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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Máquinas y humanos

Apenas acaba de asomar el sol, una mancha borrosa entre espesas nubes plomizas, y el oficial, ajustándose el cinto ante el espejo, se siente ya vagamente aburrido e irritado por la obligada visita a la fábrica de productos químicos, pero es un requisito previo para lograr el permiso, tantas veces postergado, de volar a la capital donde debe entregar el informe. Eso le permitirá visitar a su esposa, inmovilizada en la cama por una enfermedad incurable y a la que no ve desde hace meses. Es una ocasión que no quiere perder. Quizás sea la última despedida. Se resigna y sale a la calle, donde le espera la limusina.

En la fábrica se están llevando a cabo las primeras pruebas de un nuevo modelo de horno, una máquina experimental cuyos mecanismos adyacentes mejoran considerablemente el rendimiento. En un gigantesco hangar, casi al amanecer, se encuentra con media docena de ingenieros y funcionarios, todos ateridos de frío y golpeando el suelo con los zapatos. Hace un tiempo de perros. Se saludan formulariamente y comienzan la visita.

El proyecto lo dirige un técnico de fama mundial, viejo, aquejado de asma y artritis. Las explicaciones llegan a oídos del oficial entrecortadas de silbidos y gargarismos, casi ininteligibles. Siente un profundo malestar, pero se apiada del ingeniero, hombre casi anciano, doblado en dos, sacudido por toses y estornudos, obligado por sus jefes a hablar entre jadeos de su nueva turbina, la cual transforma la materia viva en inorgánica, como las modernas plantas incineradoras de basura.

Hastiado de no entender apenas una sola palabra, ensimismado en sus pensamientos, el oficial se queda absorto cavilando sobre esa materia orgánica, viviente, que gracias a la energía térmica se vacía de todo pensamiento y sensibilidad para acabar convertida en fosfatos minerales, los cuales servirán más tarde para la fabricación de forrajes. A través del consumo animal, esa materia primitiva volverá a ser orgánica, regresará a la vida, piensa el oficial, en una metamorfosis vertiginosa, imposible de comprender, abismal, porque es la vida misma del animal lo que insuflará la vida a la materia inorgánica en un proceso mágico, o más bien divino, sobrenatural. Suspira y vuelve a escuchar distraídamente al ingeniero, mientras consulta con disimulo su reloj.

Esta es una de las escenas más espeluznantes de la inmensa novela Vida y destino, de Vassili Grossman (modificada para uso propio). En el relato del novelista ruso, al día siguiente de su visita, el oficial, el Obersturmbannführer Liss, deberá informar a Eichmann sobre el nuevo horno crematorio que se está construyendo y valorar sus ventajas sobre los antiguos. La materia orgánica a la que se refiere el ingeniero y en la que piensa Liss no es otra que los cuerpos de millones de judíos que van a ser incinerados. Para Liss, para Eichmann, esos millones de cuerpos son un considerable problema y un desafío técnico. No es fácil deshacerse de ellos. Durante su juicio en Tel Aviv, Eichmann repetirá una y otra vez el colosal esfuerzo que hubo de hacer para llevar a cabo la orden del Führer. Le parecía injusto que no se le reconociera algún mérito.

Recuerdo el espanto que me produjo la lectura de una carta (creo recordar que de la empresa Thyssen) en la que otro ingeniero informaba al Reich sobre las ventajas del Cyclon B mejorado, el gas usado en las cámaras de exterminio. El director de la firma se felicitaba porque la nueva composición del gas cerraba compulsivamente los esfínteres del cuerpo humano en el momento de la muerte, de manera que la limpieza de las cámaras se vería muy mejorada y los empleados no tendrían que soportar el hedor de las heces. Era la misma retórica que hoy emplea la banca o el comercio para exponer las ventajas de un producto.

Algo muy serio cambió, una línea tenue se traspasó, cierto elemento casi invisible, pero esencial para la supervivencia de la especie, se malogró durante el siglo XX. Me temo, sin embargo, que aún no sabemos de qué se trataba, qué fue lo que cambió, qué puerta cruzamos, qué mínimo y esencial elemento perdimos como vírgenes necias.

Vamos alargando el plazo de entrega de la respuesta como quien retrasa un examen ineludible. Parece prudente, pero es infantil. Millones de ojos nos miran desde la oscuridad, y no están en el más allá sino dentro de nosotros mismos, enterrados en nuestra conciencia. Algún día habrá que subir a la tarima y dar explicaciones.

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24 de agosto de 2006
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En la Jacetania (3)

Llegó el día. Ha amanecido sin nubes y Oroel parece desperezarse ante los visitantes de primera hora. Hay brisa. Es relevante que la haya porque sin corrientes las grandes aves no pueden emprender el vuelo, o lo hacen con mucha dificultad y en consecuencia no se arriesgan a bajar.

Pasamos por Rabal para recoger lo que Paco Ferrer Lerín llama “la carroñá”. Llevamos cuarenta kilos de entrevivos y livianos muy frescos y apetecibles, y también una buena parte de hueso. Subimos por la carretera vieja de Zaragoza hasta cruzar la media altura del Oroel. Vamos sorteando corredores de mediana edad a los que el deporte está matando aceleradamente, niños con bicicletas, niños con patines y últimamente niños con unos esquíes provistos de ruedas que son los más peligrosos, por lo tonto del juego.

Los niños se han multiplicado como conejos. En toda esta zona hay en la actualidad muchos más niños que adultos, lo que va creando una atmósfera “oriente medio” de lo más interesante. Incapaces de estarse quietos, angustiados por una vida que se les presenta amenazante y agresiva con tanta competencia de su misma edad, los niños están en varios lugares a la vez moviéndose a toda velocidad y parecen incluso más de los que ya son.

