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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Viejos amigos

Observar cómo cambiamos unos y otros es un entretenimiento rejuvenecedor, si uno sabe prestar atención. Muy similar a ver cambiar el paisaje con el paso de las estaciones. Metáfora eterna, por lo verdadera. Como que el sol es el astro rey: no hay nada más alto.

Esa infancia de la que sólo quedan recuerdos casi siempre falsos, porque la memoria vive de relatos y uno aprende a relatar justamente al abandonar la infancia. Esa juventud, la peor y más aburrida de las estaciones, a todas horas pendientes de los demás, sujetos al capricho de los detestables “mayores”, esclavos de nuestro cuerpo y de la voluntad ajena.

En la madurez, en cambio, nos ponemos gordos y gordas, según el decir del lendakari, lo que es indicio de placidez y estancamiento: hay que estar al acecho, o limpias las cañerías o mueres con un breve y lamentable estallido, como el de un petardo mojado.

¡Vejez, ansiado tesoro! ¡Hora magnífica en la que los supervivientes miran a su alrededor con gozosa impertinencia! ¡Cuando por fin todo es posible! ¡Cuando nadie va a hacerte el menor caso! ¡Cuando sobras en todas partes! ¡Momento de libertad extrema!

Siempre me ha extrañado que no haya más delincuentes de la tercera edad, aunque quizás estoy anunciando el futuro, cuando quiebre el Estado del Bienestar, porque a partir de los setenta es muy raro que un juez condene a nadie a más de tres años de trullo, que no se cumplen, como es natural.

La vejez es lírica y archiloca. Algunos de los mejores poemas han sido escritos por octogenarios supervivientes. Lo mejor de Yeats, por ejemplo, lo escribió tras una intervención quirúrgica de ligadura de trompas que él creyó le devolvía la virilidad perdida. Magníficos poemas y magno ridículo el del anciano persiguiendo a la criada, a la enfermera, a su propia señora (huyó despavorida) e incluso a la asistenta social.

Indescriptible última etapa de Tiziano, próximo a los noventa años y manejándose en la tela como Delacroix: el viejísimo veneciano volaba sobre nubes de pinceladas vibrátiles. Nadie quería sus cuadros, decían que le temblaba la mano... ¡Como si el arte dependiera de un tembleque!

Un asistente a la toma de posesión de Paco Brines, en la Real Academia, me contó la presencia, entre el público, de un viejo amigo poeta, desmadejado, retorcido, empujando incansablemente sus gafas negras por el puente con un índice agresivo, riendo a sonoras carcajadas amargas como el vino que bebe y gritando cada vez que se le mencionaba el nombre de algún viejo conocido:

“¿Ese? ¡Un facha! ¡Un jodido fascista! ¡Un franquista de mierda!”.

Al parecer no quedó nadie con vida.  Nos fusiló sin que le temblara la mano. Mano purísima de funcionario del franquismo. Todos habíamos cambiado a peor excepto él, temible viejo joven, puer senex, superviviente del siglo pasado, ¡qué digo!, de hace dos siglos, bohemio del Madrid de Mesonero Romanos.

Eso sí, aspira a ser académico. No está muy bien pagado, pero te da un empaque. Y publicas en ABC. ¡Maravillosa vejez! ¡Vejez tontiloca y cupletera!

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12 de junio de 2006
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¡Más mafiosos, es el arte!

En nuestros comentarios sobre el robo de obras de arte, especialmente sobre ladrones nazis y coleccionistas judíos, puede parecer que el asunto del latrocinio artístico sea sólo cuestión de gente patibularia. Alguien podría creer que los compradores de la mercancía robada son jefecillos de la guerra asiática, mafiosos rusos, falsos coroneles británicos en matanzas africanas, traficantes de opio afgano... Ni soñarlo.

En un comentario de Hugh Eakin publicado por el New York Review de mayo, aparece el cliente irreprochable, esa institución por encima de toda sospecha que es a donde va a parar la mercancía más valiosa. Dicho en plata: aparece un perista intocable.

El Princeton Museum of Art, el Boston Museum of Fine Arts, el Metropolitan Museum of Art, el J. Paul Getty Museum... todos ellos poseen piezas robadas, todos han sido descubiertos por las policías americana e italiana, todos están negociando con el gobierno de Roma la devolución de las más escandalosas.

