del género que encumbró a todos ellos, Sancho el librero se dice obligado a dar un paso adelante y en lugar de escribir cómo decide encarnarse en. Y así es como irrumpe en las calles de Getxo el detective Samuel Sam Esparta, émulo indisimulado del mítico Sam Spade.

                Haciendo caso omiso de las miradas de mudo reproche de su madre, que en su día cedió a regañadientes el mejor traje de su difunto esposo para que le fuera adaptado al hijo, y soportando con estoicismo la incomprensión general ("¿Es que vas a misa?", le preguntan sorprendidos los getxotarras cuando le ven entre semana vestido con traje, camisa, corbata y sombrero) el incombustible Sam Esparta se lanza a desentrañar un horroroso crimen cometido en la playa de Getxo antes de la guerra y que continúa impune.

                Como mandan los cánones del género, el investigador es un pelma entrometido, un fisgón dispuesto a remover unos hechos del pasado que, al igual que otros  muchos sucesos dolorosos ocurrido antes, durante y después de la guerra, todos parecen deseosos de olvidar.  Menos él,  el encorbatado  propietario de la librería Beltza. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene tratar de desentrañar  la verdad a estas alturas? También como mandan los cánones, a Sam Esparta las fuerzas oscuras le sacuden a conciencia y hasta tiene una empleada, la fiel y desmañada Koldobike, a la que obliga a disfrazarse y ejercer de secretaria con el pelo teñido  de rubio y una falda tubo que la deja sin respiración.

                Y, por raro que parezca, si el binomio Sancho Bordaberri/Sam Esparta provoca al principio toda clase de cortocircuitos a costa de la dichosa verosimilitud (tanto en el lector como entre los habitantes del pueblo), unos y otros acaban por aceptar con toda sencillez las andanzas y tropiezos  de ese curioso detective que no distingue entre vida y narración porque - y éste es el paso adelante que trata de dar en su carrera literaria - investiga porque quiere conocer la verdad acerca de aquello que está escribiendo. Y es en ese juego de espejos entre "realidad" y "ficción" donde surge la fuerza narrativa desenfadada y desinhibida  que engancha desde el primer momento y se va desarrollando con idéntica frescura hasta el final. Cada vez que el presunto detective se presenta ante un paisano diciendo ser Sam Esparta, el interlocutor lanza una significativa ojeada a su atuendo y dice: "Eres Sancho, el de Beltza". Después de lo cual, y unas vez clara las cosas, el interrogado entra en el juego de  los espejos y entre equívocos, palizas y falsas pistas, la verdad y la novela acaban configurando una realidad incuestionable.



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16 de marzo de 2009
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