Félix de Azúa
La descripción de los últimos años de Constantinopla, en el relato clásico de Steven Runciman, es inolvidable. El lector se va sintiendo cada vez más sobrecogido a medida que ve crecer la lucha a muerte entre los distintos sectores y barrios de la capital del imperio. Latinos contra bizantinos, genoveses contra pisanos, griegos contra venecianos, en una ciudad sobre la que estaba cayendo el imponente ejército de Mahomet II como nube de langostas. Y cuanto más se aproximaba la media luna, más se enconaban las reyertas cristianas.
Con las más variadas excusas, los unos a los otros se acusaban de traidores, ladrones, corruptos, criminales, herejes o imbéciles, y se degollaban entre sí con verdadero entusiasmo. Estaba ya el ejército otomano a las puertas de la ciudad cuando todavía unos cristianos (los genoveses) traicionaban a otros cristianos (todos los demás) por un puñado de monedas.
Parece incomprensible este suicidio frenético del último minuto, y sin embargo se repite una y otra vez con mayor o menor intensidad. Una furia demente ataca a aquellos que en realidad no creen ya en la victoria y ni siquiera la desean. Enloquecidos por la vergüenza, los derrotados se lanzan sobre cualquiera que se encuentre a su lado para echarle toda la culpa del fracaso.
El odio al más próximo aparece cada vez que se produce la certeza de un fracaso común. Lo cual sucede en las naciones, en las familias, en los negocios compartidos, en los matrimonios, en los viajes organizados y en toda empresa colectiva que se va al garete. No es fácil soportar la culpa, ni comportarse responsablemente ante la propia inoperancia. Creo recordar que es en el Bhagavad Ghita en donde el derrotado emperador de la India se ve en la obligación de enseñar al joven Alejandro lo que debe hacer un rey que ha vencido a un emperador y le va dictando los pasos rituales, incluida la decapitación del vencido.
Cuando el que se siente culpable del desastre carece de fortaleza moral, acusa de su fracaso al primero que pasa ante la mirilla de su escopeta. La causa de todos los fracasos de algunos vascos son los españoles, la causa de todos los fracasos de los nacionalistas catalanes la tiene Madrid, los fracasos del PP son culpa de los socialistas y viceversa, muchas mujeres creen que su desgraciada situación obedece a una culpabilidad natural de los hombres y no pocos hombres desgraciados se creen víctimas de las mujeres.
Para poder cerrar los ojos ante la propia incompetencia, la incapacidad para cumplir con la tarea asignada y la falta de coraje para asumir responsabilidades, se hace imprescindible un chivo expiatorio. De ese modo el incompetente mantiene una última pretensión de inocencia que sólo él defiende ante un escenario desolado antes de quedarse solo por completo.
El último capítulo del odio hispánico, con motivo de los incendios gallegos, es tan colosalmente idiota que lleva a creer en el derrumbe ineludible de toda la especie política española. Como en Italia, los ciudadanos nos encontramos secuestrados por bandas de parásitos que se acusan mutuamente de todos los males que nos infligen. Esos males que nos abruman son, sin embargo, el objeto con el que justifican sus elevados salarios. Se supone que han sido elegidos para impedirlos. Por el contrario, se alimentan de ellos.
Entre las ruinas de un país donde la zona salvada de las llamas es un desierto, y la que no es un arenal o un baldío de ceniza humeante es una termitera de cemento, los cabezudos de cerebro de cartón se apalean incansablemente con las tibias de los muertos, pero en sus bolsillos suenan las monedas de oro.