Se trata de antigüedades griegas y etruscas desenterradas en excavaciones clandestinas por ladrones de tumbas de guante blanco, personajes que podrían aparecer en cualquier película de James Bond tomando un Martini en compañía de ricos armadores griegos o campeones de tenis en la terraza del Grassi.

Alguno de ellos, como el magnífico Giacomo Medici, multado en su última condena (diciembre de 2004) a pagar diez millones de euros por robar en yacimientos piratas, es tan sólo un eslabón en la cadena de directores de departamento museístico americano, subasteros de Londres, anticuarios suizos, arqueólogos italianos, jefes de la mafia siciliana, en fin, un espléndido personal de Maserati y Patek Philippe. Esta gente fue la que puso en el Met de Nueva York la crátera conocida como “Muerte de Sarpedón” (griega del siglo VI aJC), por la que el Museo pagó un millón de dólares de 1972 sabiendo que se trataba de una pieza robada. Treinta años más tarde, tiene que devolverla.

Hay una impagable fotografía de Giacomo Medici -cincuentón, sienes plateadas, sonrisa seductora, barriguita, un De Sica barato-, junto a la cratera del Met. No pudo resistirse. Tiene la vanidad del cazador de leones que posa junto a la fiera abatida, para la posteridad.

En la densa organización criminal figura también una pareja de millonarios, Barbara y Lawrence Fleischman, cuya colección de antigüedades donada al Getty como benévola cesión en 1996, era probablemente una falsa colección en la que se ocultaban las piezas robadas por encargo. Luego llegarían al Museo por vía benéfica.

De este asunto, lo que me parece más asombroso es que las instituciones culturales hayan adoptado métodos de millonario mafioso, de ricacho criminoide, con tal de aumentar sus colecciones.

Un comportamiento que pone de manifiesto la tremenda transformación de los fundamentos burgueses. Si los museos fueron en su origen centros educativos, hoy ya muchos de ellos sólo persiguen el enriquecimiento y la presencia mediática, exactamente como cualquier club de fútbol.

Ya lo sabíamos, pero no está mal tener ejemplos irrebatibles para cuando aparece (porque siempre aparece) un funcionario diciendo que no nos pongamos pesados, que todo son exageraciones.

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9 de junio de 2006
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Velocidades y lentitudes

Algunos de nuestros hábitos han cambiado aceleradamente. Desde que nos avisaban con gran alarma porque teníamos una conferencia telefónica (“¡Señorito, señorito! ¡Le llaman por el aparato desde Palma de Mallorca!”, gritaba inevitablemente una doncella en las comedias de Alfonso Paso), hasta el actual delirio de los móviles, la conversación incorpórea se ha transformado en muy pocos años.

Antes era frecuente ver retorcerse de dolor a los enfermos. Una imagen que casi ha desaparecido de los hospitales y las clínicas. Si algo hay que agradecer a las multinacionales farmacéuticas, posiblemente las empresas más desalmadas del mercado, es su aportación a la eliminación del dolor inútil.

En cambio otros apenas han cambiado. Son saurios paleolíticos que se arrastran por nuestros barrios como si no hubiera pasado un millón de años. Estoy pensando en un alegre e inmisericorde comentario de Vani sobre los Grandes Almacenes.

Contra la imagen que de sí mismos exhiben, ni son modernos, ni son imaginativos, ni son actuales, ni hacen otra cosa que repetir rutinariamente la fórmula que aplicaron en su nacimiento. Los Grandes Almacenes siguen exactamente igual que cuando se inauguraron en 1852, fecha de apertura de Le Bon Marché, el primero en su género.

Creado por Aristide Boucicaut (y señora) la historia de Le Bon Marché viene minuciosamente descrita en una novela de Zola, Au Bonheur des Dames. La novela es mala, como casi todo lo que escribió Zola. Mala quiere decir, escrita de cualquier manera, en un francés rasposo. Leerlo produce la impresión de las chirlas mal lavadas. Esa arenilla...

