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Trilogías I y II

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Pío Baroja
Biblioteca Castro

Es muy de agradecer que, incluso si es muy de cuando en cuando, de pronto surja una excusa lo bastante fuerte como para justificar de forma  plausible el entregarse sin reservas al vicio nefando de la relectura.  Y tal ocasión la brinda ahora Biblioteca Castro con la edición de dos tomos de Trilogías de Pío Baroja.

                Quien desee probar la experiencia no tiene más que despedirse de los suyos y del mundo, abrir el Tomo I  y empezar con la primera Trilogía, Tierra vasca, integrada por "La casa de Aizgorri"  (escrita en 1901, es decir, cuando Baroja tenía veintinueve años), "El mayorazgo de Labraz" (1903), "Zalacaín el aventurero" (1909) y "La leyenda de Jaun de Alzate", que en principio no pertenece al mismo ciclo vital que las anteriores (es de 1922) pero que no desentona en absoluto al ser leía justo después de ellas. A continuación  viene La vida fantástica,  con "Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox "(1901), "Camino de perfección" (1902) y "Paradox, rey" (1906).  Los amantes de las emociones fuertes, o quienes no hayan tenido suficiente con este entrante de más de 1.000 páginas y quieran más, pueden emprenderla con el Tomo II, en el que encontrarán  La lucha por la vida y El pasado, con otras seis novelas que totalizan mil páginas más,  todas ellas escritas entre 1904 y 1907.

Si insisto en poner todas las fechas es porque quienes hayan leído a Baroja como yo, con una mezcla de insaciable fruición e incredulidad y pasión y maravilla pero sin orden ni jerarquía porque la urgencia de leer no dejaba tiempo ni ganas de ir completando y ordenando trilogías, ciclos, sagas o como mierda lo llamasen los críticos de aquella época, seguramente quedarán tan sorprendidos como he quedo yo al comprobar que esas doce primeras novelas (descontando Jaun de Alzate) fueron escritas en un plazo de ocho años y que por debajo de la sempiterna boina del malhumorado panadero ya bullía la idea de que esa colección de historias aparentemente dispersas y disparatadas, algún día aparecerían pulcramente ordenadas en gruesos y bien editados tomos (cinco, según los planes de Biblioteca Castro, y ello contando sólo las trilogías, pues todavía quedarán por sacar a la luz al amenos ocho novelas sueltas y otras tantas históricas y biográficas, aparte de los 22 tomos de Avinareta ("Memorias de un hombre de acción"), y los siete tomos de "Memorias de un novelista", con la controvertida "Desde la última vuelta del camino". O sea que, dicho en beneficio de los exagerados y los recién llegados, tranquilos porque hay tema para rato.

 Pero la pregunta es: para alguien que, como es mi caso, se ventiló hace cuarenta años y de una sentada todo lo que había publicado entonces de Baroja, ¿todavía le compensa el esfuerzo de leer estas dos mil primeras páginas y luego seguir con las seis o siete mil que vendrán?

Antes de responder conviene recordar que de por medio ha ocurrido un hecho trascendente y que ningún lector de Baroja, ya sea neófito o reincidente, debe olvidar. Y me estoy refiriendo a la existencia de Baroja o el miedo, la triturante  "biografía no autorizada" de Eduardo Gil Bera (Península, 2001). Quien no la leyera en su día sepa que se trata de una obra de demolición brutal, impía y apasionadamente aniquiladora. Se diría que, profundamente irritado por la gigantesca mixtificación urdida en torno al más  universal de los escritores vascos (y en gran parte astutamente creada y alimentada por él a lo largo de toda su vida) Gil Bera se hubiera propuesto, primero, reducir a escombros la figura de Baroja, y después sembrar de sal el solar donde fue erigida tan fementida falsedad para impedir que nunca mas eche brotes, ni siquiera bordes. Y ya no lo recuerdo bien, pero en su afán de ir soltando una carga de profundidad detrás de otra, y a tal velocidad que el lector no llega a recuperar el resuello hasta el final, es perfectamente posible que Gil Bera afirmase que incluso en su famosa tahona los Baroja sólo vendían pan adulterado y medio ponzoñoso. Al enemigo, como suele decirse, ni agua.

Ocurre sin embargo que, conociendo el tono y la intención de las cargas de profundidad  que iba acumulando, Gil Bera adoptó la única precaución que cabe en estos casos para evitar que tu trabajo sea neutralizado tachándolo de simple exabrupto  malhumorado y carente de la más mínima objetividad o base real: y a tal fin llevó a cabo un asombroso trabajo de investigación y documentación de manera que cuando afirma que Baroja era falso, mentiroso, mezquino, superficial, vanidoso, humilde con los poderosos  y altivo con los humildes, y encima cobarde, frío, calculador y qué sé yo cuántas ruindades más, se podrá discutir si el tono adoptado para decirlo es el adecuado o si no se podría haber dicho eso mismo con más elegancia. Pero no se puede acusar al biógrafo de mentir porque cada afirmación suya sobre Baroja (por lo general injuriosa) viene avalada por la correspondiente investigación  previa, siempre exhaustiva.

El ataque frontal fue particularmente dañino porque, justamente, la literatura de Baroja está basada en una sutil pero muy profunda corriente de identificación entre el escritor y el espíritu libre, independiente, despegado, aventurero y solidario que transmite su escritura. Tras la barrera de pesimismo y profundo desengaño que por lo general se asocia con el ciudadano Baroja, surge un último mensaje de complicidad solidaria con los aspectos más positivos del ser humano que se desprende del Baroja escritor. O por mejor decir, de su escritura.

En cuyo caso, ¿se puede seguir leyendo a Baroja después del proceso de demolición llevado a cabo por Gil Bera?

La respuesta, un sí rotundo, sorprenderá al propio lector. Por descontado que ya no es posible la inocencia de antes, ni tampoco la simpatía que provocaba la identificación del escritor y su obra. Pero da lo mismo porque, como tantas veces se ha dicho, una buena narración crea un mundo real y que es verdadero en sí mismo, ya lo describan Homero o Baroja. Y de la misma forma que carece de importancia saber quién fue en realidad Homero, tampoco importa si Baroja era un miserable miedoso, o incluso si ni siquiera fue un autor original. El milagro de la literatura es que empieza y termina en sí misma, y que por lo tanto sólo puede ser juzgada según sus propias reglas de juego. Y lo lamento por el pobre Baroja, pues hubiera preferido seguir tomándolo por un ciudadano generoso y magnánimo. Pero lo que de verdad importa es que nunca quiso ser un notario de la pretendida realidad sino un tipo al que le gustaba contar las cosas como a él le preferiría que fuesen. Y en ese sentido sus libros siguen tan sanos y vivos como cuando salieron de su horno, por lo que se pueden leer con todo gusto y provecho.

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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