Vicente Molina Foix
No hay certeza sobre las circunstancias de la muerte de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, como tampoco se sabe con exactitud cómo murió dos años después el escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini en la playa romana de Ostia. La violencia de su muerte, por suicidio la primera seguramente, por asesinato en solitario o en complot la segunda, no añade nada a la grandeza moral e intelectual de ambos; quizá sólo les confiere más leyenda. Pasolini crece artísticamente al paso del tiempo (sus escritos, la revisión de su cine, su teatro, cada vez más escenificado en todo el mundo), y Allende no se desvanece de una memoria histórica que rebasa los límites de Chile. Reciente la aparición de ‘La sombra de lo que fuimos’, premiada novela del chileno residente en España Luis Sepúlveda, que rememora aquellos primeros años 70 en la figura de tres antiguos combatientes reunidos de nuevo en la actualidad, he leído ‘Las manos cortadas’, el último título de Luisgé Martín, editado hace un par de meses por Alfaguara. El escritor madrileño es para mí uno de los nombres más destacados de la narrativa española actual, pero este libro no sólo confirma el extraordinario brío por el que sus novelas son ‘unputdownable’, si se me permite el gráfico adjetivo inglés que requiere, en traducción, toda una frase explicativa: "lo que no se puede soltar de las manos".
La nueva obra de Luisgé Martín tiene 464 páginas que leí ávidamente en dos días, arrastrado por la originalidad del concepto (el propio autor es el protagonista de una aparente novela histórica entreverada de ficción pura) y el fondo documental que la sostiene, centrado en el Chile socialista y pinochetista y en el complot de unos misteriosos personajes empeñados en demostrar que Allende, lejos de ser un héroe de la democracia, fue un dictador que preparaba la más cruel represión de una buena parte de sus conciudadanos. El novelista nos cuenta en el arranque (y nos hace creer) que en un viaje de promoción literaria a Chile en 2006 se vio envuelto -no diremos cómo, pues el libro posee los secretos de las buenas novelas con intriga- en una serie de entrevistas y viajes que le llevan a conocer las intimidades, reales o no, del presidente y de la sociedad chilena de entonces. Hay política al trasluz pero no es una novela política, así como su autor también escapa al maniqueísmo que confiesa en el capítulo XIV haber sentido al empezar su imaginaria tarea detectivesca: emparentar heroicamente a Allende con John Wayne, el hobbit Frodo y Obi-Wan Kenobi, y a los que promovieron el golpe de estado de Pinochet con el malvado Lee Marvin, con Sauron o con Darth Vader. En los capítulos finales de ‘Las manos cortadas’, resueltos con gran potencia dramática no exenta de humor, las claves de esta fascinante pesquisa novelesca sobre un personaje y una época que Martín no pudo conocer (tenía 11 años en 1973), salen a la luz, dando también respuesta, con una justicia más que poética, a la pregunta que encabeza este artículo. Allende no pretendió ser santo, pero no se merecía la criminal vileza de una traición militar que condujo a su pueblo al infierno.