Sin embargo, la documentación es fenomenal y sigue siendo la mejor introducción a las prácticas mercantiles de los Grandes Almacenes. Porque no han cambiado ni un milímetro.

Ya entonces mostraban en los bajos del escaparate unas chucherías que llamaran la atención de los niños, para que, al detenerse, las señoras repararan en las lujosas mercancías situadas en altura. Ya entonces diseñaban el recorrido interno del almacén de manera que el curioso hubiera de pasar delante de una buena selección de productos tentadores antes de llegar al que estaba buscando.

Ya entonces vendían a precio ruinoso alguna mercancía muy buscada (la seda, en aquel tiempo), de manera que atrajera público a precios de dumping. Sabían que el cliente compraría otras cosas cuyo precio inflado compensaría las pérdidas. Ya entonces su mayor enemigo era el pequeño comerciante, cuyo envidioso desdén se traducía en posiciones políticas ultraconservadoras, explotadas por los políticos populistas.

Ya entonces el mayor gasto proporcional del almacén era la publicidad, con la que procuraba presentarse como el colmo de la vanguardia, de la sofisticación, de la elegancia, del deseo moderno, de estar a la última, y así sucesivamente.

Han pasado cien años y todo sigue igual. Deberíamos considerar la publicidad de El Corte Inglés más o menos como si fuera la del Museo del Prado, o la del Arzobispado de Valladolid.

Como los grandes saurios prehistóricos, los almacenes sólo han cambiado su tamaño. De ocupar una manzana, algunos malls de Canadá y los EE. UU. han pasado a ocupar una ciudad entera.

Aplíquese este juicio a otras dos antiguallas insustituibles: el sindicato y el partido político.

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8 de junio de 2006
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Nunca mueren

El viernes 2 de junio moría acompañada por los suyos la cantante Rocío Jurado. Ya lo sé. Ya lo sé.

Lo que no sé es si hay otros países en donde las Grandes Madres ocupen tanto espacio público y se hinquen tan fuertemente en el corazón de las poblaciones. Tiendo a creer que sólo en algunos países árabes se da esta idolatría hacia mujeres fuertes y de tremendo carácter. Mujeres que vencen en un universo, no ya de hombres, sino de machos violentos.

Su hermano Amador dijo que había muerto tranquila, “atendida por su médico personal, Alejandro Domingo”. Dar el nombre del “médico personal” en estas circunstancias, es mayestático. Sólo las más altas figuras del Estado suelen mencionar a su médico por el nombre. Así fue durante la agonía de Franco y sus atribulados matasanos. Quizás por esta razón el Rey de España llamó al viudo para expresar sus condolencias. Inter pares.

Las Grandes Madres ocupan un lugar paralelo al de los sátrapas, por compensación sentimental. Ellos son machos agresivos, ellas son las Grandes Madres que protegen a la débil, frágil, delicada progenie. Anna Magnani había construido maravillosamente el personaje en Mamma Roma. Era la Roma de los años cincuenta, la de la miseria sureña, la de la inmigración, la del fin del fascismo y el comienzo del desarrollo inmobiliario desaforado. La Mafia, machos violentos, se estaba adueñando del país con la colaboración del ejército americano y la Democracia Cristiana.

Las Grandes Madres, adoradas por sus hijos más frágiles y vulnerables, son un clásico de las sociedades patriarcales. Por eso Almodóvar ha dicho de Rocío Jurado: “Las mujeres como ella no se mueren”. Un enunciado perfectamente irracional en el mismo día de la muerte, pero comprensible como aullido de dolor que escapa del pecho de un hijo abandonado. Ya nunca más estará ella para interponerse entre el hijo y el puño del padre que llega a casa borracho y ciego de resentimiento.

En Francia sólo hay un precedente semejante de exequias de Estado, las de Edith Piaf. Pero es el modelo contrario. La pobre mujer explotada por sus chulos. El ídolo de los inmigrantes árabes era, en cambio, Dalida, un modelo de Gran Madre típico de nuestras tierras, pero sin la fuerza de la autenticidad.

En el entierro estaban las otras Madres que aún viven: Sara Montiel, Paquita Rico, Massiel, son Madres Menores que no alcanzaron la altura de Rocío Jurado por falta de energía, potencia, fuerza, audacia y desmesura. Han sido prudentes. No han disputado su autoridad al macho, se han hecho amigas suyas.

