Ander Izagirre
Col. Heterodoxos
Según se descubre de la lectura del presente libro, los cuidadores de mundos son gentes que no parecen haberse enterado de la clase de mundo en que vivimos. Por eso actúan como si continuasen vigentes una serie de valores y comportamientos que en su día determinaron sus vidas o las de sus antepasados. Hoy, pese a ser conscientes de la enorme desproporción entre las corrientes de la historia que han barrido aquellos valores y la sola fuerza de sus propias manos - porque la mayoría lleva a cabo su labor literalmente con las manos - esas personas siguen empeñando sus días en dejar constancia de que en una vez la vida no fue como es hoy y sin embargo era vida; dar testimonio de la verdad (le pese a quien le pese), mantener en pie una estructura hoy dejada al albur de los tiempos o luchar por el bienestar de los demás con la sola ayuda de una hoz. Y de su tesón, por descontado.
Un ejemplo podría ser Eustaquio Martín, un alavés de ochenta años de edad que toda su vida la ha pasado en Añana, un vallecito situado al sur de Vitoria y no lejos de Nanclares de Oca. Desde tiempos inmemoriales los habitantes de ese valle han vivido de la sal que portaban las aguas de un arroyo que todavía hoy surgen por el mismo nacedero de siempre, el manantial de Santa Engracia. Para aprovechar el tesoro salino que surgía de la tierra se terracearon ambas laderas del valle y se construyeron eras donde se evaporaba el agua; y si para llevar ésta hasta allí hubo que levantar una compleja red de canalizaciones, su uso exigió la creación de una no menos compleja legislación destinada a lograr que los derechos de agua de cada vecino fuesen escrupulosamente respetados. Hoy continúan intactos lo muros de contención, las eras de evaporación y los canales de conducción, con la particularidad de que la madera con la que éstos fueron construidos no se deteriora debido a la acción protectora de sal. La única diferencia es que ya no se usan porque la vida discurre ahora por otros cauces. Pero el anciano Eustaquio, que en su día se ganó el sustento construyendo esos canales, se ha impuesto como objetivo desde hace años mantener en pie tan gigantesca estructura. Y ahí sigue, mientras las fuerzas se lo permitan.
Y si no contra el tiempo y sus efectos devastadores, hay quien lucha contra la tozudez oficial. Porque, oficialmente, una de las muchas singularidades que diferencian a los vascos de sus vecinos es que allí nunca estuvieron los romanos, por lo que los actuales pobladores no serían descendientes de unos vascones que se doblegaron ante la romanización.
Una de las muchas consecuencias de esta verdad oficial es que cualquier vestigio de la presencia romana - y más si se trata de una presencia prolongada - contradice la leyenda inventada. En cuyo caso se ignora la validez o la importancia del vestigio y todos tranquilos. A menos que salga uno de esos (molestos) irreductibles que desean conocer la verdad verdadera y pongan en evidencia lo que hay de mentira de la verdad oficial.
Tal es el caso de Mertxe Urteaga, una arqueóloga que conocía viejos informes dando cuenta de la existencia cerca de un pueblo de Guipúzcoa llamado Oiarzun de una importantísima explotación romana de galena argentífera. Es muy probable que esos yacimientos ya estuviesen siendo explotados desde el Paleolítico, pero los informes - uno de un ingeniero alemán comisionado por la Corona en 1804, y otro que lo firmaba en 1897 otro ingeniero llamado Gascue - hablaban de un entramado subterráneo compuesto por 42 galerías y 82 pozos, totalizando unos dieciocho kilómetros de subterráneos. Nada menos. Para evitar que se inundase tan importante infraestructura los ingenieros romanos construyeron un canal de drenaje que, pasando por debajo del río Arditurri, aflora en un arroyo que fue la vía de acceso para redescubrir el ingente complejo que dio vida a la ciudad de Oiasso y fue el origen de un importante puerto hoy conocido como Irún. Sin más ayuda que la prestada por otros compañeros, la arqueóloga guipuzcoana va sacando a la luz poco a poco una realidad de la que, aun a regañadientes, las autoridades no han tenido más remedio que darse por enteradas y prestar ayuda a quienes están poniendo en evidencia la importancia de la presencia romana, allí como en toda España, sin excepciones.
Pero también hay viejos mineros construyendo un museo en el que guardar memoria de la que fue una de las principales explotaciones mineras del mundo (en los montes Triano, cercanos a Bilbao), carpinteros de traineras a la antigua usanza; constructores de fuentes y caminos o el campesino devenido en arqueólogo a fuerza de desenterrar maravillas antiguas con el arado de su tractor. El libro es apasionante y la única pena es que el autor se haya limitado a ofrecer ejemplos únicamente del País Vasco y Navarra, pues hubiera sido de agradecer que ampliase el campo de investigación por aquello de abrir horizontes. Pero el puñado de cuidadores de mundos que ofrece constituye un microcosmos en el que no cuesta ver la historia de los hombres y sus afanes por hacerse un hueco en cualquier rincón del mundo.
