Javier Fernández de Castro
Si alguna ventaja le veo a la fastidiosa obligación de cumplir años es que, a partir de un momento determinado, el naufragio es tan escandaloso que uno tiene la certeza de haberlo perdido todo. Y cuando digo todo incluyo los respetos humanos.
Para el oficio de escribir, ese presunto naufragio se trasluce en que, por fin, uno escribe lo que quiere, cuando quiere y como le da gana, porque ya no se estila fingir ni aparentar, ni tiene sentido pretender que eres lo que no eres. Te conoces de sobra, al menos tanto como te conocen los demás, y por lo tanto todos sabemos lo que hay. En cuyo caso, por qué no dejarte de historias y dedicarte a hacer lo que de verdad te gusta y sabes hacer, es decir, contar historias. Así de fácil.
Al menos esa es la sensación deja la lectura de Otras islas. Manuel de Lope lleva publicando libros desde la década de 1970 y Carlos Barral, que era un buen editor porque tenía un instinto especial para saber lo que tenía en las manos con sólo hojear un manuscrito, lo dijo desde aquél entonces: "Este tío parece que se camufle para escribir, pero es un gran escritor". En Otras islas no hay equidistancia entres las cuatro secciones que estructuran la narración, los personajes no están equilibrados, tampoco existe una trama al viejo uso, ni mucho menos hay una preocupación prepotente (u ostentosa) por el estilo. Pero es que, justamente, a estas alturas Manuel de Lope dispone de recursos literarios suficientes para ventilarse una historia sin necesidad de recurrir a los trucos del oficio, ni mucho menos tiener necesidad de hacer ostentación de ese lenguaje impostado que pretende pasar por grand style. Lejos de ello, se ha limitado a situar a una serie de personajes en un entorno mitad real y en gran parte inventado (o sea, muy verosímil) y a seguir sus respectivas peripecias como si le intrigase averiguar a dónde van a ir a parar: un ingeniero que no acaba de saber muy bien qué hacer con su vida aparte de fastidiarla, un chico que se ha salvado de milagro en un accidente de coche en el que murieron sus amigos y que tampoco acaba se saber bien qué hacer consigo mismo, una mujer que parece vivir más a gusto en el reino de las sombras que en este, los dueños del hotel, el amigo triunfador del ingeniero, la putilla que ambos frecuentan con sumo gusto y algunos actores secundarios más. Todos ellos viven inmersos en una curiosa atmósfera a mitad de camino entre lo trágico y lo grotesco, en el sentido de que de inmediato se adivina que aquello no puede terminar bien (es imposible hacer las cosas tan mal y esperar salvarse) pero sin que sea posible adivinar por dónde les atacará el Malo porque en cualquier momento la acción puede virar hacia lo grotesco y abrir una vía de investigación inesperada. Y de pronto puede aparecer una escena del colegio o un drama espeluznante de la Guerra Civil, o puede intervenir el Psicólogo para poner los puntos sobre las íes o la ex esposa con sus rencores y cuitas por el fracaso amoroso. Salvo que dichas intervenciones no tienen nada que ver con aquellos flash backs en los que a veces incluso se cambiaba la tipografía para que el lector pudiera distinguir en todo momento el presente del pasado. Aquí la narración es un todo y el flujo de los acontecimientos un continuo que va aportando la información necesaria para que no haya posibilidad de perderse o no saber quién es quién y qué le pasa a cada cual.
Confío en que, a tenor de lo dicho, no sea necesario precisar que no se trata de una novela facilona o escrita a la buena de Dios. De entrada, posee esa cualidad tan rara de ver pero que distingue de inmediato a la buena prosa castellana. Y por descontado que si en esa prosa se cuida el matiz, o se busca el término adecuado a cada ocasión, el resultado es un ritmo pausado y una exigencia continua de atención. Y nada de todo ello tiene que ver con la narrativa al uso. Pero un lector mínimamente avezado (por no decir adulto) sabrá sacar todo el partido que ofrece esta novela.
Otras islas
Manuel de Lope
RBA