Van muriendo las verdaderas, Lola Flores, la primera. Con ellas se muere lo que aún queda en España de siglo XIX.

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7 de junio de 2006
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Un gran tipo

El jueves primero de junio, el diario Libération dedicaba sus páginas principales del suplemento de libros a Juan Marsé. Bajo el incomprensible título de La Planete Marsé, un largo artículo de Philippe Lançon contaba al público francés, con mucho respeto y simpatía hacia el protagonista, la increíble historia de cómo fue adoptado en un trayecto de taxi. Es su mejor novela.

La primera vez que oí esa historia, la contaba el propio Marsé con el inevitable whisky haciendo clinc clinc en su mano y ese estilo despacioso, tranquilo, sosegado, más americano que europeo, con el que suele contar sus historias.

Su padre biológico, un taxista, había comentado con la pareja que viajaba en su coche las dificultades que tenía para criar al recién nacido, toda vez que la madre había muerto de posparto. La pareja, que no podía tener descendencia, acordó de inmediato la adopción. Así de rápido, así de simple, carambola, una belleza.

Marsé volvió a ver a su padre biológico en varias ocasiones. Siempre habla de él con cariño. La última escena, con el viejo taxista mostrando recortes de prensa a la gente del pueblo y exclamando con patético orgullo: “¡Es mi hijo!”, resulta tan melodramática que necesariamente ha de ser cierta.

Explicar Marsé a los franceses no es fácil. El autor del artículo, por ejemplo, tiene una visión surrealista del escritor. Dice: Marsé a l’air d’un vieux paysan pauvre dont les rêves demeurent violents et rafinés. ¿Marsé un labriego pobre? ¡Cielo santo! ¡Pero si Marsé es el doble casi exacto de Derrida! ¡Si tiene aspecto de profesor de filosofía de la Sorbona! Este hombre no ha visto en su vida “un paysan pauvre”. No los hay por París.

Y luego insiste mucho en que si las putas de Barcelona, que si el Barrio Chino, que si el antifranquismo, y otros tópicos del siglo pasado, como si Marsé fuera Claude Simon, errando absolutamente la diana. Marsé es un escritor delicado, lírico, en absoluto realista, en todo caso impresionista. Sus personajes nunca están vistos desde el exterior mecánico, social y naturalista del realismo, sino desde la intimidad poética.

El tiernísimo inmigrante de Últimas tardes con Teresa, el Pijoaparte, es mucho más espiritual que los chicos de clase alta a los que quiere parecerse. Y Marsé lo sabe. En su mundo siempre hay madres acogedoras, y si son putas son igualmente maternales y acogedoras. Y si son criadas o sirvientas, son aún más maternales y acogedoras. Las mujeres acogen y consuelan a unos pobres tipos incapaces de matar a una mosca e inútiles para alcanzar las metas que se han propuesto.

Aparte de que hay matices imposibles de transmitir a los franceses. Marsé es el único escritor catalán que ha dicho lo que había que decir sobre las novelas de Mari Pau Janer y sobre los premios Planeta y sobre un intocable del régimen como Baltasar Porcel.

Juan Marsé no es un campesino pobre, sino un caballero, y un caballero absoluta y radicalmente libre.

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6 de junio de 2006
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Merienda de negros

El racismo ya no es lo que era. Antes de que nuestras sociedades fueran bendecidas por la multiculturalidad sólo conocíamos dos racismos, los de toda la vida: el antisemita (europeo) y el antinegro (americano), ambos con una tradición muy respetable.

Durante siglos y con el sacrificado apoyo de la Iglesia de Roma, las buenas familias europeas y el sano pueblo fueron antisemitas con tanta afición como ahora son demócratas. En tiempos tranquilos, hacían chistes sobre judíos. En tiempos turbulentos, los mataban.

Idéntico comportamiento mostraron los americanos con los negros que tuvieron la desfachatez de sobrevivir a la esclavitud.