Extendemos la carroña en el patio de un antiguo polvorín totalmente destruido. Sólo queda un muñón de piedra que nos servirá de punto de referencia para los prismáticos. La superficie queda cubierta por una alfombra de sonrosados despojos, páncreas, jirones de carne, casquería, bellas miserias salpicadas por la blancura de los huesos.

Nos retiramos a una umbría, lo que aquí llaman “un paco”, que cae justo frontera de la carroña, a unos cien metros. Cubiertos por la maleza y tendidos entre las zarzamoras nos sentimos como maquis del siglo pasado, armados con escopetas de caza y carabinas oxidadas, un volumen muy trabajado de Bakunin en el bolsillo, a la espera de la presa.

Pasan los minutos. Al cabo de un cuarto de hora atisbamos unas aves recortadas contra el cielo, pero de inmediato Paco las descarta, son milanos. Lo importante, lo que en verdad nos dará la señal de peligro, son los cuervos. El corbacho, el ave jorobada, la de mayor entendimiento entre todas las aves, es el piloto de las grandes carroñeras.

A los veinte minutos cunde el desánimo. Hoy no van a bajar. Hay demasiado deportista en la carretera, mucho excursionista por el hayedo, los animales estarán, quizás, hacia la parte de Francia, quién sabe. Ya nos hemos sobresaltado un par de veces con unas ratoneras, falsas esperanzas.

A los veintisiete minutos, Paco da un salto, ha oído un cuervo, dos cuervos aparecen por la izquierda, giran a cierta altura, ya han visto la carroña, ahora tienen que explorar la zona, vuelan sobre nuestras cabezas, nos estudian, se acercan al muñón de piedra, dan dos pases rasantes y se posan en un arbolillo. Paco nos advierte de que ahora todo va a ser rapidísimo, andad con ojo. Uno de los cuervos ya ha bajado. El segundo le sigue. El primer cuervo levanta el vuelo con un pingajo en el pico. Y entonces todo sucede a gran velocidad.

Sin que sepamos de dónde ha salido, como por magia, cubre el cielo hasta ahora azul celeste una nube espesa. Se oculta el sol. Eva mira hacia la nube con sus prismáticos y dice las palabras deseadas: “¡Son ellos!”. Paco asiente y ordena silencio. “¡El ruido, el ruido!”, nos dice en un susurro y señalando hacia arriba.

En efecto, de pronto parece como si se hubiera desatado un viento violento, pero no es un viento lo que suena sino el aire que pasa a través de las alas de los buitres, los cuales están cayendo en picado sobre la carroña, cuarenta, cincuenta buitres llegados de la nada, animales de casi cuatro metros de envergadura, lanzados con las alas plegadas, como stukas, a una velocidad inconcebible, pasan sobre nuestras cabezas atronando el aire. Estamos sobrecogidos, entusiasmados, nos arrancamos los prismáticos unos a otros.

En apenas un minuto, la explanada se ha cubierto de buitres, el suelo ha desaparecido bajo la espesísima reunión de carroñeros. Comienza la pelea de los más violentos (son los más hambrientos) por apoderarse de alguna piltrafa. Hay un tumulto de alas que se abren y cierran, de cuellos curvos, de picos ganchudos que se alzan y se hunden. Mientras tanto siguen llegando buitres, aunque ya no descienden. Sólo de vez en cuando alguno, desesperado, saca las patas como el tren de aterrizaje de las aeronaves y desciende hecho una bomba.

Los cuarenta kilos han desaparecido en pocos minutos. De nada habría servido traer cien kilos. Según Paco, cuanto mayor es el amontonamiento de despojos, tanto mayor es el número de buitres que acude. Hay un indudable e incomprensible cálculo entre estos animales que determina el número de ejemplares que acudirá al cebo sin necesidad de comunicar entre sí.

Paulatinamente los buitres de color leonado van emprendiendo el vuelo con ese lento y poderoso batir de alas que aprovecha el impulso del aire caliente, de las corrientes térmicas. Paco nos advierte de que está por llegar el alimoche. Este precioso animal no forma parte ni de la familia de los buitres ni de las águilas, es un sujeto solitario. No es ni carroñero, ni rapaz, sino coprófago. Por su singularidad, era sagrado en Egipto donde se decía que arrojaba desde el aire a las tortugas que cazaba para partirles la concha.

Y allí aparece, algo más pequeño, pero, sobre todo, de un color blanco resplandeciente, como una gran gaviota, el alimoche. Es el aviso de que ya ha concluido la carroñá. Sólo quedaría por ver al quebrantahuesos, otra divinidad del aire que se alimenta de los huesos que han dejado mondos los carroñeros, pero que cada vez es más infrecuente.

Regresamos a las piedras, a las rocas, a las peñas, a las cuevas, a las grutas, a las cavernas, a las entrañas terrestres. Se acabó el viaje telúrico. El buitre me parece algo así como la entraña misma del aire.

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23 de agosto de 2006
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En la Jacetania (2)

Si vivir en el fuerte de Rapitán es hundirse en la experiencia subterránea, telúrica, de los Nibelungos y otras criaturas de la escondida roca maternal, la visita de San Juan de la Peña es acudir al altar de Parsifal para introducirse en la boca misma de la Tierra.

La peña que le da nombre es una lengua rojiza que se desprende del monte y forma un voladizo bajo el que cabría un portaviones. Lo sorprendente es el color, más sanguíneo que arcilloso, aunque varía con las horas del día y puede llegar a sugerir un cortinaje carmesí mineralizado, a punto de caer sobre la entrada del monasterio viejo. Es, en todo caso, el paladar gigante que protege la boca de una cueva sagrada.

