
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
El lector que entre en contacto por vez primera con la narrativa de Gonzalo Hidalgo a través de su última novela, El espíritu áspero, debe prepararse a recibir una avalancha de signos -nombres de personas, de poblaciones y de montes, ríos o acontecimientos – que parecen puestos ahí para impedir deliberadamente cualquier referencia concreta con la llamada realidad. No es en absoluto una narrativa compleja, ni conceptual ni técnicamente hablando. Al contrario: don Gumersindo, un viejo y respetado profesor que ha gastado los mejores años de su vida dando clases en el instituto de Murania se jubila y sus compañeros de claustro y las autoridades locales le dedican un acto de homenaje y despedida en el Salón Murtes del Hotel Valdeflor. Además de obsequiarle con la canónica estilográfica, autoridades y compañeros deciden que uno de ellos -justamente el narrador – reúna material para hacer un libro en que guarde memoria de los muchos años de labor pedagógica llevada a cabo por el viejo profesor. El cual aprovechará la estilográfica y sus últimos años de vida para escribir en papel de exámenes una sucinta biografía que con el tiempo, y todavía en vida del professor, irá a parar a las manos del narrador-compilador-biógrafo, quien decidirá incluir ese material en el libro homenaje que le ha sido encargado.
Si este arranque es un clásico, también lo es el desarrollo elegido para llevar a cabo la semblanza de aquel muchacho que pasó los primeros años de su vida en Casas del Juglar, bajo la paternal pero exigente tutela de don Bonifacio, el cura, y don Ananías, el maestro. Cuando, culminados los años de su primera infancia en el pueblo le llegue la hora de ir interno a un colegio de la capital, Murania, los dos mentores le esperarán al regreso de las vacaciones para averiguar sus progresos y reforzar sus conocimientos allí donde en el colegio no sean lo suficiente generosos, por ejemplo en lo referente a la gramática y las literaturas griega y latina. Por descontado que dicho colegio no es de jesuitas, dominicos o de los hermanos de Lasalle, como le ocurre a todo el mundo: allí los docentes son hervacianos. Y por la misma razón cuando termine sus años de bachiller y deba ir a Madrid, no va a una residencia de estudiantes normal sino a un lugar llamado Unión Universitaria Universal, donde completará su formación para la vida en las asignaturas académicas al uso y también las de fuera de programa, es decir, nociones básicas acerca de la amistad, la bebida, las mujeres, el sexo y demás.
Tras unos años en Madrid, Sindo, como le llaman los amigos, se instala de nuevo en Murania para emprender su larga y después muy respetada trayectoria docente. Si de niño sus compañeros de correrías fueron Nicéforo y Teófilo, y aquellas tuvieron como escenario los ríos Jayón o Murtes, o las poblaciones de Portazgo de Murania y Andarón, ahora como profesor sus referencias con el mundo exterior son los alumnos, por ejemplo la bella Minerva Cabañuelos, o Valentín Valiente Ruíz, mejor conocido como Mente Cato y líder del conjunto musical más moderno de Murania. El relato de esas sucesivas etapas se presenta moderadamente alterado, en el sentido de que hay continuos saltos de tiempo y escenario pero que el lector puede ordenar sin mayores problemas mientras lee.
Ocurre sin embargo que ese doble aparato técnico – relato acompasado de muchas vidas estructuradas por la peripecia del personaje principal, y un sistema de signos deliberadamente opacos para evitar referentes inmediatos – es una de las características más acusadas de la narrativa de Gonzalo Hidalgo. Y el lector ya veterano reconocerá de inmediato tanto los nombres como los accidentes geográficos que configuran una región imaginada cuya capital es Murania. Y lo mismo con los personajes, pues ese Lucas Cálamo que en El espíritu Áspero le proporciona el manuscrito de don Gumersindo al narrador, ya cumplía un papel muy similar en Mísera fue, señora, la osadía (1988), de la misma forma que personajes secundarios de ésta novela luego cobrarán protagonismo en El cerco oblicuo (1993). Es decir que Gonzalo Hidalgo lleva media vida construyendo un paisaje imaginario en el que hasta las batallas, como se ve en el espléndido pasaje de la invención de la batalla de Múrida, de 1044, son fruto de la creación.
Otra característica de la narrativa de Gonzalo Hidalgo es un humor que no se limita a la descripción de escenas chuscas (que las hay a docenas) o a la (elegante) manera de contarlas. Lo que más trasluce, y más se agradece, son unas infinitas ganas de jugar con el lenguaje. A veces son simples malabarismos de puro artificio ("…el propio Gumersindo detesta como tal por cerro y por cencerro, por hucho y avechucho, por ripio y por repipio…"(p.21). Pero a veces es un juego divertido y magistral que empieza con la burla a costa de un alumno (o alumna, pues en este caso se trata de Minerva Cabañuelas) y termina con una imaginativa lección sobre Grecia y Roma y las artimañas del lenguaje. Incluso el título es engañoso, pues el espíritu áspero al que hace referencia el título no se refiere a don Gumersindo (que es un hombre encantador) sino a una cuestión del sistema politónico de la gramática griega. Ya ves.
El espíritu áspero
Gonzalo Hidalgo Bayal
Tusquets Editores