Sin embargo, estas venerables instituciones han cambiado tanto en los últimos tiempos que ya no las conoce ni su madre. De una parte, muchos judíos de Israel y sionistas de los EE. UU. son ahora racistas antiárabes para compensar que les quitaron las tierras y sus casas a los palestinos, los cuales, todo hay que decirlo, hacen lo que pueden para que no se las devuelvan.

Y por otra parte, muchos negros de los EE. UU. son ahora antisemitas, fenómeno que por fin ha llegado a Europa, donde fructifica todo lo culturalmente valioso de aquel gran país.

El domingo 28 de mayo un grupo de 30 negros forzudos y entrenados en diversas estupideces marciales ocupaba el barrio del Marais, en París, al grito de: “¿Dónde están los maricones judíos?”

No llegó la sangre al río porque ni los maricones (el Marais es barrio gay), ni los judíos (allí está la sinagoga más antigua de París) se molestaron en acudir a la llamada de aquellos chulos analfabetos de color negro.

Lo del color lo sé por las fotografías. Lo de que son analfabetos lo sabrá cualquiera que lea sus comunicados: son tan delirantes que los de ETA a su lado parecen escritos por Donoso Cortés.

Estos nuevos racistas europeos pertenecen a una sociedad llamada Kémites Atoniens y consideran que el Marais se ha convertido en Tel Aviv sur Seine. Ellos, los hijos de Cam, van a liberarlo con la fuerza de sus músculos y la agudeza de sus cerebros de mosquito.

No tardarán en llegar a España, porque todo lo culturalmente valioso de París acaba siempre por fructificar en nuestra amada patria. Allí les estaremos esperando muy ilusionados.

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5 de junio de 2006
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Un empleado ejemplar

El Museo Cantonal de Bellas Artes de Lausana está en el Palais de Rumine, un espanto historicista, imitación del Palacio Pitti, con dos columnas gigantescas en la entrada tan grandes como las de los dogos venecianos, pero con esfinges en lugar de leones.  El interior es inenarrable. Allí penetro fieramente, dispuesto a todo.

El encargado del museo me atiende a la entrada. Está desolado.  Es un hombre de unos sesenta años, alto, con un hermoso bigote Bismark, bien trajeado y toda la pinta de ser un excelente pescador de caña.

Pregunto por la colección y en especial por un paisaje de Marquet que me ha traído hasta aquí. El funcionario se desuela, como dice Carlos Albisu; es decir, abate los brazos, alza los hombros, mira al suelo y luego al techo, pone los ojos en blanco, en fin, hace el número completo de María Magdalena. Y me entrega un cataloguillo. Es una retrospectiva de Tom Burr titulada «Extrospective» para evitar términos vulgares.

“!Se lo han llevado todo, caballero! !Todo, incluido el precioso género de Marquet! ¡Todo empaquetado, todo a los almacenes! En su lugar han puesto ESTO”.

Señala algunas piezas de la primera sala. Son las cosas habituales de Burr, cadenas, cueros, gomas, hierros… El encargado compone un gesto de emperador romano indicando las ruinas de Palmira.

“No se preocupe (le digo para consolarle), no importa. También hay que mostrar las producciones actuales. Y veo que proyectan una película de Kenneth Anger. Es interesante”.

“¿Interesante? ¿En verdad? Como desee el caballero. Yo diría, yo diría… En fin, yo diría muchas cosas, pero no me está permitido. Tengo mi responsabilidad, ¿sabe usted? En la república confederal todos somos soldados. Pero imagine mi posición. Soy yo quien recibe a los visitantes, ¿comprende? Y quien da las explicaciones, ¿verdad? ¿De dónde viene usted, si no es indiscreción?”.

“De Ouchy”.

“Espléndido lugar. Magnífico panorama”.

Hablamos un rato sobre los hoteles favoritos de los zares de Rusia. Tiempos aquellos. Me despido y voy saliendo, cuando me llama discretamente y se acerca con cierto nerviosismo.

“No ha perdido el tiempo, caballero. He tenido una gran idea. Cruce la plaza y entre en la Brasserie Le Vaudois. Hoy tienen caquelon de vigneron. Que pase usted muy buen día”.

Le obedezco.

Solo después de comer un tremendo servicio de caquelon de vigneron descubro que he devorado un caballo. Me siento como un caníbal. A Kenneth Anger le habría entusiasmado.