La materia de la que está hecha la peña es un conglomerado oligoceno, formado por cantos rodados y un cemento calcáreo que los expertos llaman “pudinga”. Los cantos, del tamaño de un balón de rugby, llamados “bolos”, se desprenden con facilidad y durante siglos han matado a los peregrinos y frailes del monasterio, con lo que el número de almas salvadas ha sido grande pues nadie ha podido mantenerse en este lugar temible por mucho rato sin confesar y encomendarse al Más Allá con temor y temblor.

Los turistas, claro, son escasamente medievales y muchos de ellos no aceptarían ser llevados a la fuerza hasta el Cielo. Eso sin considerar que en una notable cantidad, los turistas no confiesan. Y no me refiero sólo a los japoneses. Para remediar una posible protesta, la peña está ahora cubierta por una tela metálica que añade brillos malignos a la ya amenazadora avalancha petrificada. Los cantos que se desprenden dan en la malla y quedan allí, flotando, sostenidos en el aire, lo que añade un efecto surreal y milagrero al conjunto.

En el interior se extiende una poderosa sucesión de aposentos, iglesias, basílicas, capillas, claustros y pasillos, que perforan la tierra y se unen a ella fraternalmente. El núcleo principal, de los siglos XI y XII, ya era famoso en aquellos años de cruces y espadas, y acogía el panteón real. No hay que olvidar, sin embargo, que estamos en un lugar apenas arrancado a la entraña terrestre, de profunda memoria pagana, y en el panteón real, junto a reyes y abades, yace también el famoso conde de Aranda, el más sagaz de los ministros iluminados, seguramente masón y jefe de masones.

En la iglesia del monasterio, los ábsides de preciosa fábrica románica están excavados en la roca, la cual forma también la bóveda, de modo que los elementos de soporte son decorativos, aunque parecen aguantar la montaña entera. Nos explica José Luís Solano que en esta nave, a la hora sexta de un día del año 1061, la cristiandad cambió del rito mozárabe al latino. Uno imagina la instantaneidad del acontecimiento y oye en todas las iglesias de España el paso cambiado de la sinuosidad respiratoria del viejo rito al orden geométrico del gregoriano, como quien cambia un Debussy por un Webern.

El poder inmenso de estos lugares telúricos me desconcierta. Sobre un altar, el Santo Grial. Quizás habría que decir, “uno de los santos griales”, ya que los hay por todas partes. El de San Juan de la Peña está hecho de cornalina y luce unas alhajas verdes, quizás esmeraldas, con perlas al tresbolillo. Yo no dudo de que sea el auténtico y tengo para ello mis razones. Las expongo.

La atracción que ha ejercido desde siempre este primer recipiente de la sangre de Cristo llegó hasta las lejanas tierras germanas y un buen día el propio Wagner atendió como hipnotizado y sin saber a dónde iba, desde su residencia de Baviera y siguiendo una llamada que retumbaba en sus oídos con eco de metales y percusión, al poderoso encantamiento. Caminó a ciegas y los brazos extendidos hacia adelante durante semanas. Cuando por fin logró llegar hasta la Peña malentendiéndose en su cerrado alemán con nativos de la zona oscense que apenas hablaban castellano ni lengua alguna indoeuropea, cayó de hinojos ante el grial como si le hubiera golpeado uno de los bolos de cuando no había malla. Mientras caía derrumbado, sonó profundo y tristísimo en el teatro de su cabezota prognática, el tema de Parsifal.

Salió de las entrañas de la tierra tambaleándose y como borracho y ya no se detuvo hasta encontrarse de nuevo en su gabinete, componiendo a toda velocidad su última ópera, la que le costaría el odio y la befa del hombre más inteligente del mundo, el sulfúrico Friedrich Nietzsche, el cual comprendió de inmediato que aquella era una música nacida del terror a la muerte e inspirada por el dios de los siervos.

Sin embargo, Wagner no se había movido en ningún momento de su mesa de trabajo y así se lo confirmaron los ujieres y muchachas de servicio, entristecidos por la incredulidad del maestro el cual insistía iracundo y con los ojos desorbitados en que acababa de regresar de un largo viaje. A las pocas semanas moría fulminado.

Si esta no es suficiente prueba, que baje Dios y lo vea.

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22 de agosto de 2006
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En la Jacetania

Aquí las cosas, los animales, los edificios y algunas personas parecen recién arrancados de la tierra y aún como a medio salir de ella, con todavía una querencia a regresar, como si les hubieran interrumpido el sueño y despertasen a media transformación.

Me alojan en el fuerte de Rapitán, ejemplo perfecto de todo lo anterior. La fortaleza, comenzada en 1884, es un enorme conjunto militar, un castillo de defensa con su foso y puente levadizo, así como una residencia. Desde su altura, más de mil cien metros, la artillería domina la ciudad entera y vigila el valle hasta la Canal de Berdún. Tiene enfrente la peña de Oroel, un gigante abrupto nacido en la última fase compresiva de los Pirineos, a donde tenemos que ir dentro de unos días. Por la tarde sus pliegues paralelos se doran con el sol poniente.

Muchas parejas suben hasta la terraza del Rapitán para ver el crepúsculo. También la noche atrae a este lugar desolado, batido por el viento, gélido a partir de septiembre, los sigilosos automóviles que aparcan durante horas con las luces apagadas. Al amanecer llegan otros para concluir la jarana. Ayer, dos todoterrenos repletos de criaturas se apostaron al pie de la fortaleza. Con sus radios a todo volumen y música troglodítica celebraron la salida del sol a las siete de la mañana saltando y aullando. Podrían haber sido cromañones recibiendo, desnudos e hirsutos, el nacimiento del día. Oroel, a esas horas, era un acorazado azul.

