Vicente Verdú
En el aeropuerto de Alicante, grabada sobre un mural, puede leerse esta cita: "Lo que se ve es una visión de lo invisible".
¿Verdad? ¿Mentira? ¿Pensamiento profundo? ¿Patraña total?
Unos 30 millones de pasajeros se enfrentan a lo largo del año con esta sentencia descomunal que, en castellano y valenciano, les cae literalmente encima cuando se dirigen hacia la puerta de salida. Bajo el resonar de esta escritura pavorosa y labrada en la piedra los visitantes empujan los carritos cargados de maletas y encorvados reproducen la gravedad del peso que acaban de sentir en sus almas por medio de un anónimo conocedor del más allá.
¿Lo visible es parte de lo invisible? ¿El viaje es parte del viaje fatal? ¿Se viaja físicamente o se trata del viaje/alucinación? O, finalmente: ¿Alicante se revela como un centro sagrado donde estalla esta absoluta verdad o han tratado simplemente de rellenar con cualquier cosa la decoración de la terminal?
Muy probablemente detrás del grotesco desacuerdo entre aterrizar en un lugar de vacaciones y ser alertado con palabras de ultratumba se encuentra la aprobación de un concejal.
Los concejales de cultura, los alcaldes, los presidentes de Comunidades Autónomas componen una legión de temibles dúctores cuando se trata de dirimir entre uno y otro proyecto de arquitectura, una u otra escultura para el paseo, una u otra morfología para la fuente principal.
Constantemente el pueblo se ve asaltado por estas decisiones que siendo tan relevantes materialmente para la vida de la localidad el edil decide de forma ligera muy apoyada en una ignorancia mineral. O más que eso: apoyada en una deficiencia de criterio merecedora de que un rayo súbito y certero aniquilara sin más su autoridad.
Capitales, ciudades, pueblos, presentan las huellas clamantes con que estos próceres las han marcado. Edificios adefesios que han crecido como palacios de congresos, estatuas en los parterres que parecen burlas para el homenajeado, grupos angélicos en monumentos principales que parecían ya apartados de las versiones más agresivas de la fealdad.
No les basta a estos políticos de vara en ristre redactar ordenanzas relativas a las basuras, las viviendas o la circulación, sino que inciden sobre el espacio público para maldecirlo a través de la actuación más torcida y trivial. Promueven la obra, eligen el proyecto, designan al decorador o al escultor bajo la insignia de obrar en beneficio del bien común y su efecto es difundir unos modelos de belleza, de Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, de glorietas santapoleras o de aeropuerto alicantino que, paso a paso, llevan a esta comunidad valenciana hasta el más alto despeñadero estético. Si no faltaba aquí la fama relacionada con el gusto hortera -cuando precisamente la huerta valenciana viene a ser de lo mejor a contemplar- sobrevienen estos rectores para volver de la visión recta a la quebrada, de lo invisible a lo visible y de lo visible a lo que no se pueda aguantar.