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2 de junio de 2006
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Remontando el río Congo

La primera embarcación a vapor que navegó por aguas suizas cruzó el lago Leman de Ginebra a Ouchy en 1823. Línea y embarcación, todavía funcionan. Como es lógico, no debe de quedar ni un tornillo del original, pero el SS Montreux, bautizado en 1904, sigue disponiendo a los viajeros sobre su cubierta y es tan esbelto como una babucha de sultán.

Más modesto, el Lavaux me acerca a las mansiones de Bellevue y de La Bellotte. Durante el trayecto puede verse entre verduras la villa Diodati, ese lugar en donde ardía la más alta poesía y la más grosera estupidez cuando Byron, Shelley y sus groopies la ocuparon hasta la muerte del poeta, o sea, de Shelley.

La escena del funeral “griego” de Shelley, tal como lo relata en sus memorias Trelawny, que estaba presente, es soberbia. Las damas lloraban por el joven poeta arrebatado por los dioses celosos, mientras sus amigos prendían fuego a la pira funeraria. Pero cuando las llamas causaron la explosión del cráneo de Shelley, huyeron despavoridas y cubiertas de sesos fritos.

En lo alto de la ribera opuesta se ve también la mansión (una más) de los Rotschild, inconfundible por su espantoso mal gusto. Esta familia de familias no logró moderar su tosquedad hasta la segunda guerra mundial.

El sol da de lleno sobre la toldilla. Un par de argentinas muy jóvenes duermen tumbadas sobre la cubierta con la cabeza apoyada en los salvavidas. Han pasado una noche agitada y el balanceo lacustre las sosiega.

El Lavaux avanza sobre las aguas quietas. Un hermano del Lavaux debió de remontar los grandes ríos africanos y asiáticos en donde familias como los Rotschild pusieron a navegar sus cañoneras. La conquista colonial no habría sido posible sin estas preciosas máquinas fluviales, armadas con un cañón en la proa. La Reina de África.

Del mismo modo que ahora vamos de un puertecito a otro cargando y descargando pasajeros, iban entonces las cañoneras de fuerte en fuerte y dejaban en cada estación (apenas cuatro maderos en medio de la jungla) a un pelotón de soldados. Luego seguían remontando. Aquellas infernales guarniciones de las Compañías han dado uno de los mejores cuentos de la literatura, Un par de idiotas (Two fools), de Conrad. Aunque la historia esencial, la que dice la verdad sobre la épica colonial, es, naturalmente, El corazón de las tinieblas.

Quizás en alguno de estos remansos del Leman habitado por millonarios de todos los pelajes, sobreviva también un Kurtz. Alguien que ha traficado toda su vida con armas, drogas, petróleo y seres humanos. Alguien que ha conocido todas las mafias, todas las corrupciones. Quizás se esconda en una de estas colosales mansiones, dando tumbos por habitaciones vacías, golpeando su cuerpo desnudo contra las esquinas, pisando botellas rotas y esperando que en algún momento se presente el mensajero con la tan ansiada medicina. El horror, el horror.

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1 de junio de 2006
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Se va el caimán

Y no se va para Barranquilla sino a la Porra. He sido un fanático del primer Nani Moretti (el de la genial Palombella rossa) y muy adicto al segundo (hasta la menos genial La stanza del figlio), pero su Caimán no tiene perdón de Dios.

Primer y magno error: proponer un final apocalíptico, con Berlusconi dando un golpe de estado envuelto en llamas para evitar ir a prisión (muy buena la música de esa escena, digna de Herrmann), cuando hace escasas semanas los electores lo han enviado a su casa sin el menor problema.

Segundo error, bastante considerable: que el propio Moretti interprete a Berlusconi al final de la película para soltar su típico discurso sobre la ineficacia de la izquierda, sobre la incompetencia de la magistratura, sobre el régimen cleptómano de los partidos italianos, sobre la imposibilidad de que un gobierno dure más de dos años, etcétera, mientras los espectadores van dando cabezazos y musitando: “¡Cuánta razón tiene Berlusconi...!”.