El inmenso fuerte tiene dos partes, una militar y la otra residencial. La militar nunca entró en servicio y sólo cumplió funciones de penal. En sus balcones se oxidan algunas piezas de artillería fundidas en Asturias en 1938. Las serpientes se cuecen al sol veraniego. En las cubiertas del fuerte, entre céspedes y matorrales, hay rastros que indican una fuerte presencia de caballos en algún momento.

Lo más interesante, sin embargo, es el mundo subterráneo. El fortín es invisible desde el valle porque ocupa toda la punta del cerro. Si se corre el camino que circunvala las murallas y el foso, se percibe que las unidades vivían bajo tierra y que la punta del monte no es sino un bunker colosal disimulado con árboles, rocas y vegetación. ¿Cuántos soldados podían esconderse en ese vientre de roca y cemento? ¿Y a quién engañaban? La guerra romántica es incomprensible.

A lo largo del foso pueden verse los ventanucos y aspilleras por donde asomarían los fusiles en caso de ataque. Lo cual quiere decir que el foso nunca se inundó. Y que en invierno todo el sistema de defensa sería por completo inútil, porque la nieve sin duda cubriría los respiraderos y ventanas, que están a medio metro del suelo. Caso de haberse usado alguna vez, la tropa quedaría presa en ese vientre subterráneo hasta el deshielo.

Mis amigos y yo habitamos la parte visible, los grandes edificios principales de piedra en donde podría albergarse medio millar de turistas. Pero estamos solos. Esta es una gentileza de la concejalía de cultura que aprovechamos jubilosamente en honor de Concha Jiménez. En el monumental edificio de sillares, con muros de hasta dos metros de anchura, sólo puede vivirse unas pocas semanas al año. Luego se convierte en una tumba congelada por cuyos laberintos ulula el cierzo y corren las arañas muertas de hambre.

Cada vez que entramos y salimos por el portón de hierro del que penden los fenomenales contrapesos del puente levadizo, los turistas, los visitantes, las parejas, los muy abundantes deportistas que suben jadeando la empinadísima carretera que hasta allí conduce, nos miran estupefactos. Nadie puede suponer que dentro de aquel pequeño Escorial hay un puñado de seres humanos vivos.

Al principio abríamos y cerrábamos el portón metálico un tanto intimidados. Ahora lo hacemos ya con desparpajo, con algo de chulería también. Participamos de la sensación de excepcionalidad que asumirían como algo natural los grandes duques y los capitanes de la milicia ochocentista. Y si alguien se acerca para entrever el patio interior, nos sobrecoge un arrebato de maldad y decimos con feroz y estudiada indiferencia: “Lo siento, es una residencia privada”. Y cerramos con un sonoro gong de bronce. Una vida al servicio del Zar.

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21 de agosto de 2006
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El futuro del pasado

Dice Taruskin que, a su modo de ver, el Roman de Fauvel o en general las composiciones de la Ars Nova, en el siglo XIV, "are the earliest emergence within musical practice of “art” as we know it”, o sea, que serían el más antiguo caso de práctica musical como “arte” en su sentido actual.

No estoy en absoluto de acuerdo. Considerar arte en su sentido actual cualquier producto anterior a la Revolución Francesa es un anacronismo tan grueso como llamar “coche” (es decir, “coach”, un tipo de carruaje tirado por caballos) al automóvil. Lo usamos constantemente, pero todos sabemos que ambas palabras, “coche” y “coche”, sólo tienen en común el movimiento y las ruedas. La diferencia es sustancial: unas avanzan por tracción animal y las otras por explosión. Así también el arte anterior a la Revolución Francesa es un trabajo similar al del carpintero, en tanto que el arte en su sentido moderno es un trabajo próximo al del filósofo, lo cual incluye al científico. En fin, esa es la pretensión.

No es este punto, sin embargo, el que me ha llamado la atención en el libro de Taruskin, primer volumen de su monumental historia de la música, sino la mención del Roman de Fauvel. ¿Cuánta gente lo oyó en el momento de su composición? O, para el caso, cualquier otra composición coetánea, los motetes de Guillaume de Machaut, por ejemplo. ¿Cien personas? Juntemos todas las veces que se interpretó. ¿Dos mil personas? Luego se hundió en el silencio y no reapareció hasta el siglo XX, seiscientos años más tarde.

Ahora bien, en cuanto reaparece la llamada “música antigua”, hacia 1960, tiene un éxito internacional y se imprimen cientos de discos vendidos por decenas de miles. En los últimos cincuenta años, ¿cuánta gente ha oído un motete de Machaut? Se deben de contar por cientos de miles, quizás lleguen al millón de personas gracias a la radio y la televisión. Yo creo que este fenómeno encierra una paradoja que no sabemos desentrañar.

Marx tuvo muchas dificultades para explicar desde su metafísica de la historia material la fascinación que ejercían Iliada y Odisea sobre gente que conocía la locomotora. ¿Qué relación podía establecerse entre los burgueses del ochocientos y unos individuos que se alimentaban con aceitunas negras y queso de cabra, que vivían del latrocinio veraniego, vestían túnicas de lana, tenían esclavos como quien dispone de lavadora y creían estar en presencia de espíritus inmortales?

Desde su planteamiento, era imposible que ambas sociedades, la helénica y la capitalista, se interesaran por algo común y perdurable en los humanos, algo que permaneciera a través de las transformaciones técnicas y económicas, porque eso habría sido como reconocer que los humanos tienen “alma”. Si las prácticas culturales, como decía Marx, son mero síntoma de una estructura de producción material, no tenía sentido que un burgués londinense se sintiera atrapado por el mundo simbólico de Homero.

