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La caída de Troya

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Andar media vida enredando con libros -ya sea como lector, buscador de rarezas, coleccionista, editor, traductor o incluso como escritor- acaba inevitablemente por crear una capa de profesionalidad que en tre otras muchas cosas condiciona decisivamente aquello que al principio de todo sólo era una afición (o pasión).

                Adentrarse en un libro que discurre por predios ajenos, y más aún si son inciertos y además voluntariamente distorsionados por el autor, ofrece una ventaja tan inestimable como es el recuperar aquella inocencia (o suspensión del juicio) que tan fascinante hacía las primeras lecturas.

                Tal es lo que probablemente le ocurra a quien decida echarle una ojeada a la última novela de Peter Ackroyd, La caída de Troya. Heinrich Obermann, el multimillonario de origen alemán que hace de protagonista, apenas se diferencia en nada de Heinrich Schliemann, el multimillonario de origen alemán que porfió toda su vida para que la comunidad científica reconociese que ese lugar perdido en la costa de Turquía y entonces llamado Hissarlik, era en realidad la mítica Troya de la Iliada. Y por la misma razón, la joven y bella Sofía Chrysanthis que hace de señora Obermann, es una copia exacta de Sofía Egastromenos, la joven y bella griega que se casó con Schliemann.

                Esa ocultación de identidades algo infantil – y que tiene todo el aspecto de responder a una sugerencia del departamento legal de la editorial para evitar posibles conflictos con los herederos o soslayar  las iras de los numerosos y muy poderosos académicos que todavía maldicen hasta la extenuación la figura de aquel psicópata y excavador obsesivo – podría haberse evitado porque casi desde el primer momento queda claro que la auténtica protagonista es Troya, y que las vicisitudes de ese ejército de hormigas que se afana entre las laderas  de una montaña de escombros carecen del menor interés. Pues a quién le interesa si  Sofía (ya sea la A o la A’) estaba o no enamorada de aquel tramposo genial. O qué más dará si éste seguía casado o no con una primera esposa rusa demente y con la que (el de verdad) tuvo tres hijos (y sólo uno en la ficción). Lo que de verdad importa es si los restos que el riquísimo comerciante e intuitivo buscador de tesoros son o no la mítica Troya. Y, en el caso de que los restos hallados le permitan probar que lo es, hasta qué puntos esas evidencias corroboran la versión de Homero o demuestran que tan sólo era un impostor. Y puesto que el lector medio (por ejemplo yo) carece de razones de peso para inclinarse por una u otra opción, lo mejor es dejarse de juicios y entregarse al suspense.

                Y en ese aspecto es donde reside el mayor mérito de la novela. Porque Obermann/Schliemann, un entusiasta totalmente entregado a su trabajo, más que practicar la arqueología lo que hace es leer la Iliada en  los signos que le va arrancando a la tierra: esos cuadro pedruscos de ahí fueron trono de Príamo, esa otra piedra es la que escogió Palamedes para enseñarles a los griegos a jugar a los dados; y aquella muralla fue erigida por Poseidon y Apolo y que, como se dice en el texto, "Construí una muralla ancha y perfecta para que la ciudad fuese infranqueable"; y por si alguien lo duda todavía, ahí está ese sillar, perfectamente distinguible de los demás porque es de mármol, y que bien podría ser el altar que según Licofrón y Apolodoro le fue consagrado a Ate, la diosa fuerte y ligera que caminaba con suavidad y pies raudos sobre las cabezas de los humanos.

                Por descontado que si se hace una excursión es al monte Ida para identificar el lugar donde a Paris le fue tendida aquella asquerosa trampa, y que si de bañarse se trata dónde ir si no al Helesponto. Toda va así.

                Raro será el lector que, a partir de un momento determinado no se encuentre a sí mismo  acelerando el ritmo de lectura para enfrascarse en lo único que puede ofrecerle un placer superior, es decir, correr a buscar la Iliada y dejarse acariciar una vez más por la de los rosados dedos. Y eso es algo que, con toda justicia, hay que agradecerle a Peter Ackroyd: crear una ineludible urgencia por ponerte a leer el libro sagrado. Qué más se le puede pedir a una novela.

 

La caída de Troya
Peter Ackroyd
Edhasa

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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