Marcelo Figueras
Cuando T. E. Lawrence, el famoso Lawrence de Arabia, se fue al desierto, dos libros se convirtieron en parte del equipaje que transportaba a todas partes: La Morte d’Arthur, de Sir Thomas Malory, y La odisea. Una elección insuperable, al menos para cualquiera que conciba su vida como una aventura. La Morte d’Arthur habla de los esfuerzos sobrehumanos por retomar contacto con lo divino, o cuanto menos con la mejor parte de la naturaleza humana. La odisea nos recuerda que, aun después de haber obtenido ese imposible, siempre resta el penoso trámite de volver a casa.
No me cuesta nada entender eso del hombre que intenta definirse a partir de un par de libros. Significa que el hombre en cuestión está eligiendo un destino para sí: los libros seleccionados señalan el marco en que inscribe ese destino, la línea que pretende trazar con su aventura y también la forma en que desearía ser leído; y a la vez, por el hecho de someterlos a consulta constante, esos libros constituyen el mapa de su búsqueda. ¿Qué volúmenes elegirían para que los acompañasen, si tuviesen que dejar su casa para entregarse a la aventura de sus vidas? O mejor aún: ¿qué aventura elegirían en este mundo de hoy, si se viesen obligados a abandonar la comodidad de sus hogares?
A pesar de que formamos parte de una civilización de imágenes, a pesar de que la tecnología nos permite ahora llevar en el morral un DVD-player con, por ejemplo, ejemplares de El Padrino y (nótese la ironía) Lawrence de Arabia, nunca iríamos al desierto, a la selva, al mar, a la estepa con películas en el bolsillo. La tecnología sigue siendo demasiado frágil para los zarandeos humanos: se puede estropear con un golpe, se puede mojar, se puede llenar de arena, se puede quedar sin batería. Además la tecnología es cara, y por ende resulta codiciada: ¿quién nos asaltaría hoy para robarnos un libro?
Un libro lo soporta todo siempre y cuando se lo proteja del fuego. Puede ser golpeado, arrojado a la distancia, doblado, aplastado y hasta mojado, si se toma el recaudo de permitirle secar. Puede ser usado como almohada, como cuña, como objeto contundente. Tiene además otra gran ventaja por encima de las películas: puede ser reescrito, anotado en los márgenes, contradicho y completado con nuevos conocimientos, como hacía el protagonista de The English Patient con su ejemplar de Las historias de Heródoto.
Qué invención más maravillosa. Es rara la ocasión en que salgo a la calle sin un libro, a no ser que vaya al supermercado o al quiosco de mi cuadra. En cada salida el libro es mi compañía, mi garantía de que podré encontrar iluminación en cualquier calle, en cualquier bar o durante una espera. El libro es mi compañero de viaje, mi vestimenta, mi seguridad. Creo que Lawrence se llevó estos dos al desierto por las razones apuntadas, sí, pero además porque comprendió que, para gente como nosotros, no existe talismán más poderoso.