Los posmarxistas, hasta llegar al trivial Terry Eagleton, refinaron mucho la justificación teórica de esa pasión llamada “cultural”, pero no aclararon en absoluto por qué razón nos interesamos de un modo tan desesperado por cualquier invención, futesa o capricho que hayan producido los humanos en el pasado y en un terreno absolutamente inútil para la mejora de las condiciones materiales de existencia. Los motetes de Machaut, por ejemplo, o los iconos de fondo de oro, o los capiteles románicos decorados con la botánica salvaje de los nigromantes.

¿Cómo es posible que el presente ámbito cultural y artístico sea en más de un 60% puro pasado? ¿Qué extraordinario rechazo de nosotros mismos, de nuestro presente, indica esa desproporción? ¿Qué síntoma de atrofia, de terror al futuro?

Es frecuente que ante una pregunta tan simplona se alce un gracioso para decir que a la vista de lo que producen las artes y las letras actuales, más nos vale seguir con Homero y Tiziano. No se percata de que al decirlo profundiza la sima de la interrogación. Él mismo se convierte en interrogación. Es él quien niega su presente y prefiere ser una forma de pasado. Avanza hacia atrás riéndose de sí mismo.

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18 de agosto de 2006
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Las fuentes del sentido

El calor era intenso, seguramente rozaba los cuarenta grados, había ya cruzado la plaza cuando le vi alzar las cejas, mascullar unas palabras, tantear con el pie como un bailarín clásico, perder el equilibrio y caer hacia atrás, de espaldas, muy lentamente.

Era un hombre mayor, de unos setenta años, alto, pulcramente vestido, corpulento, y pude oír la percusión de su cabeza grande y romana contra el suelo. Las gafas salieron volando.

Nos acercamos a auxiliarle una pareja joven y yo. Luego se añadió el portero de una de las casas vecinas, un muchacho ecuatoriano, pero había muy poca gente callejeando en aquella hora durísima de la canícula.

Pesaba mucho, no fue fácil levantarlo, no sé qué habríamos hecho sin el ecuatoriano. El anciano se quejaba suavemente, sollozaba, pero no se había hecho daño, su queja procedía de una dolencia moral. Lo llevamos al banco más próximo.

Una vez sentado, levantó los brazos al cielo, exhaló un gemido dolorosísimo y rompió a llorar. Balanceaba ambos brazos de arriba abajo, se cogía la cabeza con las manos, levantaba el rostro hacia el cielo, dejaba caer gruesos lagrimones y sollozaba a la manera de los judíos ante el muro de las lamentaciones. A pesar de lo cual, sin transición, como si interpretara un papel de teatro, contestaba con toda normalidad a las preguntas y dio las gracias cuando le alcanzamos las gafas.

“¡Ay, señores, cómo han de verme! ¡No crean que es el vino, ni el calor, no, es el dolor, un dolor intensísimo! Sí fill meu, moltes gracies, sense olleres no veig res de res. ¡Cincuenta años con ella, cincuenta años de felicidad, medio siglo juntos! Allí, ¿ven aquel balcón? Allí vivimos sin jamás pelearnos o discutir cincuenta años, ¡ay, pobreta, pobreta meva!, murió el año pasado y no me se avenir, debería haberme ido con ella, ya no hago nada en este mundo!”.

Alguien le preguntó por su familia, creo que la chica, muy seria y emocionada, sin duda su abuelo debía de parecerse a aquel hombre, con su gran nariz bermeja y esas orejas cartilaginosas que les crecen a los ancianos.

Dues filles, tinc dues filles, nena. Una vive en San Cugat y la otra en Marc Aureli. Son muy buenas, se han portado siempre bien conmigo, muy bien, pero yo no puedo vivir sin ella, desde que murió no tengo cabeza, no tengo alma, estic fotut, ¡cincuenta años de felicidad! ¿Comprenden ustedes? ¡Y de repente, nada, un vacío, noches a oscuras, mañanas desganadas, una tortura! ¡Tendría que haberme ido yo también, el pitjor son les nits, no puc ni mirar la TV3!”.

La chica advirtió que “Marc Aureli” bien podía ser la calle del mismo nombre, a dos pasos de donde estábamos, y le preguntó si recordaba el teléfono de su hija, y si quería que la llamáramos.

“¡Ustedes ahora deben de creer que he bebido, que soy un bandarra, pero les juro que no he tomado nada, un vaset nomes, una cosa natural i sal.ludable, no, no, no es el vino, es el dolor, no puedo vivir, ¿ustedes me entienden?, no puedo seguir viviendo sin ella. Si nena, mira, té maca, el telefon es aquest”.

Sacó un papel arrugado del bolsillo. Tenía apuntados algunos teléfonos. Las dos hijas, un médico, su propio teléfono, otros que no alcancé a leer. La muchacha marcó un número en su móvil, localizó de inmediato a una de las hijas y se lo dijo al anciano, pero el caballero no hacía caso de nadie, parecía tener el alma escindida. Con una de las partes podía atender a lo que se le decía sobre gafas, hijas y teléfonos, yo creo que habría podido comentar el partido de fútbol de la noche, pero la otra parte de su alma, la que le sorbía el entendimiento, la que le dominaba, era independiente y le mantenía atado al dolor porque esa era la última forma de seguir unido a su mujer.

Aquellos brazos que subían y bajaban, aquel mesarse la calva, aquel poner al cielo por testigo, aquellos quejidos rítmicos, me recordaban a los actores dramáticos de principios de siglo, a la gestualidad del cine mudo y del melodrama, pero también a otra gestualidad más antigua, quizás intemporal, la que vemos en la pintura neoclásica y barroca cuando aparecen personajes desesperados, o esas mujeres a las que están asesinando a sus hijos, los inocentes.

