Javier Fernández de Castro
Antonio Alcalá Galiano
Ramón de Mesonero Romanos
Gaspar de Jovellanos
Antonio de Capmany
Mariano José de Larra
Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad
Los sucesos del Dos de Mayo en Madrid y la subsiguiente Guerra de Independencia, la proclamación de la Constitución liberal en un Cádiz cercado por las tropas napoleónicas o el posterior regreso de Fernando VII y la sañuda destrucción de cuanto se había logrado durante su prolongado eclipse público fueron sucesos fundamentales y que no sólo marcaron decisivamente el devenir del siglo XIX en España sino que sus consecuencias se dejarían notar hasta bien entrado el siglo XX.
La idea de recurrir al testimonio de grandes escritores que a la vez fueron testigos e incluso protagonistas de algunos de esos hechos era en principio una magnífica idea. En cambio resulta algo más discutible la elección de los autores. De Jovellanos, probablemente uno de los pensadores españoles más honestos y comprometidos, nada se puede objetar salvo que su intervención, titulada "Memoria en que se rebaten las calumnias divulgadas contra los individuos de la Junta Central…", difícilmente puede ser considerada un relato. Es, en todo caso, un alegato jurídico y moral en favor del derecho que asistía a la Junta Central para asumir el mando supremo sobre los destinos de una nación profundamente perturbada por la presencia de Napoleón al frente de 300.000 soldados. Y en otro orden de cosas lo mismo cabe decir de la intervención de Antonio de Capmany y Montpalau, cuyo título, "Centinela contra franceses", ya dice bien a las claras de qué va el contenido. Es evidente que Napoleón no era precisamente un caballero y que su actuación en España merecía de sobras un juicio severo y muy negativo. Pero incluir como relato un panfleto patriotero y repleto de improperios, insultos y descalificaciones ("vanísimo y soberbio", "malvado", "infame", "usurpador", etc.) resulta de una notable monotonía. Aparte de que tampoco es un relato.
Lo cual no es en absoluto el caso de Alcalá Galiano y Mesonero Romanos, cuyos escritos constituyen el grueso del volumen. Aparte de testigos directos de los sucesos que narran, ambos eran antes que nada periodistas. Y aunque muy conscientes de la trascendencia del momento, con sus escritos no trataban de emular al historiador ni pretendían aportar datos que sirvieran en el futuro a los científicos. Ambos eran conocidos cronistas de la actualidad y lo que les preocupaba era el retrato social, la vida cotidiana, la vestimenta y las costumbres, los periódicos que se leían: en suma, el reportaje de aquello que estaban viviendo. Uno, Alcalá Galiano, era gaditano y participó activamente en la creación de su propio tiempo. Son espléndidos los capítulos dedicados al desastre de Trafalgar (tocándole dar cuenta de la muerte de su propio padre en el mar) y las descripciones del Cádiz cercado por los franceses con las fiestas, la vida cotidiana y la galería de tipos curiosos locales o recién llegados a la ciudad; o los capítulos posteriores, ya en Madrid (1808), y de nuevo en Cádiz durante la proclamación de la constitución luego conocida como "la Pepa".
Y lo mismo con respecto a Mesonero Romanos, otro cronista de la Corte que era un niño cuando el alzamiento del Dos de Mayo pero que escribe sus memorias muchos años después y va mezclando recuerdos personales con hechos más generales y que conocería ya de mayor. Es impagable su relato de las revueltas populares previas al Dos de Mayo y durante las cuales el pueblo asaltó y destruyó primero el palacio de Manuel Godoy, después las viviendas de sus familiares y por último las de sus allegados, entre los cuales don Leandro Fernández de Moratín, que debió huir por el tejado para salvar la vida (que no los muebles) huyendo de un populacho exacerbado por las arengas de una cabrera tuerta, vecina y vieja enemiga de Moratín.
Y una sorpresa: acostumbrados a ver denigrada hasta el paroxismo la figura y la obra de Manuel Godoy (y los improperios que le dedica Capmany en su intervención son similares a los que le propinan los historiadores posteriores, desde el conde de Toreno hasta hoy) sorprende el respeto que le muestran tanto Alcalá como Mesonero. Ambos parecen coincidir en que le perdió la vanidad y que tratar de manipular a Napoleón en su propio beneficio fue un gesto insensato dictado por la soberbia. Pero ni rechazan de plano su obra de gobierno ni reducen a escombros su trayectoria humana. De lo cual cabe deducir que el autoproclamado Príncipe de la Paz era un hombre más complejo e interesante de lo que la propaganda contra los afrancesados ha dejado entrever. Y que merecería un buen biógrafo.
La intervención final de Larra, siendo simpática y dotada de la agudeza crítica que le caracteriza, vuelve a sembrar la duda en el lector normal, que cierra el libro preguntándose si de verdad en la España del XIX no hubo otros auténticos cronistas capaces de hacer buenos relatos de las batallas. La verdad es que cuesta creer que sea necesario recurrir a textos jurídicos, panfletos antibélicos o artículos ingeniosos como material de relleno.