Félix de Azúa
Viajar en agosto se ha convertido en lo peor del año, el mes de trabajo peor pagado. Agosto es el vientre blando de las naciones ricas, allí en donde la navaja se hunde como en agua. Las puertas y ventanas de la casa están abiertas. Cualquiera puede entrar, pero nadie puede salir si cuatro malvados se lo proponen. Este mes concentra mucho miedo.
Una vez olvidado el terror del aeropuerto de Barcelona (era en verdad miserable oírle decir a un sindicalista que “al fin y al cabo ellos –los pasajeros- se iban de vacaciones”, para justificar su crueldad), llega el terror a los aeropuertos anglosajones. Los teócratas han tenido una idea excelente. Ya que van a morir, mejor hacerlo más cerca del cielo, en el interior de una aeronave cargada de pasajeros. Total, ¡se van de vacaciones! Hay que entender, “mientras los míos sufren por vuestra culpa”. Son taimados, los terroristas, saben cómo culpabilizar a los débiles. El avión acumula mucho pánico.
¿Por qué entonces viajar en agosto? ¿Por qué no quedarse cerca de casa? ¿Por qué no descansar en serio, si es que de eso se trata? Quizás porque la imaginación se ha jibarizado de tal manera que ya es imposible inventar nada a partir de lo habitual, de lo cotidiano. Seguramente hay más por descubrir a veinte kilómetros de nuestras casas, entre gente con la que nos cruzamos todos los meses, que a cinco mil. Los niños antiguos inventaban batallas con botones de hueso. Los actuales necesitan una máquina de gráficos en 3D que proporcione las figuras que ellos ya no pueden construir con su fantasía.
En la única ocasión que me dio por visitar un país del así llamado “tercer mundo” (quería hacerme una idea, y me la hice) hube de vacunarme contra un montón de agentes infecciosos. Mientras esperaba en la cola del centro oficial y obligatorio de vacunación en donde alguien se estaba haciendo rico, coincidí con un gañán entusiasta que parloteaba con los vecinos de fila como en la tasca del pueblo. Tipo encantador.
Iban él, la novia, los padres de la novia y la abuela del chico (tierno, en efecto) a Tailandia. Reconoció que era su primer viaje y que estaba muy emocionado. A la pregunta de: “¿Y por qué diantre precisamente Tailandia para iniciarse en los viajes?”, me miró sobremanera estupefacto y contestó alzando los hombros:
“¡Pues para ver el puente sobre el río Kwai!”
Mis vecinos de fila cabecearon cargados de razón y me miraron como a un pederasta. ¡A quién se le ocurre preguntar esas cosas!
Las razones del viaje son, creo yo, el agujero negro de la razón contemporánea. Juro por Dios que no añoro viajar solo, ni ir a la playa solo, ni evitar el contacto con el populacho, como estará sin duda deplorando nuestro catón cejijunto, pero no alcanzo a entender por qué la gente se lanza a lugares tan lejanos y tan caros cuando es incapaz de describir lo que tiene delante de las narices.
Así pensaba yo mientras leía el número de agosto de Letras Libres, dedicado justamente a quienes saben narrar lo que han viajado. Félix Romeo, por ejemplo, escribe allí un divertido artículo (“Un viaje de verano sobre un viaje de invierno”) en el que cuenta sus aventuras para encontrar a Peter Handke… en Soria. Magnífica escena en el Casino de la Amistad Numancia con tres ancianos pescadores. Uno de ellos afirma haber pescado una trucha, pero ante la sorna de sus amigos añade modestamente que la trucha, eso sí, ya venía herida.
Al lado de casa se esconde lo desconocido, lo que Freud llamaba “lo siniestro” y que no es siniestro sino sólo aquello que se esconde detrás de lo doméstico y conocido, lo que ya no vemos de tanto tenerlo ante los ojos. Soria puede ser más exótica que Tailandia para quien aún sabe mirar con atención.
(continuará el lunes)