Desde la Grecia los pintores han tratado de fijar los gestos de las emociones extremas para que sus composiciones puedan leerse, para que el público entienda que aquel es Brutus viendo entrar en parihuelas los cadáveres de sus hijos, y la de más allá es la madre del Juicio de Salomón que renuncia a su criatura con el fin de evitar que la partan por la mitad. Esa capacidad para explicar una escena sin usar las palabras es uno de los misterios gozosos de la pintura.

Sin embargo, aquel hombre no había aprendido esos gestos en ningún teatro o museo. Su estado anímico, su turbación, le impedían actuar o exhibirse, estaba en verdad expresando su dolor de un modo espontáneo y natural, con la inmediatez de las bestias, de los animales. La suya era una gestualidad universal e intemporal.

Yo estaba viendo la fuente del significado de miles y miles de pinturas, esculturas, representaciones teatrales, películas o fotografías, una abismal mímica de las pasiones, una gramática originaria, aquella de la que nace la música, según Rousseau, el más arcaico e inexplicado código de comunicación de los humanos.

La hija, que no resultó tal, sino que era la nieta, apareció en un santiamén, pero apenas hizo caso del abuelo. Se lió a hablar con la pareja joven sobre los viudos que no saben arreglárselas solos, pobrecitos, y sobre la falta de residencias para ancianos, así como, naturalmente, sobre lo bien que están allí con otros viejos como ellos jugando a las cartas o viendo la tele.

La nieta miraba de vez en cuando furtivamente el balcón tan bien situado sobre la plaza, el que nos había señalado el anciano, el cual mientras tanto no levantaba los ojos, pero parecía ya sosegado.

De modo que allí los dejé y ahora, cuando paso por debajo del balcón, siempre miro por ver quién asoma. De momento, nadie.

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17 de agosto de 2006
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Eros y Thanatos

Mi amigo Javier R., que estuvo haciendo prácticas en el célebre Hospital Cochin de París, me cuenta una de las más bellas historias del verano. Como médico de plantilla, tuvo acceso a dos de los historiales ultrasecretos de la política francesa, el del general De Gaulle y el de Mitterrand, nunca publicados. Si se juntan los dos, dan una novela a lo McEwan.

Cuando Mitterrand cumplió los sesenta y cuatro años, el doctor Adolf Steg, jefe de la sección de urología del Cochin, le diagnosticó un cáncer de próstata. Se podía intervenir y no presentaba mayores problemas para la supervivencia del enfermo, pero era imprescindible un bloqueo hormonal. Lo que el doctor ignoraba es que Mitterrand estaba enamorado.

El presidente de la república le preguntó a Steg si una vez practicada la intervención podría seguir manteniendo relaciones sexuales completas. El doctor le dijo que desgraciadamente debería despedirse del uso de su instrumento, pero que había otros modos de mantener una relación amorosa sin necesidad de echar mano, valga la expresión, de lo más clásico. Mitterrand, un escéptico del siglo XVII trasladado al siglo XX, se negó a la intervención. Sólo admitió curas parciales.

A los setenta años se le produjo la metástasis que lo conduciría a criar malvas. Murió amando, es cierto. Lo que no sabemos es si su amante habría preferido que durase más, aunque fuese al precio de divertirse de otro modo. Nunca la consultó sobre este punto.

Al general De Gaulle le sucedió algo similar, pero así como Mitterrand puso por encima de su propia vida el intercambio de fluidos con su novia, el general tendió a la Patria en el lecho de la dama, seguramente con no menor ímpetu amoroso.

En 1968 el célebre doctor Abouker le diagnosticó un adenoma de próstata. Requería una intervención inmediata, pero estaba de Dios que todo debía coincidir en aquella señalada primavera del 68 para que el general diera pruebas de su patriotismo, así que los franceses se lanzaron a ese ejercicio físico llamado revolución y el general no tuvo más remedio que posponer el quirófano para salvar a la Patria.

Anduvo siete meses con sonda, una experiencia que quienes la han pasado dicen que es más o menos como llevar un nido de ratas hambrientas entre las piernas. Así se mantuvo, estoico soldado de las legiones romanas, hasta que los franceses decidieron que la juerga había concluido y volvieron a sus casas, al trabajo, a las aulas o a los cafetines. Entonces se operó. Y una vez operado, se jubiló.

He aquí dos casos de sacrificio difíciles de analizar. ¿Se sacrificó Mitterrand por su novia, o por su vanidad? ¿Y De Gaulle, lo hizo pour la France, o por esa satánica soberbia que todo el mundo le atribuía?

¿Creyó Mitterrand que su amante lo abandonaría en cuanto se cerrara el grifo del fluido? ¿No sería eso tenerla en muy pobre estima? ¿Creyó De Gaulle que si le aparcaban unas semanas, la Francia entera se iría a hacer gárgaras? ¿No es eso tener en muy bajo concepto a sus compatriotas?

Lo dicho. Una novela. Padre e hijo, una próstata hereditaria, el oscuro objeto del deseo, los viejos soldados, los modernos políticos, el eterno masculino, etcétera.

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16 de agosto de 2006
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La muerte de un viajante (2)

En el artículo de Letras Libres que citaba el viernes pasado, decía Félix Romeo que decía Ricardo Piglia que “toda la literatura o es una investigación o un viaje”. La inversa también es cierta. Toda investigación, todo viaje, o es literatura o no es nada. Los aficionados a la ciencia que tanto abundan en este blog lo saben. Nada más literario que los textos de Richard Feynman, viajero de la física teórica a quien incluso yo puedo leer.