Tercer error, comprensible: el desorden argumental, el guión caótico, la acumulación de despropósitos seguramente debidos a los cortes impuestos por los abogados de la productora. De no ser así, sería imperdonable. El protagonista está arruinado, acabado, abandonado por su actor, por su mujer y por su productor en una de las últimas escenas. Sin embargo, en la siguiente continúa el rodaje con un actor nuevo, todo el equipo, los decorados y la utillería, como si tal cosa y sin mayores explicaciones.

En fin, último error, muy humano: a lo largo de la película los actores, productores, directores, todos aquellos a quienes se les propone el guión, dicen que es absurdo rodar una película para contar lo que todo el mundo sabe sobre Berlusconi. En efecto. No tiene ningún sentido rodar una película que cuenta una pequeña parte de lo que todos sabemos sobre Berlusconi. Moretti parece protegerse de la crítica adelantándose a ella. Pero lo que ha rodado es una película que cuenta una pequeña parte de lo que todos sabemos sobre Berlusconi.

En algún momento de Caimán el protagonista dice que no soporta el cine ideológico. Moretti había demostrado que con inteligencia, humor y una viva imaginación, era posible hacer un cine político no inmediatamente obvio o infantil.

Después de Caimán, parece que ya ni siquiera Moretti puede rodar cine político.

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31 de mayo de 2006
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¡Menuda cara!

Doscientas cincuenta fotografías de Cindy Sherman en el Jeu de Paume de París, dan para un buen rato. Cada una de ellas es una historia, pero el conjunto también lo es.

Las fotografías, especialmente las de los años setenta, pequeñas y en blanco y negro, nos invitan a fantasear la vida de cientos de mujeres irrepetibles, como esa atractiva ama de casa que recoge su cabello con un pañuelo y mira de reojo mientras cierra la puerta del chalecito suburbial.

Está asustada, pero también excitada. ¿Ha visto algo inquietante? ¿Un extraño? ¿O acaso no está saliendo de su casa? ¿Quizás estaba abriendo la puerta cuando alguien apareció a su espalda? ¿Alguien excesivamente conocido? ¿No sabe si dejarle entrar o gritar pidiendo auxilio? ¿Es su exmarido? ¿Será el inspector de Hacienda?

Esta primera época es excelente porque Sherman conoce muy bien los arquetipos populares del cine negro, de los seriales televisivos, de la cultura barata, de las revistas femeninas de los años cincuenta y sesenta. Esas figuras están fijadas para siempre en las portadas de miles de noveluchas. Son su pasión, las ama, quiere ser como ellas. Pero entonces sucedió algo terrible: tuvo un éxito loco. Se convirtió en una estrella. Ganó muchísimo dinero.

El resto es la historia de una decadencia. Las fotografías de los años ochenta son más grandes y en color. Las de los noventa aún mayores (ocupan toda una pared), utilizan soportes muy caros de un vívido cromatismo hiperrealista. Las más recientes hacen llorar: son mediocres, carecen de imaginación (las que imitan cuadros de maestros antiguos), buscan un efecto inmediato y banal (las pseudoporno), se dan facilidades intolerables (esa serie dedicada al gore), resultan pretenciosas (las llamadas “surrealistas”).

Y al final, en 2003/04, el batacazo descomunal. La serie de los payasos. Una payasada en la que los críticos desesperados tratan de ver alguna trascendencia. La burla de sí misma, el descrédito del arte, etcétera. La nausea.

He aquí una joven inteligente y creativa que inventa un género fotográfico, pero que, incapaz de sostener la tensión artística, deriva hasta convertirse en una fábrica de objetos cada vez más caros, espectaculares y ordinarios.

Tengo para mí que el concepto mismo de decadencia se define con el helenismo. Los llamados primitivos griegos inventaron recipientes de alfarería cuyas formas admirables, el kilix, el skyphos, la cratera, perduraron durante siglos. Llamamos decadencia a esos mismos objetos, pero producidos por artesanos sin imaginación en tamaño gigante y con materiales lujosos como el ónice, la plata y el oro.

La mejor historia femenina de Cindy Sherman es la suya. Y lo más curioso es que esa historia carece de imagen.

 

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30 de mayo de 2006
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