El viajero es el tipo que regresa con algo para contar, algo, naturalmente, ignorado, desconocido, divertido, sorprendente, intrigante o instructivo. Para lo cual es imprescindible el don de la curiosidad, pero además hay que saber narrar. Alguien incapaz de sorprenderse no puede ser un buen viajero, pero tampoco el que carece de órgano para la narración. Es el relato lo que hace el viaje. Para lo cual es más importante el regreso que la partida. Así lo dijo Joachim Du Bellay.

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage,
Ou comme cestuy-là qui conquit la toison,
Et puis est retourné, plein d'usage et raison,
Vivre entre ses parents le reste de son âge!

Quand reverrai-je, hélas, de mon petit village
Fumer la cheminée, et en quelle saison
Reverrai-je le clos de ma pauvre maison,
Qui m'est une province, et beaucoup davantage?

Plus me plaît le séjour qu'ont bâti mes aïeux,
Que des palais Romains le front audacieux,
Plus que le marbre dur me plaît l'ardoise fine:

Plus mon Loir gaulois, que le Tibre latin,
Plus mon petit Liré, que le mont Palatin,
Et plus que l'air marin la doulceur angevine.

Seguro que algún secuaz de esta página colgará una excelente traducción de este canto tan contrario a la idea moderna de que no hay que regresar jamás, como escribieron Kavafis o Cernuda. Nada de eso. Es imprescindible regresar, como Ishmael, para contar lo sucedido.

En la televisión catalana suelo mirar un espacio donde la burguesía local presenta sus viajes a la Mongolia Exterior, Haití o el Chancro Verde, grabados en video familiar. Da gusto verlo. Sin duda les parecería más exótico un fin de semana en Sanlúcar con los niños. ¡Qué nonchalance en el Tibet! ¡Qué sensibles a las bellezas de Sudán! ¡Qué ojo para el tipismo del Tchad! Lo describen como si fuera una noche en la pasarela Gaudí.

Lo que más me fascina de los viajeros verdaderos es su curiosidad lingüística, tan presente en todos ellos. No hace falta ir muy lejos para descubrir aspectos desconocidos de uno mismo. Alexander von Humboldt, posiblemente el más grande viajero de todos los tiempos, descubrió ese principio que luego ha tenido cierta relevancia en lingüística, a saber, que el vocabulario se desarrolla por motivos laborales y por la actividad diaria, es decir, por el mundo que uno tiene conceptualmente a la mano, pero no por razones metafísicas que sólo conoce el “alma de la lengua nacional”.

El caso más conocido es el de los Inui que cuentan con cincuenta palabras para lo que nosotros sólo llamamos “blanco”. Aunque no es necesario irse al polo. En sus asombrosos Cuadros de la Naturaleza, cuenta Humboldt que a su paso por Castilla la Vieja le llamaron la atención “las expresiones numerosas que poseen (…) para expresar el aspecto de los macizos de montaña y esos rasgos fisonómicos que se encuentran en todas las zonas y revelan ya de lejos la naturaleza de su roca”.

Registró unas cuantas. Son estas: “Pico, picacho, mogote, cucurucho, espigón, loma tendida, mesa, panecillo, farallón, tablón, peña, peñón, peñasco, peñolería, roca partida, laja, cerro, sierra, serranía, cordillera, monte, montaña, cadena de montes, los altos, reventazón, etc.” De todas ellas, sólo “peñolería” falta en los diccionarios, aunque no “peñol”. Por supuesto hay muchas más, pero en esta nota al capítulo “La vida nocturna de los animales en los bosques primitivos” sólo transcribió las que le vinieron a la memoria en aquel momento.

Si alguien dotado de cierta curiosidad y ocio se interna por Castilla la Vieja y sigue la senda de Humboldt, todavía encontrará en los pueblos y aldeas bastantes de esas viejas palabras roqueñas, aunque no todas. Las que faltan se han ido de vacaciones a Tailandia.

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14 de agosto de 2006
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La muerte de un viajante (1)

Viajar en agosto se ha convertido en lo peor del año, el mes de trabajo peor pagado. Agosto es el vientre blando de las naciones ricas, allí en donde la navaja se hunde como en agua. Las puertas y ventanas de la casa están abiertas. Cualquiera puede entrar, pero nadie puede salir si cuatro malvados se lo proponen. Este mes concentra mucho miedo.

Una vez olvidado el terror del aeropuerto de Barcelona (era en verdad miserable oírle decir a un sindicalista que “al fin y al cabo ellos –los pasajeros- se iban de vacaciones”, para justificar su crueldad), llega el terror a los aeropuertos anglosajones. Los teócratas han tenido una idea excelente. Ya que van a morir, mejor hacerlo más cerca del cielo, en el interior de una aeronave cargada de pasajeros. Total, ¡se van de vacaciones! Hay que entender, “mientras los míos sufren por vuestra culpa”. Son taimados, los terroristas, saben cómo culpabilizar a los débiles. El avión acumula mucho pánico.

¿Por qué entonces viajar en agosto? ¿Por qué no quedarse cerca de casa? ¿Por qué no descansar en serio, si es que de eso se trata? Quizás porque la imaginación se ha jibarizado de tal manera que ya es imposible inventar nada a partir de lo habitual, de lo cotidiano. Seguramente hay más por descubrir a veinte kilómetros de nuestras casas, entre gente con la que nos cruzamos todos los meses, que a cinco mil. Los niños antiguos inventaban batallas con botones de hueso. Los actuales necesitan una máquina de gráficos en 3D que proporcione las figuras que ellos ya no pueden construir con su fantasía.

En la única ocasión que me dio por visitar un país del así llamado “tercer mundo” (quería hacerme una idea, y me la hice) hube de vacunarme contra un montón de agentes infecciosos. Mientras esperaba en la cola del centro oficial y obligatorio de vacunación en donde alguien se estaba haciendo rico, coincidí con un gañán entusiasta que parloteaba con los vecinos de fila como en la tasca del pueblo. Tipo encantador.

Iban él, la novia, los padres de la novia y la abuela del chico (tierno, en efecto) a Tailandia. Reconoció que era su primer viaje y que estaba muy emocionado. A la pregunta de: “¿Y por qué diantre precisamente Tailandia para iniciarse en los viajes?”, me miró sobremanera estupefacto y contestó alzando los hombros:

“¡Pues para ver el puente sobre el río Kwai!”

Mis vecinos de fila cabecearon cargados de razón y me miraron como a un pederasta. ¡A quién se le ocurre preguntar esas cosas!

Las razones del viaje son, creo yo, el agujero negro de la razón contemporánea. Juro por Dios que no añoro viajar solo, ni ir a la playa solo, ni evitar el contacto con el populacho, como estará sin duda deplorando nuestro catón cejijunto, pero no alcanzo a entender por qué la gente se lanza a lugares tan lejanos y tan caros cuando es incapaz de describir lo que tiene delante de las narices.

Así pensaba yo mientras leía el número de agosto de Letras Libres, dedicado justamente a quienes saben narrar lo que han viajado. Félix Romeo, por ejemplo, escribe allí un divertido artículo (“Un viaje de verano sobre un viaje de invierno”) en el que cuenta sus aventuras para encontrar a Peter Handke… en Soria. Magnífica escena en el Casino de la Amistad Numancia con tres ancianos pescadores. Uno de ellos afirma haber pescado una trucha, pero ante la sorna de sus amigos añade modestamente que la trucha, eso sí, ya venía herida.

Al lado de casa se esconde lo desconocido, lo que Freud llamaba “lo siniestro” y que no es siniestro sino sólo aquello que se esconde detrás de lo doméstico y conocido, lo que ya no vemos de tanto tenerlo ante los ojos. Soria puede ser más exótica que Tailandia para quien aún sabe mirar con atención.

(continuará el lunes)

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11 de agosto de 2006
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Padres de la patria

La descripción de los últimos años de Constantinopla, en el relato clásico de Steven Runciman, es inolvidable. El lector se va sintiendo cada vez más sobrecogido a medida que ve crecer la lucha a muerte entre los distintos sectores y barrios de la capital del imperio. Latinos contra bizantinos, genoveses contra pisanos, griegos contra venecianos, en una ciudad sobre la que estaba cayendo el imponente ejército de Mahomet II como nube de langostas. Y cuanto más se aproximaba la media luna, más se enconaban las reyertas cristianas.

Con las más variadas excusas, los unos a los otros se acusaban de traidores, ladrones, corruptos, criminales, herejes o imbéciles, y se degollaban entre sí con verdadero entusiasmo. Estaba ya el ejército otomano a las puertas de la ciudad cuando todavía unos cristianos (los genoveses) traicionaban a otros cristianos (todos los demás) por un puñado de monedas.

Parece incomprensible este suicidio frenético del último minuto, y sin embargo se repite una y otra vez con mayor o menor intensidad. Una furia demente ataca a aquellos que en realidad no creen ya en la victoria y ni siquiera la desean. Enloquecidos por la vergüenza, los derrotados se lanzan sobre cualquiera que se encuentre a su lado para echarle toda la culpa del fracaso.

El odio al más próximo aparece cada vez que se produce la certeza de un fracaso común. Lo cual sucede en las naciones, en las familias, en los negocios compartidos, en los matrimonios, en los viajes organizados y en toda empresa colectiva que se va al garete. No es fácil soportar la culpa, ni comportarse responsablemente ante la propia inoperancia. Creo recordar que es en el Bhagavad Ghita en donde el derrotado emperador de la India se ve en la obligación de enseñar al joven Alejandro lo que debe hacer un rey que ha vencido a un emperador y le va dictando los pasos rituales, incluida la decapitación del vencido.

Cuando el que se siente culpable del desastre carece de fortaleza moral, acusa de su fracaso al primero que pasa ante la mirilla de su escopeta. La causa de todos los fracasos de algunos vascos son los españoles, la causa de todos los fracasos de los nacionalistas catalanes la tiene Madrid, los fracasos del PP son culpa de los socialistas y viceversa, muchas mujeres creen que su desgraciada situación obedece a una culpabilidad natural de los hombres y no pocos hombres desgraciados se creen víctimas de las mujeres.

Para poder cerrar los ojos ante la propia incompetencia, la incapacidad para cumplir con la tarea asignada y la falta de coraje para asumir responsabilidades, se hace imprescindible un chivo expiatorio. De ese modo el incompetente mantiene una última pretensión de inocencia que sólo él defiende ante un escenario desolado antes de quedarse solo por completo.

El último capítulo del odio hispánico, con motivo de los incendios gallegos, es tan colosalmente idiota que lleva a creer en el derrumbe ineludible de toda la especie política española. Como en Italia, los ciudadanos nos encontramos secuestrados por bandas de parásitos que se acusan mutuamente de todos los males que nos infligen. Esos males que nos abruman son, sin embargo, el objeto con el que justifican sus elevados salarios. Se supone que han sido elegidos para impedirlos. Por el contrario, se alimentan de ellos.

Entre las ruinas de un país donde la zona salvada de las llamas es un desierto, y la que no es un arenal o un baldío de ceniza humeante es una termitera de cemento, los cabezudos de cerebro de cartón se apalean incansablemente con las tibias de los muertos, pero en sus bolsillos suenan las monedas de oro.

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10 de agosto de 2006
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El Boomeran(g)
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